Por Mariano de Alba
La presión de una parte
considerable de la comunidad internacional por la resolución de la grave crisis
que vive Venezuela fue una de las realidades objetivas del año 2017. Por
primera vez puede hablarse de una consolidación de la atención internacional,
producto del agravamiento de la situación y su impacto en otros países.
Este año se caracterizó por
discusiones y acciones en organizaciones internacionales, el desconocimiento de
un buen número de países de la llamada “constituyente”, sanciones a
funcionarios y asociados, restricciones a la capacidad de endeudamiento del
Estado y PDVSA, la constitución de un grupo especial para monitorear la crisis
(Grupo de Lima), y el acompañamiento de cinco países a la negociación en
República Dominicana.
Las eventuales elecciones
presidenciales en 2018 pondrán a prueba la capacidad del hemisferio occidental
de presionar para asegurar la transparencia de unos comicios en donde estará en
juego la consolidación categórica del autoritarismo en Venezuela. En cualquier
caso, sin una dirigencia y ciudadanía opositora organizada alrededor una
estrategia precisa, la capacidad de influencia internacional seguirá siendo
limitada.
Un breve resumen del año 2017
El inicio del año estuvo
marcado por la incertidumbre generada por la toma de
posesión de Donald Trump. Gracias a la influencia de legisladores del Partido
Republicano, la crisis venezolana se convirtió en uno de los temas más
importantes de la política exterior del nuevo inquilino de la Casa Blanca.
La primera señal se vio en
febrero con la prohibición de entrada y congelación de activos Al
vicepresidente Tareck El Aissami y un empresario cercano por supuestos vínculos
con el narcotráfico. Las mismas medidas fueron sucesivamente replicadas contra
magistrados del Tribunal Supremo de Justicia,
rectores del Consejo Nacional Electoral y decenas de funcionarios del Estado
por la violación de las garantías democráticas. En el mes noviembre, ya eran más de 40 los
funcionarios sancionados. No obstante, fue en agosto cuando el gobierno
estadounidense impuso la medida que más ha complicado al régimen de Nicolás
Maduro, prohibiendo, con limitadas excepciones, la posibilidad de financiamiento al Estado venezolano o a
PDVSA.
En el campo diplomático, el
accionar estadounidense ha sido menos relevante, y el Secretario de Estado, Rex
Tillerson, no participó en ninguna instancia de la reunión de cancilleres de la OEA. La
falta de coordinación estrecha entre Estados Unidos y el resto de América
Latina se hizo patente cuando en agosto, Trump mencionó la posibilidad de una
respuesta militar, generando rechazo en la mayoría de los gobiernos de la
región. De tal manera que Estados Unidos ha optado por actuar aisladamente,
mientras el esfuerzo –de momento infructuoso– por una coordinación internacional
efectiva fue liderado por el Secretario General de la OEA, Luis Almagro.
Desde marzo, Almagro buscó dar
un impulso a la aplicación de la Carta Democrática Interamericana, recomendando que la presión se
volcara en la concreción de unas elecciones generales, la continuación de
sanciones, la liberación de los presos políticos y la apertura de un canal
humanitario. A pesar de la evidente ruptura del orden constitucional con las
sentencias del Tribunal Supremo de Justicia a finales de ese mismo mes, la
decisión de la mayoría de los países de la región fue optar por una vía más
diplomática, elevando la discusión a una reunión de cancilleres. Incluso ante esta
opción, el régimen de Maduro respondió abruptamente, anunciando que abandonaba la OEA. La reunión de
cancilleres –celebrada en medio de la ola de protestas que vivió el país
durante cuatro meses– fue incapaz de aprobar un documento, dejando en evidencia la división en la región
y la efectividad de la diplomacia oficialista en el Caribe.
