Alberto Barrera Tyszka 29 de mayo de 2015
@Barreratyszka
Esta semana, en su programa de
televisión, el presidente de la Asamblea Nacional apareció muy orondo y seguro,
defendiéndose de aquellos que han cuestionado sus acciones legales en contra de
El Nacional, La Patilla y Tal Cual. En un momento, Cabello también ensayó un
tono de reproche melodramático. Tratando de justificarse, miró a cámara y
exclamó: “¿Quién defiende mis derechos humanos? ¿Quién se preocupa por mí?”. Un
poco antes, con sentimental ironía, ya se había quejado: “¡Ahora el malo soy
yo!”.
El autoproclamado Alto Mando Político
Militar de la Revolución ha demostrado que tiene serios problemas a la hora de
construir personajes. Sus miembros han hecho múltiples esfuerzos pero, por más
que lo intentan, no terminan de encontrar el giro, la vuelta; nunca logran
crear perfiles verosímiles y entrañables. Siempre les falta algo. A sus
personajes se les notan las coyunturas, las muecas forzadas, los disfraces. No
hay manera, por ejemplo, de que Nicolás Maduro toque tambor y uno crea que
realmente sabe tocar tambor. Uno lo ve dándole a los cueros, sonriendo,
moviéndose como si llevara un ritmo rebotando entre oreja y oreja, pero no, en
el fondo algo falla, algo falta. Se percibe y se siente que ese acto es un
traspié, que ahí nada está sonando bien.
El mismo problema parece tener el nuevo
del defensor del pueblo. Apretado dentro de su traje, empeñándose en sostener
una sonrisa amable y generosa, mientras trata de mantener más o menos quietas
sus pupilas y asegura que él está dispuesto a defender los derechos de Alberto
Federico Ravell y de cualquier otro ciudadano del país. ¿Es este el mismo Tarek
William Saab que la semana pasada afirmó, en Brasil, que nuestro país vive una
“democracia plena”? ¿Es el mismo que sentenció de un plumazo que las protestas
de 2014 fueron “manifestaciones terroristas, armadas y criminales”? ¿Cuál de
los dos personajes es real? ¿A cuál de los dos debemos creerle los venezolanos?
Igual ocurre con Diosdado Cabello. El
personaje que aparece en la pantalla, tiernamente conmovido consigo mismo,
clamando por sus derechos y preguntándose quién se preocupa por él, no termina
de convencer, genera muchas dudas. La ficción teatral también necesita
verdades. Y todos hemos visto al mismo personaje en la AN abusando de su poder,
insultando y burlándose de los otros, prohibiendo el derecho de palabra,
apretando un botón y silenciando a los demás, apagando de un golpe la voz del
adversario. También son conocidos los mazazos en su programa. Sin presentar
ninguna prueba y sin ofrecer ningún derecho a réplica, en el mejor estilo de
Chepa Candela, Cabello reparte chismes, insultos y acusaciones, como si lanzara
papelillos en pleno Carnaval.
Todos, también, sabemos de su
expediente. Basta un detalle: en el año 2009, siendo presidente de Conatel,
Diosdado Cabello llevó a cabo el procedimiento de cierre de 32 emisoras de
radio. Su relación con la censura es vocacional. Ahora demanda a 3 medios de
comunicación por repetir una noticia. Es un perseguidor de ecos. Y se muestra
indignado y pide prohibición de salida del país para sus directivos. Exige
justicia.
Sin embargo, este mismo personaje se
olvidó de la justicia con Mario Silva. Nunca reaccionó así frente a la
grabación donde el conductor de La Hojilla lo dibujaba casi como un mafioso,
que controlaba demasiadas instituciones en el país y que podía estar ligado a
la corrupción y a la fuga de divisas. ¿Por qué, en ese momento, no enfrentó
esos agravios? ¿Por qué nunca lo demandó?
Diosdado Cabello quiere ser víctima pero
no le sale. Ensaya y ensaya, se presenta semanalmente a casting, y nada, nunca
le queda el papel. Siempre es percibido como verdugo. Incluso, a veces, hasta
por su propio público privado. Cada vez que intenta la ironía, fracasa. Cuando
con sorna repite: “¡Ahora el malo soy yo!”, todos nos quedamos unos instantes
dudando, compartiendo un suspicaz y contundente silencio. ¿Realmente qué quiere
decirnos? ¿Habla en serio o está bromeando? ¿Se burla o se confiesa?
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