PEDRO GARCÍA OTERO 08 de agosto de 2017
Se
atribuye a Napoleón Bonaparte la frase, dicha un millón de veces después del
Tratado de Tilsit, de que “la victoria tiene cien padres, pero la derrota es
huérfana”.
No
pareciéramos, la mayoría de los venezolanos (y de los políticos venezolanos)
hechos de aquella madera de Winston Churchill, quien, tras la catastrófica, e
incluso vergonzosa, capitulación de Dunkerque en 1940 (una película, por
cierto, la recrea en estos días de manera excelente, para quienes quieran ir a
verla), señaló ante la Cámara de los Comunes, en aquel discurso histórico, que
el Imperio Británico lucharía
“en
Francia, en los mares y océanos, en el aire […] defenderemos nuestra isla, al
precio que sea […] jamás nos rendiremos, y aunque una parte de esta isla fuera
sometida, cosa que no creo, nuestro imperio, allende los mares, continuará su
lucha”.
No escribo para agradar
Sé que
este artículo me va a granjear no pocas enemistades. Estoy preparado para ello,
y digo más: me importa poco. Explicaré esto adelante. Pero hoy tengo que decir
que buena parte de la sociedad venezolana -lo señalo con conocimiento, incluso
con dolor-, ha sido condenada a un perpetuo infantilismo como consecuencia de
un siglo de renta petrolera.
Nos
caracterizan el inmediatismo, el voluntarismo, la simplificación y, sobre todo,
la búsqueda de culpables cuando las cosas no salen bien. Esto último creo que
no es solo venezolano, sino consustancial al ser humano, especialmente en
sociedades como las actuales, caracterizadas por la gratificación inmediata de
los impulsos.
Este
locus de control externo, como se define en psicología, de la mayoría (según
encuestas, 70 %) de los venezolanos, fue el que nos llevó de votar por Chávez
en 1998 (no hablo de mí, que jamás lo hice, sino de amplios sectores,
fundamentalmente de clase media) a esto que vivimos hoy, cuando el deporte de
moda (enlazo con la frase de Napoleón), es criticar a la Mesa de la Unidad
Democrática, y más que criticarla, desportillarla, con cualquier clase de
argumentos (magnificados por esa letrina pública que en ocasiones es Twitter),
para explicarnos a nosotros mismos por qué, a pesar de 100 días y 100 muertos,
el chavismo no solo sigue en el poder (gobernar es otra cosa), sino que mal que
bien, y aún en medio del aislamiento internacional y el interno (bástese ver
los lugares que Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino eligen para
sus alocuciones), logró instalar una Asamblea Nacional Constituyente que nos
lleva derecho a la tiranía, (enlazo a Churchill; si se lo permitimos): para
ello cuenta con la desmovilización del pueblo, anhela su autosometimiento.
Desde
el domingo 30, una parte del país anda haciendo maletas; otra, tratando de ver
cómo anima a todos los demás; y una tercera, anda culpando del fracaso a la
Mesa de la Unidad Democrática. Quiero advertir que quien diga que funjo como
vocero de la coalición, no me conoce: no formo parte de la MUD ni lo tengo en planes,
más que como votante (aunque un refrán muy certero es nunca digas nunca).
Jamás,
en 30 años de carrera como periodista, hice el menor esfuerzo por contemporizar
con posiciones más allá de aquellas a las que llegué luego de escuchar a mucha
gente y analizar los hechos. Jamás
contemporicé sino con la verdad, o en todo caso, con lo más parecido a la
verdad, eso que surge de la observación, el análisis, y como decía Habermas, la
objetivación de los juicios subjetivos.
Y hoy
hago lo mismo: mal que bien, con sus muchos errores, y sus no menos aciertos
(que la gente es muy injusta), la Mesa de la Unidad Democrática es la única
alternativa política real que hemos logrado construir al chavismo -pregúntenle
a un ecuatoriano, un boliviano o un nicaragüense si no querrían ver unidad
opositora en sus países-; además, contra un chavismo que, desde el día cero de
su poder, y armado -con las armas de verdad-verdad, con su violencia, con una
montaña de petrodólares, con el narcotráfico y con la mayor parte de los medios
de comunicación-, se propuso, insisto, desde el día cero, quedarse solo en el
tablero, gobernar en un país sin oposición.