Esta incapacidad para acordar
una respuesta mayoritaria a nivel de cancilleres terminó por paralizar a la
OEA. Una vez concretada la elección de la fraudulenta constituyente, la región
reaccionó de forma descoordinada. Sólo ocho países (entre los
que destacan China y Rusia) reconocieron los resultados de esa elección,
mientras que, dado el rechazo de Europa en pleno, 46 la desconocieron.
Días después, en Perú, surgió
el Grupo de Lima, compuesto por apenas 12
países de la región, instancia a la que no se ha sumado Estados Unidos o algún
otro país de la región. MERCOSUR, por su parte, terminó concretando la suspensión de Venezuela invocando la
ruptura del orden democrático. La Unión Europea, que siempre ha promovido una
solución negociada, en noviembre decidió optar por sanciones, imponiendo un embargo sobre la
venta de equipos militares, y acordando un marco legal que probablemente a
principios de 2018 le permitirá sancionar a altos funcionarios del régimen
venezolano. En la ONU, Estados Unidos trató de llevar en dos oportunidades la
crisis a la agenda del Consejo de Seguridad, algo que por ahora parece
muy poco probable salvo que Donald Trump logre convencer a Xi Jinping y a
Vladimir Putin.
Internacionalmente, el año
cierra con desconcierto ante las divisiones en la oposición, muy patentes luego
de las elecciones regionales y municipales. El acompañamiento internacional
–especialmente de Chile y México – en República Dominicana ha sido
relevante para aumentar las expectativas de un acuerdo negociado y diferir
temporalmente la imposición de medidas adicionales. Incluso, Estados Unidos
publicó un comunicado destacando
que las sanciones no tienen que ser permanentes y que para ser levantadas debe
concretarse un regreso a la democracia.
Da la impresión de que durante
los últimos días de 2017 habrá una especie de pausa, pero si la negociación
fracasa, es probable que veamos a una parte considerable de la comunidad
internacional buscando presionar de forma más activa. Al igual que en el ámbito
interno, la atención de muchos países del mundo comienza a estar centrada en
las elecciones presidenciales.
Las tareas pendientes de la
comunidad internacional
Si el deseo es que la
democracia regrese a Venezuela en el año 2018, un buen número de países deberá
ejercer un rol más diligente y ágil frente al que tuvieron este año. Incluso si
se llegara a concretar un acuerdo en República Dominicana, su implementación
sería bastante accidentada sin una presión continua. El gobierno ha logrado
establecer un sistema clientelar con fines electorales y controla férreamente
las instituciones del Estado. La dirigencia opositora se encuentra fragmentada
y no parece tener claro un plan de acción. Aun reconociendo las limitaciones
del ámbito internacional, son numerosas las tareas pendientes para el próximo
año, así como las lecciones a partir de 2017.
Presión sobre la
oposición. Sin una oposición que logre concretar un acuerdo para erigirse
como una alternativa real de cambio, será muy difícil que exista la presión
interna requerida para concretar el regreso a la democracia. Dado que diversos
países de la comunidad internacional se han erigido en aliados y cuentan con el
respeto de la mayoría de la dirigencia, estos deben recomendar enfáticamente
que se concrete un compromiso mínimo sobre cómo abordar la crisis y las
elecciones presidenciales. Los mecanismos y detalles deben ser decididos
internamente, y poco puede hacer la comunidad internacional si los actores
internos no ponen de su parte. Si persiste la descoordinación, será muy difícil
que la presión externa aumente. En cualquier caso, es dañino si la comunidad
internacional toma partido ante las diferencias internas opositoras. Los
dirigentes exiliados y la diáspora deben buscar coordinar y apoyar a los
actores internos, quienes son los que finalmente tienen la posibilidad real
para concretar un cambio.
