Editorial ABC
El dictador venezolano,
Nicolás Maduro, ha logrado ocupar por la fuerza la sede de la Asamblea
Nacional. Es lo único que quería, aunque le haya costado un descrédito
internacional generalizado y una primera tanda de sanciones que lo ha puesto, y
con razón, en la misma lista en la que figuran los sátrapas y tiranos apestados
de todo el planeta. Incluso el Vaticano le pidió ayer que no diera un paso que
sume a Venezuela en la inseguridad jurídica más absoluta, porque hay dos
institucionalidades que se solapan, la del Parlamento legítimo -que Maduro no
quiso aceptar porque está dominado por la oposición- y la de la Constituyente
ilegítima, sostenida por la fuerza con el objetivo de liquidar toda la
estructura constitucional para consumar su proyecto totalitario.
Con este paso, Maduro ha roto
ya todos los puentes posibles para una solución negociada y se ha situado a sí
mismo en una posición sin salida. Los demócratas venezolanos, la inmensa
mayoría de la población, saben ya que no tienen más remedio que seguir luchando
para salvar sus vidas y su libertad, porque lo que Maduro pretende es
sencillamente afianzar su tiranía. Si lo logra, estarían en peligro incluso muchos
de los que hoy en día aún lo aplauden.
La situación económica del
país sigue degradándose: mientras Maduro maniobra para salvarse, el país camina
hacia la parálisis, hasta el punto de que los vecinos de Venezuela están
considerando ya el horizonte como una calamidad e incluso como una amenaza
cierta. No es razonable que haya gobiernos que duden sobre si las sanciones son
o no la respuesta adecuada mientras sigue habiendo venezolanos que se juegan la
vida defendiendo la libertad ante un dictador enloquecido y al que hay que
parar como sea.
05-08-17
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