Mibelis Acevedo D. 14 de noviembre de 2017
@Mibelis
Males
extirpados hace más de 60 años hoy cunden sin control
“Era
domingo, pero nadie pensaba en eso. Ninguna diferencia existía entre un martes
y un domingo para ellos. Ambos eran días para tiritar de fiebre, para mirarse
la úlcera, para escuchar frases aciagas: “la comadre Jacinta está con la
perniciosa”; “nació muerto el muchachito de Petra Matute”(…) Hacia delante no
esperaban sino la muerte, el gamelote del cementerio. Hacia atrás era
diferente. Los jóvenes de ojos hundidos y piernas llagadas envidiaban a los
viejos haber sido realmente jóvenes alguna vez”. El dolor prolijamente
desgranado por Miguel Otero Silva en “Casas muertas” flota a merced del
espíritu terminal de los hundimientos, el estupor por una ciudad-escombro
abatida por el paludismo, la tos ferina, la fiebre amarilla, que a contrapelo
de la flecha que señala al frente, en medio de las certezas de prosperidad
ajena y la nostalgia por el pasado, va disipándose en el famélico rebote del
presente.
Para
más absurdo, la Venezuela de la revolución “humanista” bulle en el eco de ese
Ortiz en agonía. Y peor, pues trasteamos con la culpa de haber estrujado un
barril a 100$ sin ninguna preocupación por procurar alguna base real de
desarrollo que mitigase los destrozos del derrumbe. Ni modo: mientras el rezago
persista, seguirán zumbando como señeros referentes las obras de los 40 años de
democracia, aquel afán por incorporar al país al río vivificante de la
modernidad, de erradicar las endemias (en 1962, incluso, la OMS otorgó a
Venezuela un reconocimiento por sus éxitos en el control de la malaria), de
construir una vasta red de hospitales y ambulatorios, de dotar de embalses y
sistemas de electrificación a todo el territorio nacional; la aspiración
descentralizadora del “Gran Viraje” que cobra cuerpo en 1989, cuando la acción
de gobiernos regionales electos por primera vez por el voto popular prometía
conjurar la atávica inequidad entre la capital y la provincia.
En
criminal contraste, y como apunta Rosa Estaba en su trabajo “La construcción de
un territorio”, Chávez incursionó en 1999 con una suerte de “populismo
geográfico revolucionario”, fechoría cimentada en su caprichosa exégesis de
la crisis gramsciana, la devastadora tesis de que para que termine de
nacer el Estado Socialista debe morir el Estado capitalista. Así, frente al
denostado esquema heredado de la colonia, opone una nueva forma de distribución
territorial del poder político, económico, social y militar que promueve, entre
otras cosas, “un desarrollo endógeno anti-urbano y primitivo, fundado en la
explotación de los recursos naturales y no en las actividades modernizantes
propias de la Sociedad del Conocimiento”, y la creación de una red de
ciudades comunales -el manoseado “Estado Comunal”- que sustituiría las
entidades federales históricas.
Aún
sin cuajar y a expensas del avieso interregno institucional, la sombra del
Estado comunal insiste en acecharnos desde los cortijos de la ANC. Pero no hay
duda de que el avance del gran plan -el del Socialismo del siglo XXI- ha dejado
su holladura en la progresiva desindustrialización, la quiebra de la
agricultura, el deterioro de servicios, la destrucción de la vialidad, la “carencia
de viviendas, escuelas y hospitales, ruina de las ciudades, exclusión
territorial y pobreza crítica y generalizada”, remata Estaba. El delirio
leninista-caribeño de destruir “la máquina” del Estado burgués, apoderarse de
ella, usarla “para liquidar toda explotación” y luego relegarla “a la
basura”, patina por enésima vez en la historia.
Para
muestra, un pavoroso botón: males extirpados hace más de 60 años hoy cunden sin
control. Sólo en el estado Bolívar se reportan hasta octubre 206.240 casos de
malaria, por ejemplo, y no hay garantías de sofocar el contagio por la escasez
de medicinas; según la Alianza Venezolana por la Salud, Venezuela exhibe los
peores indicadores de la enfermedad en Latinoamérica entre 2000-2016: aumento
de casos del 709%, aumento de 521% en muertes, aumento de 540% en incidencia
parasitaria anual. Es ese modelo caníbal que nos arrastra a los oscuros predios
de la barbarie ritornata, al infortunio de una sociedad
azotada por el letal escalofrío, la falta de pan, vacunas, luz o agua; al
mismísimo desamparo de Ortiz, otra vez triturados por la angurria de un
gobierno central que cree que con suspender la publicación de boletines
epidemiológicos logra preservar intacta la “virtud” de la revolución.
“Yo
no vi las casas, ni vi las ruinas. Yo sólo vi las llagas de los hombres”.
El tosco ultimátum de la muerte, la imagen del niño de panza hinchada y pies
deformes rogando por quinina en la bodega vacía, se hizo déjà vu imperdonable.
La acumulación de la tragedia atentando contra la piedad se une también al coro
de resultas. Es la peste, la peste que no llega sola, que arrasa hasta con la
ternura. Somos nuevo-viejo país azotado por los apetitos de otra camarilla,
pero eso no dice que no podamos enfrentarla y resurgir de los despojos, como
antes se hizo: sí, en ello hay que poner toda esperanza, por más que duela.
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