Coordinación, mensaje y
consecuencias. Una de las áreas donde hará falta una mejoría sustancial con
respecto a lo visto en el 2017 será en la coordinación de los esfuerzos
internacionales. No hay razón de peso para que Latinoamérica, Estados Unidos y
la Unión Europea no puedan actuar mancomunadamente. El mensaje debe ser que es
inaceptable la deriva autoritaria del gobierno de Nicolás Maduro y en
consecuencia debe haber una restauración de las garantías democráticas. Aunque
esto es evidente, aún no ha sido transmitido de forma frontal y continua. Para
ello, bien haría un grupo amplio de países en apelar también al simbolismo,
buscando transmitir recurrentemente mensajes, incluso a través de reuniones
entre jefes de Estado o aprovechando la plataforma de alguna organización
internacional. A efectos internos, estas acciones son necesarias para demostrar
contundencia y generar esperanza en los venezolanos. Más allá del mensaje y las
advertencias (que ya tienen efectos prácticamente nulos sobre el gobierno
venezolano), lo crucial es que el mayor número de países demuestre que la
violación de las garantías democráticas tiene consecuencias. Si el régimen no
observa que su conducta autoritaria tiene implicaciones reales, difícilmente
cambiará su conducta.
Sanciones e incentivos. Uno de
los grandes errores del hemisferio occidental en 2017 fue el haber obviado las
incontables irregularidades e incluso instancias de fraude en las elecciones
regionales y municipales sin que se concretaran posteriormente sanciones
específicas a nivel internacional. Para las presidenciales, no sólo hay que
transmitir las condiciones electorales que deben estar presentes para que pueda
considerarse un reconocimiento de resultados, sino que también deberán
advertirse medidas adicionales que podrían tomarse si los comicios no se
efectúan con el debido respeto a las garantías democráticas. Ahora bien, aunque
puede ser difícil, la comunidad internacional debe también buscar un equilibrio
entre las sanciones y los incentivos, ya que la señal no debe ser que las
sanciones perdurarán hasta que haya un cambio de gobierno, sino que son
suficientemente flexibles para ser levantadas si hay un cambio de conducta. Una
implementación efectiva de este mensaje podría incluso lograr algunas fracturas
en la coalición de gobierno.
Preparación ante las
consecuencias de la crisis. Más allá de los efectos internos, la crisis
económica y social que seguirá enfrentando Venezuela en el año 2018, hace muy
probable que haya un aumento exponencial de sus efectos internacionales. Los
países deben evaluar y prepararse para una migración sin precedentes, el impago
de deuda y un incremento sostenido de la influencia y relevancia de países
como Rusia. La crisis venezolana ya se ha tornado
muy compleja y en la medida en que haya una mejor preparación para las
inevitables consecuencias que se sentirán en otros países, mayor será la
capacidad de coadyuvar al cambio de la grave situación interna.
Capacidad de
influencia. Naturalmente, en la medida que un sector de la comunidad
internacional ejerce presión y adopta sanciones, el régimen busca reducir su dependencia
y vínculos con esos países. Por ende, el paso del tiempo acrecienta una pérdida
de la capacidad de influencia sobre el gobierno venezolano. Es por esto que el
papel de la comunidad internacional ya no puede ser circunstancial, sino que
debe partir de una estrategia integral, incluyendo el rol específico que deben
jugar distintas organizaciones internacionales como Naciones Unidas. Por
ejemplo, la creación del Grupo de Lima no debe ser necesariamente
contradictoria con la existencia de la OEA, y los países deben retomar sus
esfuerzos en ese foro, el cual además tiene la capacidad técnica para responder
al escenario electoral. La dependencia todavía existe y el hemisferio
occidental debe aprovecharla, porque está disminuyendo.
Considerando la situación
interna, por ahora la presión internacional luce insuficiente. Está en el
interés de los países de la región y Europa redoblar sus esfuerzos. No será
fácil dado el ciclo electoral que vivirá la región y el clima de inestabilidad
que existe en otros países. Pero sin mayor presión, no sólo se consolidará una
nueva dictadura en América Latina, sino que los efectos y consecuencias de la
desgracia que vive Venezuela se sentirán con más fuerza en otras fronteras.
19-12-17
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