Carlos A. Maslaton 20 de agosto de 2017
A
centímetros de la puerta de su espacioso estudio, donde abundan las estanterías
saturadas de volúmenes y las paredes con pinturas y afiches de sus libros
anteriores, el filósofo Tomás Abraham tiene un atril en el que están apilados
dos ejemplares de gran tamaño: cada uno reúne, respectivamente, los poemas
canciones de Leonard Cohen y Bob Dylan. Entonces, el anfitrión invita a
sentarse para hablar de su libro nuevo El deseo de revolución (Tusquets),
un recorrido por esa idea de cambio político radical que atravesó el corazón
del siglo XX, y lo hace revisitando las obras y posiciones de intelectuales
como Jean Paul Sartre, Albert Camus, Michel Foucault, Louis Althusser, Gilles
Deleuze, Raymond Aron, Merleau-Ponty, Marx, y los locales David Viñas, León
Rozitchner, Oscar del Barco, Oscar Masotta y Carlos Correas, entre otros;
también, abordando sucesos como el existencialismo bajo la ocupación nazi, el
Mayo francés, la Cuba de Fidel Castro o la Revolución islámica de Jomeini. Y
también se refiere a ese deseo desenterrado y reciclado en los años del
kirchnerismo.
–La
URSS derivó del proceso revolucionario a los campos de concentración y las
purgas y a su desintegración. Los valores de la Revolución francesa no parecen
tener gran vigencia hoy. Cuba replicó el modelo soviético, con atraso
económico, burocracia y poca tolerancia a la disidencia política. ¿Dónde sería
razonable depositar hoy el deseo de revolución?
–El
deseo de revolución no tenía tantos problemas como los que tiene hoy, porque
había un canal. Había referentes. El deseo tenía su objeto y su objetivo. Tenía
sus referentes históricos, filosóficos y políticos. Como referente filosófico,
el marxismo. Una concepción de la historia, el materialismo histórico, que es
la historia de la lucha de clases. Una verdad científica. Tenía un referente
histórico: había una patria del socialismo, que aplicaba cultural y
educativamente la filosofía marxista, que daba la verdad de la Historia, y que
era atacada por todos los frentes y que había que defender. Más allá de los
errores y excesos que pudiera tener, había que defenderla. Había referentes
políticos, que eran los partidos comunistas, las ideologías, China, movimientos
revolucionarios en todo el mundo. A ninguno de esos referentes hoy los podemos
nombrar. China es una plutocracia, que pertenece al capitalismo global como una
potencia de primera línea; la URSS es la Rusia de Vladimir Putin. De Cuba nos
preocupan más los disidentes que los descendientes de los barbudos de Sierra
Maestra. El deseo de revolución no tiene canal, ni lugar por dónde ir. La
palabra revolución implicaba una verdad. La revolución forma parte de una
filosofía y de una cultura, que nace en el siglo XIX, que pasa distintas
etapas, y que luego tiene una lectura de la Historia que es la del marxismo.
Cuando hablamos de revolución yo hablo de Karl Marx, que es el filósofo de la
revolución. No hablo de los indignados, de los que protestan. Hablo de una
revolución que tuvo una filosofía y que la mitad del planeta vivió
educativamente los aparatos escolares bajo esa filosofía. Y hay muchos que no
se dieron cuenta de lo que pasó en 1989. El deseo de revolución, como tal
insiste, y persiste. Qué letra le das es variado: le podes dar chavismo,
Primavera árabe, indignados en España, también kirchnerismo. Como si fuera una
sopa a la que le ponés distintas letras. Pero esas letras son un poco
voluntaristas, se disuelven y se secan rápidamente. Así que lo que me pregunto,
porque mi libro cierra con una frase de Sartre en la que el deseo de revolución
insiste, es si los deseos pueden cambiar, si puede haber otros.
–¿Puede
haberlo?
–El
deseo de revolución nos acompañó a mi generación y a otras también durante una
gran parte del siglo XX y del XXI. ¿Puede haber otro deseo? El de revolución
implicaba un cambio absoluto. Era otra humanidad. Era la propiedad colectiva de
los medios de producción, donde el dinero iba a desaparecer. Era la igualdad.
Era un hombre nuevo. Sartre decía que no iba a haber escasez. La abundancia de
los recursos permitiría que el egoísmo desapareciera porque iba a haber para
todos. Había una imagen paradisíaca.
–¿El
fracaso de ese afán revolucionario radicó en su condición idílica o en el peso
de los crímenes del comunismo, como se señala en el libro, tomando una frase de
Oscar del Barco, dicha en el marco de la polémica sobre la violencia armada de
los 70?
–Fracasa
porque imponer una verdad sólo se logra a través del terror, tanto en las
religiones como en la política. Hay una vanguardia iluminada, un pueblo
elegido, o como se llame, que tiene una verdad. La verdad mata. El
fundamentalismo islámico mata porque tiene una verdad. Cuando la política se
asocia con la verdad, mata. No hay verdad en política, el deseo no es relativo.
Si la palabra revolución, que implica todas estas verdades, ya no está,
entonces qué. Y no tengo la respuesta. Ahora me estoy preguntando sobre la
creatividad en política. Arte y ciencia tienen creatividad. ¿En política, la
hay? No hablo de un Galileo Galilei, pero las personalidades han contado en
política, a pesar de tener bases y fuerzas sociales, había cabezas. La
Revolución rusa fue una sorpresa: Lenin; la marcha de Mao, también; el New Deal
de Franklin Roosevelt; Gandhi en la India. Hay creatividad en política. Perón
en 1945 vio algo que nadie vio: ser secretario de Guerra y Radiodifusión es
creativo. Vio la fuerza de la propaganda. El pidió estar en radio. La
propaganda y la defensa. Armas y palabras. Frondizi, en 1959, vio algo pero era
muy débil, estaba solo. La palabra revolución fue muy usada en el relato en los
últimos quince años. Porque volvió la maravillosa juventud del 70. ¿Qué más
quería el poder que reivindicar esa simbología? Viví ese ambiente y conozco los
hechos.
