Por Humberto García Larralde,
11/01/2017
Toda dictadura tiene apoyo
militar. Nada nuevo bajo el sol. Eso nos enseña la historia latinoamericana.
Los militares invocan su misión de garantes de los intereses de la Nación para
“rescatarla” de su disolución en manos de políticos irresponsables y corruptos.
En su visión, ciertas libertades y reformas atentan contra los
"pilares" del orden social, en realidad, contra su estructura de
privilegios. Pero sabiendo que interrumpieron el hilo constitucional,
procuran dejar una impronta que los absuelva. En toda dictadura se roba, pero
se encubre dentro de un proyecto nacional que procura “dejarle algo” al país en
muestra que su administración, bajo mando militar, es siempre superior a la de
los civiles libertinos. Pérez Jiménez, bajo la consigna de Nuevo Ideal Nacional,
se propuso transformar el medio físico de Venezuela a través de la construcción
de grandes obras públicas. Se financió con el otorgamiento de más concesiones a
las petroleras y con el cierre del canal de Suez, que elevó momentáneamente los
precios del crudo en los mercados internacionales. Y, luego de huir despavorido
la mañana del 23 de enero en la “Vaca Sagrada” dejando en su apuro una maleta
llena de dinero, la gente terminó sólo recordando sus autopistas y teleféricos.
Lo singular del caso actual es
que no hay ningún interés ni intención por parte de esta dictadura de “dejar
algo” en procura de “justificar” ante los venezolanos o ante un juicio póstumo,
su pasantía por el poder. La bonanza petrolera que benefició a Chávez fue aún
mayor a la de Pérez Jiménez pero lo que hizo fue distribuirla entre los suyos.
Dejó pocas obras, muchas inconclusas, luego de “ordeñarlas” entre colaboradores
para sacarles los mayores proventos posibles. A esto el chavismo llamó
“socialismo”, palabra en desuso últimamente, por cierto: ¿no dice esto algo?
Expropió empresas y arrinconó al sector privado en general, pero no por
compromisos ideológicos, sino para incorporarlas en la vorágine expoliadora que
terminó caracterizando su mandato. Cierto, creó misiones para que este reparto
llegase a los sectores más deprimidos -con grandes filtraciones que terminaban
en manos de muchos de sus administradores y/o custodios-, pero hoy, con la
devastación que dejó su gestión y la casi desaparición del pote petrolero que
las alimentaba, de ellas queda muy poco. Hoy el venezolano sufre probablemente
las peores penurias desde que el petróleo se transformó en fuente principal de
ingresos del fisco, hace casi 100 años.
La terca, tenaz y obstinada
negativa de Maduro por enmendar las desastrosas políticas de su antecesor hace
patente que su preocupación no está en la suerte de la población sino en cómo
mantener, ante el rechazo mayoritario de los venezolanos, el régimen de
expoliación que constituye la razón de ser de los suyos. Para ello, y bajo
mandado de los Castro -uno de sus principales beneficiarios-, ha desarrollado
dos grandes estrategias. Una, la radicalización, con mayor represión y
persecución de dirigentes y personeros democráticos, y dos, la corrupción de
estamentos directivos de la Fuerza Armada -única institución que lo sostiene en
el poder-, haciéndoles partícipes del régimen de expoliación para que, en
condición de cómplices, se vean obligados a cerrar filas en torno suyo.
Conforme a la primera estrategia,
el lenguaje de Maduro se ha tornado cada vez más agresivo, insultante y
denigrante, subiendo los decibeles de la campaña de odios de su predecesor a
niveles aún más altos. Su absoluta falta de vergüenza para repetir las mentiras
más descaradas y los disparates más insólitos, revelan que el discurso
ideológico no es para convencer a indecisos y capturar más apoyo, sino para
radicalizar al grupo pequeño de venezolanos que todavía lo apoya. Su función es
convertirlos en fuerza de combate -violenta-, capaz de aplastar a sus contrincantes
cuando se les pida. De ahí, por ejemplo, las bandas fascistas autodenominadas
“colectivos”. Para provocar la confrontación, instiga a un tribunal supremo
abyecto para aprobar todo tipo de decisiones que desconozcan al Poder
Legislativo y, junto al CNE, se cierren las vías electorales para el ejercicio
de la soberanía popular. Maduro se prepara para la guerra -porque no concibe la
lucha política de otra manera-, galvanizando a los suyos hasta conformar una
secta de fanáticos refractarios a cualquier careo con la realidad. La única
verdad que reconocen es la construida con base al imaginario fascista. El país
ha caído en la insania, totalmente ajena al uso de la razón, como lo demuestra
la salvajada de algunos diputados oficialistas -¡entre ellos, la Primera Dama!-
en la toma de posesión de Julio Borges como Presidente de la Asamblea Nacional.
