Carlos F. Chamorro 01 de agosto de 2016
La
destitución ilegal de dieciséis diputados propietarios y doce suplentes electos
en 2011 por la alianza opositora del Partido Liberal Independiente (PLI),
representa el preámbulo del nuevo sistema político que pretende
institucionalizarse en las elecciones del seis de noviembre. Igual que el
somocismo con el Partido Liberal Nacionalista y su sistema de “minorías
congeladas”, el orteguismo está instituyendo su propia versión de un régimen de
partido hegemónico con el FSLN y su comparsa de colaboracionistas. Ambos
pertenecen a la misma raza “chupasangre” del erario público. La diferencia es
que la anterior dictadura dinástica solo podía recurrir al partido conservador
zancudo para aparentar la formalidad democrática electoral –el PLI histórico
nunca pactó con Somoza– en cambio, Ortega y el FSLN disponen de un amplio
abanico de micro partidos satélites: PLC, PLI, PC, APRE y varios más.
Esta
aparente ventaja significa únicamente que la corrupción pública y la
degeneración de la clase política ahora se han multiplicado. Lo cual,
paradójicamente, conspira contra la sobrevivencia del orteguismo, pues su
propia cúpula familiar, el entorno empresarial en que navega, y las
posibilidades de sostener y expandir su base social, dependen cada vez más de
un sistema que está podrido desde la raíz, al tener como sustento la corrupción
de la política.
Desde
el punto de vista formal, el orteguismo alega que no es un régimen de partido
único, pues además del FSLN existen otros diecisiete partidos que gozan de
personería jurídica. Sin embargo, anulados los derechos políticos democráticos
y sin oposición, no existe ningún vestigio de pluralismo como manda la
Constitución. Todos los liderazgos opositores auténticamente democráticos,
desde el centro izquierda al centro derecha, han sido decapitados sin ninguna
justificación legal, en un acto de represión por razones meramente políticas.
Al
Movimiento Renovador Sandinista le despojaron de su personería jurídica en
2008, mientras que al movimiento liberal que lidera Eduardo Montealegre le han
arrebatado dos veces la representación legal de su partido. Primero en 2008 al
despojarlo de la Alianza Liberal Nicaraguense (ALN) y en junio de este año, en
una doble venganza política, le cayó otra vez la guillotina al PLI, sin que
esto signifique el punto final de la ola persecutoria.
Estamos
pues ante un régimen autoritario que no tolera ninguna clase de competencia en los
espacios institucionales o autonomía en los poderes estado, y ante cualquier
protesta social o desafío político en los espacios públicos, recurre a la
represión paramilitar o policial. El monopolio de la política en las calles,
sin oposición, ha sido siempre uno de los pilares de la estabilidad
autoritaria, en la que se apoya la alianza económica con el gran capital.
No
obstante, a pesar de la aparente fortaleza del orteguismo en las elecciones de
noviembre, el tercer período consecutivo de Ortega se proyecta bajo el signo de
la incertidumbre. No solamente por los vientos económicos desfavorables y la
reducción de la cooperación venezolana que impactarán en los próximos años,
sino además porque bajo un régimen extremadamente personalista, la corrupción y
la represión tampoco ofrecen garantías permanentes de estabilidad.
El
emblemático caso de corrupción que involucra al gerente de la Empresa
Administradora de Aeropuertos Internacionales (EAAI), manejado por la
presidencia como un asunto “privado”, es un ejemplo de los nuevos tiempos que
se avecinan. A contrapelo de la retórica oficial que proclama la vocación del
régimen por los pobres, la corrupción y el derroche representan una enfermedad
que la cúpula gobernante y sus allegados ya no pueden ocultar, y más bien
agravan cuando pretendan administrar el escándalo público como un “asunto de
familia”.
¿Sobrevivirá
Ortega al desgaste de la corrupción desenfrenada, el zancudismo
institucionalizado, y el efecto nocivo del personalismo en la centralización
del poder, con más represión? La liquidación del pluralismo político al menos
sugiere que el régimen se está preparando para su mala hora.
El
Cosep ha hecho un diagnóstico correcto de la nueva situación que amenaza el
clima de negocios, advirtiendo que la ilegal destitución de los diputados
opositores afecta la democracia, el pluralismo y la división de poderes. Pero
la cúpula empresarial no se atreve a ponerle el cascabel al gato y se diluye en
un llamado para que los “actores políticos” contribuyan a la solución del
problema, evadiendo la responsabilidad de los grandes empresarios.
Como
aliados y beneficiarios del régimen corporativista de Ortega, los grandes
empresarios son también actores políticos desde el momento en que guardan
silencio ante la corrupción y la falta de transparencia pública. Y también
intervienen en política, cuando promueven campañas cívicas para promover el
voto, fingiendo demencia ante las flagrantes violaciones que se han perpetrado
contra el sistema democrático, cercenando el derecho de elegir en libertad. La
anulación definitiva del pluralismo político está colocando al empresariado
ante la encrucijada de mantener un silencio cómplice, o asumir el riesgo de
convertirse en un actor político democrático.
En las
elecciones del seis de noviembre, sin competencia y sin transparencia, no
estará en juego el poder del FSLN, pero si la legitimidad futura del régimen de
Ortega. Su único contendiente por ahora, mientras surgen los nuevos liderazgos
que pueden enarbolar una bandera de cambio, es que no hay por qué ni por quién
votar.
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