Fernando Mires 09 de julio de 2015
Cuando Alexis Tsipras convocó al
referendo del 5 de Julio, lo hizo enarbolando la bandera de un doble discurso.
Hacia afuera del país presentó al referendo como una simple consulta popular destinada
a recabar apoyo para seguir negociando con la Troika (CE, BCC y FMI). Esa parte
del discurso la compró de inmediato el presidente Hollande y su primer ministro
Valls, ambos necesitados del apoyo o por lo menos de la neutralización de la
izquierda francesa. Alemania en cambio, no la compró, entre otras cosas porque
la coalición de centro no necesita de la izquierda no-socialdemócrata
(pro-Tsipras) para nada. El 80% de la nación alemana apoya a su gobierno frente
a Tsipras. Si Ángela Merkel hubiera sido populista y llamado a un referendo
sobre si ayudar o no ayudar a Grecia, Alexis Tsipras habría quedado muy mal
parado. Gracias a Dios o a no sé quién, Merkel no es populista
Pero no fue Ángela Merkel, fue el propio
presidente de la socialdemocracia, el vice-canciller Sygmar Gabriel, quien,
radicalizando su escepticismo con respecto a Tsipras, señaló: “El gobierno de
Grecia ha roto todos los puentes ”. Merkel en cambio, siempre cauta, argumentó
con un viejo refrán “Cuando hay voluntad, siempre hay un camino”. Ella piensa
que Europa necesita de Grecia, pero también sabe que Grecia necesita aún más de
Europa. Por eso, aunque diga lo contrario, no ha cesado de jugar al póquer con
Tsipras.
Es decir, Tsipras necesita de Europa. La
necesita, pero no solo para saldar deudas e intentar salir de la profunda
crisis que –seamos honestos- heredó de gobiernos anteriores. La necesita,
además, para llegar a ser lo que todo líder populista desea ser: no un líder
nacional sino un líder regional.
En otras palabras: Tsipras, como todo
“europeo antieuropeo”, necesita –al igual que los populistas de extrema
derecha– de una Europa unida para desunir a Europa. Eso quedó muy claro en la
otra mitad de su doble discurso, precisamente la que no vieron o no quisieron
ver Hollande y Valls.
En multitudinarias manifestaciones que
precedieron al triunfo del NO, Tsipras no presentó al referendo como medio para
una futura negociación con organismos acreedores, sino como una declaración de
guerra al capitalismo financiero mundial y a los estados que supuestamente lo
representan. No vaciló incluso en apoderarse de la terminología de los
fascistas de Aurora Dorada haciendo mención a “la patria humillada” a la vez
que su ex ministro y amigo Varufakis calificaba, en una declaración muy
calculada, al FMI como terrorista. Así Tsipras se presentaba como defensor de
los bolsillos de los pobres en contra de las restricciones impuestas “desde
fuera” por el capitalismo mundial.
Manejando ese discurso doble (y, por lo
mismo, tramposo) el NO de Tsipras no podía sino ganar. ¿Qué ciudadano común y
corriente va a votar en contra de la patria y en contra de su bolsillo? Solo
pequeños grupos esclarecidos, las clientelas de la antigua clase política y muy
poco más.
Sintetizando: es posible afirmar que
mientras hacia fuera de su país, Tsipras presentó el referendo como un medio
político para lograr un objetivo económico, hacia adentro, utilizó el tema
económico para lograr un objetivo político, a saber: alcanzar, de una vez por
todas, la mayoría absoluta y erigirse así como líder indiscutido de toda la
nación griega.
Tsipras, si seguimos la lógica de la
“razón populista” (Ernesto Laclau), realizó una maniobra magistral. Gracias a esa jugada solo podía
“ganar o ganar”. De este modo, si los gobiernos europeos no aceptan la
incapacidad de pago de Grecia, se presentará ante el mundo como una víctima del
capitalismo financiero global. Si en cambio la acepta, se presentará como el
Titán que doblegó la mano a la lógica del neoliberalismo europeo.