La segunda estrategia es aún más
decisiva. Ante la violación flagrante de la Constitución, Maduro y los cubanos
deben evitar que la Fuerza Armada tome en serio su rol de garante del Estado de
Derecho y obligue al gobierno a respetar las instituciones democráticas. Para
neutralizar tal posibilidad, el “socialismo” chavista ha procurado involucrar a
los militares en una batería amplia de mecanismos para expoliar la riqueza
social a través de controles de todo tipo, leyes y regulaciones punitivas y la
opacidad, discrecionalidad y no rendición de cuentas de sus actuaciones, que
ofrecen posibilidades inusitadas de lucro. Junto a fanáticos de la secta,
controlan la importación y distribución de alimentos, “custodian” todo lo que
pasa por las fronteras, extorsionan a empresas y confiscan sus productos, se
les entrega una “patente de corso” para intermediar en la explotación petrolera
y minera mediante la creación de la empresa Camimpeg y se les involucra en
irregularidades como el apoyo al tráfico de estupefacientes, según denuncias de
la DEA. El múltiplo entre el precio al que se consiguen muchos bienes y el
regulado, el diferencial entre el precio en el que se vende la gasolina en
Venezuela con el de los países vecinos y el abismo entre la cotización Dipro
del dólar y la de Dicom o, más aun, del mercado paralelo, dan una idea de las
inmensas oportunidades de “negocio” a través del arbitraje, la sobrefacturación
y el desvío de recursos, sin mencionar las contrataciones turbias del gobierno
y de empresas públicas.
Los cambios del gabinete
propuestos por Maduro son señal inequívoca de que no va a enmendar sus funestas
políticas. Y, como con ello se asegura el empeoramiento del padecimiento de los
venezolanos, habrá que arreciar la represión para arrancarles una porción
todavía mayor de una torta que se encoge y asegurar, así, el crecimiento de las
fortunas mal habidas de la oligarquía en el poder. Es esa la razón de colocar a
una de las figuras más radicales del fascismo criollo, Tarek Al Aissami, como
vicepresidente, y hacerlo acompañar de Hugbel Roa, Elías Jaua y joyas
similares.
Ofende la deplorable intervención
del general Padrino López reiterando su lealtad a un Presidente que ha
pisoteado a la Constitución y al pueblo. De que yo sepa, contra Padrino no
existen imputaciones serias sobre manejos turbios. No parecería ser, por ende,
cómplice interesado en el sostenimiento del sistema corrupto. Pero ello le da
un tono todavía más ominoso a su alocución, pues si no es doliente de este
esquema podrido, carente de toda viabilidad, ¿por qué pronunciarse de esta
manera? ¿Será que como figura de consenso de facciones en pugna dentro de la
Fuerza Armada desea evitar un desenlace que desestabilizaría la estructura de
mando interna? Sea como sea, el ministro de la Defensa no puede desconocer el
panorama de hambre, miseria, inseguridad y muerte que enluta hoy a Venezuela, y
tampoco que la principalísima responsabilidad de ello reside en los gobiernos
chavo-maduristas. Darle beligerancia a la idiotez de una “guerra económica” de
la que él ni nadie creen es prolongar innecesariamente, por mera maldad, el
sufrimiento de los venezolanos. Sostener a una oligarquía que hace de ella la
punta de lanza de su guerra contra el bienestar del pueblo es muestra de suma
crueldad.
Si bien el estamento militar
corrupto se aferra al poder porque las evidencias en su contra son demasiadas
para salir “lisos”, para el general Padrino el castigo será aún peor: ser señalado
por generaciones futuras, incluyendo hijos y nietos suyos, de haber optado
deliberadamente por el hambre de millones de compatriotas y la muerte evitable
de muchos de ellos, por no exigir el respeto a la Constitución. Así como deben
existir pocos padres dispuestos a hacer de sus hijos epónimos de Hitler, Pol
Pot o Mussolini, ¿Cómo habrán de recordarse los apellidos “Padrino López”?
¡Cómo alivia poder liberarse de
la conciencia, juez implacable ante el cual es imposible escabullirse!
Economista, profesor de la UCV
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