Y
fueron esos dirigentes (varias generaciones de dirigentes), acompañados de una
parte del pueblo que jamás claudicó (y que se ha desgastado, pero sigue sin
hacerlo) quienes, permanentemente, le han puesto la mano en el pecho al
monstruo del autoritarismo, primero, y del totalitarismo, después, y lo han
obligado a frenarse en varias oportunidades, y en los últimos años (aunque no
lo parezca hoy), a retroceder aceleradamente.
El eterno retorno de la frivolidad
Hoy,
la frivolidad de moda, entonces (en realidad no es nueva, aparece cada cierto
tiempo, con cada desencanto), es destruir ese único constructo que hemos
logrado en dos décadas de pelear contra unos tipos sin ningún escrúpulo, y
dispuestos a matar: para “construir algo nuevo”, “algo no contaminado”, “algo
que no cohabite”, etc.
Son
los mismos, hay que decir, que no solo votaron por Chávez en 1998, sino que en
2005 (y hoy, pero esa es otra historia) pidieron abstenerse; los que los que
señalan que “con el chavismo no hay nada que negociar”, y cuando les pides que
razonen su respuesta, te dicen que ellos lo lograrán “con ideas” o “con la
calle”, sin explicarte jamás el cómo. Con un acto de voluntad, con la
desesperada confianza de los niños o los adolescentes, insisto.
Este
discurso, por cierto, encuentra eco en parte de la misma MUD, sobre todo entre
dirigentes que jamás han podido explicar cómo, teniendo recursos, acceso a
medios y hasta carisma, no logran juntar partidos que quepan en algo más grande
que una van. Es un discurso bastante mezquino, de zancadilla, hecho adrede para
ver si logran dejar de jugar banco y pasan a la alineación titular, pero qué
va… la gente sigue sin creerles.
Además,
el discurso olvida que gran parte de la dirigencia de la MUD es, justamente,
“lo nuevo”: son gente como Pizarro, Olivares, Guaidó, Mejía, Smolansky,
Guevara, Goicoechea. Muchachos que no llegan a los 30 años, que se hicieron en
la lucha estudiantil contra otra reforma constitucional (la de 2007), y a los
que veo cuando voy a las marchas, al frente, llevando gas, llevando golpes… no
han conocido otra cosa. Pudieran haberse casado, tener hijos, irse del país,
ser profesionales exitosos, o todas las anteriores, pero están ahí. Mientras
otros rumian sus frustraciones a través de las redes sociales.
Lo
mismo se puede decir de Julio Borges (víctima propiciatoria de las viudas del
30J), a quien he visto recibir golpes en media docena de ocasiones. Ojalá
muchos de los que truenan permanente por Twitter gritándole “vendido”, con su
furiosa actitud de vírgenes vestales, hubieran hecho lo mismo al menos la mitad
de esas veces.
O
Leopoldo López, quien lleva casi cuatro años preso y no llega a 50 años (¿él
también será “lo viejo”, me pregunto?). A él también lo critican porque “ya se
vendió”, porque de pronto el Gobierno lo envió al arresto domiciliario, o
porque él mandó a su esposa a Miami, actitud, por lo demás, muy humana:
proteger a sus seres queridos ante la eventualidad cierta de una guerra civil.
Apuntar para donde es
Viejos
son Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Delcy Rodríguez y su hermano (el alcalde
más incapaz que ha tenido Caracas, una ciudad con la desgracia de alcaldes
incapaces hasta la contumacia). Son lo más viejo de lo viejo, de los vicios
venezolanos: del militarismo, del comunismo, del fascismo. Son un batido de
ideas anacrónicas, mezclado, por cierto, con mucha corrupción, que también es
un fenómeno de vieja data en Venezuela.
Y son,
además, un grupo, como ya dije, contra el cual la lucha es algo novedoso, como
está también descubriendo apenas ahora la comunidad internacional, aunque aquí
lo sabemos al menos desde 2002: un grupo con tantas imbricaciones con el crimen
organizado que, prácticamente, la única manera de reducirlo será por la vía de
la justicia internacional.