Maniobra que lamentablemente no ha sido
entendida ni por gran parte de la clase política ni mucho menos por los
ciudadanos de Europa. Aparte de una extrema minoría con conocimientos
históricos que le permiten comparar los discursos fascistas y comunistas de los
años veinte y treinta con los del Tsipras de hoy, para la gran mayoría de los
europeos se trata de un fenómeno absolutamente nuevo. No así para un observador
latinoamericano.
A cualquier latinoamericano medianamente
informado, más allá de sus convicciones políticas, el doble discurso de Tsipras
ha de resultar muy familiar. Fue el discurso de Eva y Domingo. Fue el discurso del joven Castro y del primer
Alán García. Pero sobre todo fue el discurso de Hugo Chávez. Todos esos
discursos tuvieron algo en común: una irracionalidad muy racional. Todos
contribuyeron a una extrema polarización. Todos convirtieron a la política en
locura colectiva. Todos contribuyeron a la ruina económica y moral de sus
respectivas naciones. Todos apostaron a la magia de un gran líder.
Sin intentar analizar causas y razones
–ese debería ser otro articulo- lo cierto es que tanto en Europa como en
América Latina estamos frente a una fuerte oleada nacionalista y populista a la
vez. El nacional –populismo, al igual que el populismo fascista de los años
treinta, ya ha logrado convertirse en gobierno o en alternativa de gobierno en
diversos países europeos.
En Europa el nacional-populismo adquiere
incluso características más peligrosas que en América Latina. Mientras en la
versión latinoamericana los populistas aparecen como alternativa nacionalista
frente a un imperio lejano y muchas veces abstracto, en Europa lanza dardos
envenenados en contra de los organismos que dan sentido, estructura y orden a
la región. Más aún, todos -ya sea de manera solapada, como Podemos o Syriza, o
de un modo abierto como el Frente Nacional de Marine Le Pen o el gobierno
facho-cristiano de Urban en Hungría- simpatizan con el anti-europeismo que
representa esa potencia militar no imaginaria que es la Rusia de Putin.
No fue casualidad que las primeras
felicitaciones recibidas por Syriza y Tsipras después del referendo provinieron
de los dos gobiernos más antidemocráticos de América Latina (Venezuela y Cuba),
de la Rusia autocrática de Putin y del neo-fascismo de Marine Le Pen. En cierto
modo el gobierno Tsipras es ya parte de una informal “internacional populista”
que de modo lento pero progresivo está alcanzando un carácter formal.
Por el momento Grecia ha pasado a ocupar
un rol similar en Europa al que ocupa la Venezuela de Maduro en América Latina.
No nos referimos solo al desastre económico que ha tenido lugar en dos naciones
que, bien gobernadas podrían haber sido ejemplos de prosperidad, sino al hecho
inocultable de que ambas, Venezuela desde el pasado reciente, Grecia desde
ahora, han sido el epicentro de movilizaciones y proyectos que no solo amenazan
la estabilidad económica sino la unidad política de las respectivas regiones.
Sin embargo, el hecho más peligroso de
todos es que Merkel, Hollande, Lagarde, Jüncker, Draghi y otros de los
múltiples interlocutores del habilidoso Tsipras, parecen estar convencidos de
que solo enfrentan un problema de carácter puramente económico. Da la impresión
de que ninguno de ellos ha sabido calibrar las dimensiones políticas que se esconden
detrás del tema de la deuda griega. Lo que está en juego -es lo que ellos no
nos han dicho- no es un sistema monetario. Lo que está en juego es la propia
idea de la Europa unida.
Europa no es el Euro, es una frase
repetida hasta el cansancio. Pero –y ahí reside el nudo del problema- para la
mayoría de los gobiernos democráticos de Europa, sí lo es.

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