RAFAEL LUCIANI 05 de agosto de 2017
@rafluciani
Una de
las grandes victorias de la élite oficialista ha sido la de procurar que sus
adversarios no sólo sean excluidos y discriminados, sino que, ante todo, pierdan
la confianza en sí mismos, en el porvenir y en las posibilidades de un
cambio. La narrativa política opositora debe entender que para lograr un cambio
ha de recuperar la confianza en todos los que queremos un país
de bienestar y prosperidad para todos. Pero la confianza no se construye con el
mero llamado diario a acciones de protesta, a veces sin coordinación ni
disciplina, porque las armas sólo están de un lado y quienes pagan son tantos
jóvenes con sus propias vidas.
Parece
que olvidamos que la estrategia oficialista siempre se ha caracterizado por
minar la confianza y fomentar la desesperanza en quienes creemos y luchamos por
el bien común. Cuando caemos en este juego nos convertimos en
víctimas de la ideología oficialista. Como explica Bauman: «cuando falta la
confianza, se trazan fronteras, y cuando se siembra la sospecha, las fronteras
se fortifican con prejuicios mutuos y se reciclan en frentes de batalla. El
déficit de confianza lleva inevitablemente a un marchitamiento de la
comunicación; cuando se evita la comunicación y no hay interés en renovarla, la
“extrañeza” de los extraños no puede sino profundizarse y adquirir tonos cada
vez más oscuros y siniestros, lo cual a su vez los descalifica de forma aún más
radical como potenciales interlocutores en la negociación de un modo de
cohabitación seguro y agradable para ambas partes».
La
pérdida de confianza alimenta la polarización política e incrementa la
conflictividad social, genera miedo y ansiedad ante el futuro. Cuando no hay
confianza se pierden las utopías y, por tanto, gana el victimario quien tiene
el poder. Es hora de reconocer con responsabilidad que la alternativa que
ofrece la oposición democrática no logrará su objetivo si juega con la
confianza que la mayoría de la población ha puesto en ella. Y es que la
confianza no se construye con discursos diarios que aludan a promesas y
mensajes de cambio, sino con la credibilidad moral que se
expresa a través de palabras e imágenes consecuentes y sin engaños. La
credibilidad moral es tan frágil que basta una palabra o imagen deshonesta e
inconsecuente para que se derrumbe.
Disidencia
y alternancia política
El problema de Venezuela ya no es la polarización política ni la lucha de clases, como han querido hacer ver los pocos que aún apoyan al actual proceso oficialista. Tampoco lo es la guerra económica o la intervención extranjera. Estamos ante un proyecto político cuyo único fin es acabar con la disidencia y la alternancia política para quedarse con el poder para siempre, como lo han denunciado los obispos, los religiosos y religiosas de Venezuela y, especialmente, los jesuitas. En la voz de nuestra Iglesia resuenan las palabras de monseñor Romero: «no a la venganza, no a la lucha de clases, no a la violencia. Sólo uno que esté ciego no puede ver que en estas circunstancias de violencia y persecución, hemos estado con el que sufre, sea pobre o rico. No estamos, pues, por una clase social» (Homilía 08-05-1977).
Es
imperativo que la narrativa política democrática haga un esfuerzo mayor por no
perder la confianza de la población, que se eviten posiciones y proyectos
personalistas que caen en la trampa del juego oficialista. Por ello, más que
nunca urge la coherencia entre el discurso y la praxis política para que
la credibilidad moral de la oposición no se desvanezca. No
basta con generar esperanza, sino ante todo, confianza.
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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