ANTONIO NAVALÓN 07 de febrero de 2016
Si
creyéramos en las teorías conspirativas de la historia, podríamos pensar que el
mundo vive una confabulación fantástica en la que, al final, serán los países
en vías de desarrollo los que cargarán con las peores consecuencias. Ahora el
petróleo se ha convertido en una maldición para la mayoría de los Estados que
lo producen, exceptuando algunos casos como Noruega, Reino Unido y Estados
Unidos. En ese sentido, ¿quién y para qué está provocando la actual crisis del
petróleo? ¿Cuál será el futuro de los países árabes sin su líquido mágico por
excelencia? ¿Qué haremos con los regímenes que poseen las mayores reservas de
materias primas —incluyendo el depreciado oro negro— que, teniendo tantos
recursos, permiten que su pueblo muera de hambre?
El
petróleo ya se ha convertido en el elemento determinante de una nueva recesión
generalizada y en el quinto jinete del Apocalipsis que, con su caída de
precios, altera la estabilidad geoestratégica de diferentes partes del mundo.
Una de ellas es la región latinoamericana, porque hablar de América Latina es
hablar de materias primas y de petróleo. ¿Pero cuál podría ser el resultado
final de esta crisis para los países de la región? ¿Cuántos hospitales,
escuelas, autopistas y empleos tendrán que sacrificarse porque el oro negro
está perdiendo su valor?
En
lugares como Venezuela, ese combustible se ha convertido en una maldición
divina que no ha permitido la formación de un Estado. Y en otros casos, como
México, pese a la declaración histórica del presidente José López Portillo
(“con el petróleo tendremos que acostumbrarnos a administrar la abundancia”),
en realidad durante su mandato no se supo administrar la riqueza petrolera y se
toleró la corrupción. Y con la gesta nacionalista de otro mandatario, Lázaro
Cárdenas, el oro negro se convirtió en un lastre que evitó la modernización del
país: todo pasaba por la estatal Pemex y el crudo era el sostén de muchas
barbaridades producidas Administración tras Administración. Ahora, en estos
tiempos de catarsis que vivimos, Pemex ha anunciado un programa masivo de
recorte de personal que afectará a la economía formal e informal del país.
Además, el déficit del Estado mexicano se ha disparado con unas cantidades tan
exorbitantes que sólo la historia podría pagarlas.
Por su
parte, Venezuela que ya casi ha desaparecido de los mercados, tiene que lidiar,
además, con una tragedia de doble castigo: el precio de su petróleo y el
despilfarro —casi un crimen de Estado— que han perpetrado sus gobernantes
contra la riqueza nacional. Sin embargo, todo este panorama ya no sólo trastoca
las economías y el valor del dólar, sino que también profundiza la gran herida
infectada de América Latina y la lección pendiente de la desigualdad. Si el
barril de petróleo a 100 dólares era insuficiente para subvencionar los
programas sociales, imaginemos ahora qué significa que la principal fuente de
financiación de ese gasto social esté en caída libre.
El
petróleo que, durante muchos años, fue la estructura del mundo moderno ya es
objeto de reajuste en el mundo de la postrevolución tecnológica. Sin embargo,
todos los costos de este proceso los está pagando la fe colectiva ante la
ausencia de Gobiernos capaces de asumir las responsabilidades de sus sistemas
financieros.
Lo que
no debemos olvidar es que, en la primera crisis mundial del petróleo de 1973,
el crudo sirvió para que los llamados eurodólares fueran invertidos en
petrodólares, recuperados a través de la Operación Tormenta del Desierto
(1990-1991) desencadenada por EE UU tras la invasión de Kuwait por Sadam. Y
tampoco hay que dejar de lado todos los aspectos de este nuevo escenario. Por
un lado, el fin del mundo del petróleo desde Teherán hasta Riad, desde Quito
hasta el Distrito Federal. Por otro, la conversión del dólar en una súper
moneda. Y finalmente, la presencia del presidente de Rusia, Vladímir Putin,
ahogada en un mar de petróleo, mientras que las intenciones de Alemania y
Francia para enterrar al cadáver llamado austeridad cada vez cobran mayor
fuerza.
Y así
considerando todos estos elementos, que levanten la mano los menos favorecidos
de América Latina y del planeta entero para preguntar cómo será el nuevo mundo
que se está constituyendo y cuántas personas tendrán la posibilidad de vivir en
él.
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