Por Lorenzo Figallo, 20/03/2017
En una calle de Caracas, en una de sus tantas esquinas, un señor muy
humilde prende un pequeño fogón temprano en la mañana. Sobre una mínima plancha
de hojalata hay tres formas redondas aplanadas hechas con masa. El fuego para
calentar sale de la leña encendida con palitos secos o ramitas de árboles los
cuales ha recogido de la acera y borde de la avenida.
Concentrado en su actividad cuece tres arepas que encontró en la parte
de afuera de un restaurante de la zona. Con el calor que produce la pequeña
fogata intenta darle a la preparación calor de hogar, sabor de familia, olor de
cocina casera. Es su comida del momento, quizás del día. No tiene para
rellenarlas, pero ellas así mismo satisfacen el estómago y cuerpo. Más adelante
se verá qué hacer con el hambre.
Su casa es el camino. Tiene como techo el amplio cielo del universo con
sus diferentes matices. Hoy es azul con nubes fugaces, pues hay para comer.
Normalmente, ese gran techo que cubre su vida toda es de color gris oscuro y
las noches no tienen estrellas resplandecientes, titilantes. Rodea el pequeño
espacio circunstancial que habita con cartón, como para ocultar la totalidad de
su intimidad tratando de tener en medio de la multitud un secreto para sí, algo
propio, cierto silencio imaginario que le produzca serenidad por un buen rato.
Su casa es ambulante, ahora queda en esta cuadra, mañana será un poco más allá.
El closet personal es un saco de lona raída, siempre lo lleva en su espalda, lo
acompaña. Allí va la poca ropa que posee, los recuerdos del andar, la memoria
del tiempo, historias, posiblemente alguna alegría, risa. También viajan
en ese bolso la esperanza y los sueños.
A pesar de estar muy cerca del palacio presidencial, desde sus
ventanales y entorno nadie lo observa, porque lamentablemente para el poder él
es invisible, no existe. Es uno de los pobres de mi tierra.
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