Un
grupo que prefiere matar, o morir, que abandonar el poder. Un grupo al que no
le tiembla el pulso para la sangre, es más, que la anhela. Y que cuando no la
tiene, pues vive en estado de trampa permanente contra los demás.
Ese es
el enemigo. No los que luchan de este lado. Contra ellos luchamos: como decía
hoy Juan Andrés Mejía en un programa de radio,
“nosotros
no queremos pelear con los métodos del chavismo. Nuestros métodos son
democráticos. Nosotros no estamos dispuestos a matar”.
Yo me
quedo con eso. Es la mejor declaración de principios que un político puede
hacer, porque al fin y al cabo, la política se inventó para que los hombres no
se mataran entre sí. Una declaración de principios en la que yo me siento
reflejado. Allá los que se sientan reflejados en otras.
¿Qué
la MUD tiene errores? Por supuesto. A mí, en particular, me desespera su eterna
falta de plan B, cómo siempre parece sorprendida por las evidentes maldades de
sus rivales, las dudas que rodean todas sus decisiones (vacilaciones que
entiendo porque los consensos en coaliciones son difíciles), y, sobre todo,
sobre todo, después de que se fue Chúo Torrealba, me fastidia su falta de una
vocería capaz de enviar mensajes claros, sobre todo en momentos de crisis.
Me
choca que no suele dejarse aconsejar, sacudida por ese viejo vicio de la
desconfianza de los políticos venezolanos; me aturde el pescueceo de algunos
personajes, y cómo a veces, sus dirigentes se dejan guiar por Twitter, una
plataforma donde gana más el que más grita, normalmente.
Todo
eso me enerva, pero comprendo que la MUD es así porque está hecha, también, de
venezolanos. Como ya dije, nos cuesta planificar, se lo atribuimos todo a los
demás, y siempre esperamos que alguien se ocupe. Y como yo también me cuento
entre estos, le delego a ese grupo la responsabilidad de que me represente
políticamente. Soñar con políticos perfectos es pensamiento mágico, wishful
thinking, algo que también nos gusta mucho a los venezolanos. No tenemos a un
Churchill porque no somos ingleses.
Pero,
como también creo que por encima de todas esas cosas malas, los venezolanos
somos buenas personas (salvo los 200 tipos que nos tienen de rehenes), pienso
que la MUD está hecha de buenas personas. Y a lo mejor, como también soy
voluntarista (soy venezolano, pues), creo que a la larga, los buenos ganamos
siempre, o casi siempre. En esto tengo a la historia a mi favor. Los buenos
ganamos porque la ventaja moral es importante, y suma. El mal resta.
Al
final, Churchill, que vuelve a salirme de fantasma (soy un gran fanático de la
historia de la II Guerra Mundial), no se peleó con De Gaulle, con sus generales
ingleses, y se fue enfurruñado a Estados Unidos a seguir bebiendo su amado
whisky y fumándose sus amados habanos, refunfuñando porque todos “se vendieron”
menos él, para quedar bien consigo mismo. No hubiera sido consecuente con sus
70 años de lucha política. Se quedó, luchó y venció, y en el camino, negoció
hasta con un tipo como Stalin, en las antípodas de su pensamiento y de su
ética, pero menos malo que la alternativa, que era Hitler.
Una
palabra suya en estos días me encanta: “Prevaleceremos”, decía, en los momentos
más negros de la Batalla de Inglaterra. Eso es lo que nos falta a los
venezolanos: La seguridad de nuestra constancia, de nuestra convicción
democrática. Que el chavismo, y el mundo, entiendan, sin dudas, que jamás nos
rendiremos. Y que además, lo vamos a derrotar sin violencia, porque ese es el
objetivo supremo.
Creo
que si Maduro lo entiende (si se lo hacemos entender), coge el avión. Que está
mucho más débil de lo que pensamos en estas horas también muy oscuras, las más
oscuras de nuestra amada Patria.
Que
viva Venezuela.
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