–Michel
Foucault planteó que tal vez la idea de revolución era obsoleta. En tu libro
sostenés que “era un tipo que no se tragaba el sapo de la liberación”. ¿Esa es
la promesa de una libertad que no terminan cumpliendo?
–Foucault
ocupó el lugar de Sartre, pero en otro espacio. Le interesó el tema del poder,
fue un crítico del marxismo. Para pensar el poder, no le convencía el paradigma
de clase social, Estado e ideología. Ni la problemática de la conciencia. Tomó
por otro lado. Pensó por el lado de analizar prácticas y estrategias. Le
interesó el poder no en términos de clases, sino de los excluidos y empezó toda
una obra sobre los locos, siguió con una sobre los delincuentes, los anormales
y los perseguidos sexuales. Producido el Mayo del 68, se deja seducir por ese
movimiento, se ubica rápido en él y tiene un diálogo muy amistoso con los
maoístas, pero muy breve. De ninguna manera lo sedujeron “las utopías” de Mayo
del 68 pero sí la alegría y el ímpetu juvenil. Fue a contracorriente de ellas.
No creía en el pensamiento binario represión-liberación. Tenía otro
temperamento teórico, quería desentrañar los mecanismos de los poderes, sin el
ideal utópico de que puede haber una sociedad donde esto no exista. No es que
no creyera en la revolución, sino que no creía en el valor generalizador de la
revolución. Va a Irán como periodista del Corriere della Sera, y ve la
revolución islámica, en la que encuentra connotaciones de espiritualidad, y a
él le interesa ese tema. Una revolución que se hace en nombre de una fe, y no
de una doctrina de la Historia, atea, tradicional que era lo único que en
Europa había funcionado. En nombre de una fe, que en principio es el opio del
pueblo. Como el opio puede vincularse al martillo y la hoz le interesó
bastante, escribió y fue criticado por no haber visto lo que se venía después
con Jomeini. El de Foucault no es un temperamento ideológico-revolucionario, es
una búsqueda permanente, que puede ir del poder a la ética, de la ética al
saber, porque considera que el intelectual tiene que tener la sagacidad de ver
por dónde viene el peligro, y no de proponer las vías de la salvación.
–El
libro habla del ansia de revolución, pero es muy crítico con la juventud de los
70 que en la Argentina eligió las armas para acceder al poder.
–Esa
década inaugura una época que es trágica para el país. Es una historia
terrible, en la que se postuló como consigna que el poder estuviera en la punta
del fusil. No importa el resultado, hablo de la consigna. ¿Para qué? Para tomar
el poder. ¿Para qué? Por el socialismo nacional. ¿El pueblo argentino quería el
socialismo revolucionario? El foquismo, inspirado por Cuba, fue una de las
ideas que estaban en el ambiente, aunque no creo que fuera la de Montoneros. La
Argentina no era Cuba, no era un territorio con 80 por ciento de campesinos,
por lo que había que hacer la reforma agraria. Era una sociedad urbana, de
costumbres burguesas, cuyo peronismo nunca fue clasista, sino pluriclasista, de
una gran clase media y con la llegada de un Perón proscripto durante 17 años,
que se abraza con Balbín para ver si se podía componer una civilidad después de
tantos años de dictaduras militares. Sobre esa idea de la lucha armada, una
cosa es pensar la Historia, por qué se produjo eso, y otra muy distinta es
reivindicarla en el año 2004, o en 2010. Reivindicarla después de lo que pasó.
Porque indudablemente eso tenía un sesgo oportunista, de parte de Néstor
Kirchner y quienes lo rodeaban: Julio De Vido revolucionario; Alberto Fernández
revolucionario; Aníbal Fernández revolucionario; Cristina revolucionaria…
–Pero
esa idea ha tenido predicamento en la sociedad argentina, como si se hubiera
dado la ilusión de experimentar una segunda oportunidad de concretar la
revolución que la dictadura masacró. ¿Por qué ocurrió esto?
-Mi
generación tenía esa melancolía. Y creyeron que otra vez podían aparecer en
escena. Después de la dictadura militar, del alfonsinismo que era
socialdemócrata, del menemismo que era neoliberal. Era la posibilidad de volver
a figurar. Pero a ese deseo de revolución le faltaba el tipo de sociedad que
uno quiere y el análisis de la sociedad en la que uno está. Le faltaba todo.
Simplemente era una frivolidad aventurera, de la que conocemos mucho, en la que
se juega con la violencia, se hace grietas, se confrontan grupos con otros
grupos, de un modo inconciliable, se denuncia y se persigue, y eso no se sabe
en qué termina. Puede terminar en Venezuela, o en una elección perdida. Ese
relato puso en escena un discurso que produjo mucha muerte, y que se jugó con eso
buscando enemigos todo el tiempo. No terminó, pero de alguna manera se limitó y
se contuvo, por ahora, lo que no quiere decir que haya desaparecido, porque en
la medida en que una sociedad y una cultura estén entrampadas en un cepo,
estancadas y frustradas, ese discurso siempre puede reavivarse. Cuando hablo de
un deseo de revolución, no estoy diciendo del mantenimiento de las cosas tal
cual son, sino que cambien pero no en una dirección de muerte.
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