Editorial
Revista SIC 802
Marzo 2018
No ceder al síndrome de
seguridad
Una tarea impostergable hoy en
Venezuela es vencer el síndrome de seguridad que nos lleva a enfeudarnos a una
institución, a una persona o al Gobierno. Si lo hacemos, dejamos nuestra
responsabilidad, nuestra dignidad. Dejamos de ser personas: dejamos de poner
nuestra confianza en Dios y en los demás.
La tentación de asegurarnos
como sea deriva de la carencia de lo necesario, de un trabajo cualificado que
nos lo proporcione y de una seguridad vital mínima por la violencia impune, y
por la desesperanza de que la situación vaya a cambiar porque el Gobierno solo
se ocupa de mantenerse en el poder.
La falta de alimento o de
medicinas es lo más elemental. Pero la falta de seguridad es lo más básico
porque no mira solo al hoy, sino a no tener que estar pensando siempre cómo
satisfacer lo más elemental. Por eso a la larga lo que se busca es cómo tener
una seguridad básica. Sabiendo que tenemos que morir, que nuestra vida no está
en definitiva en nuestras manos.
Hay que decir que Dios quiere
que haya seguridad básica. Por eso cuando no existe, es que vivimos en una
situación de pecado: la causada por quienes, para disfrutar seguros de su
dinero y de su poder, sacrifican a los demás.
La pregunta es cómo quiere
Dios que vivamos humanamente en una situación de pecado.
Enfeudarse al Gobierno
Una tentación es enfeudarse al
Gobierno dictatorial, que da un mínimo de seguridad a cambio de sumisión. Si se
es empresario, la tentación es aceptar sus condiciones y sumarse a lo que él
llama empresarios patriotas. Si es profesional, aceptar un empleo
comprometiéndose a colaborar con él. Si es del pueblo, adquirir el carnet de la
patria y aceptar sus dádivas a cambio de seguir sus dictados.
No estamos en contra de que se
trabaje con el Estado ni de que se saque un carnet para recibir lo
indispensable. Lo que nos parece inaceptable es seguir sus dictados. No es
fácil estar en un ministerio para cumplir profesionalmente, aunque si uno es
muy competente, tal vez lo acepten porque lo necesitan.
Tiene sentido que si el pueblo
no puede ganarse la vida en empleos productivos porque el Estado no cumple con
su obligación, reciba lo que le da el Gobierno, pero sin dependencia, porque es
un triste sustituto de lo que, aunque tiene obligación, no hace. El problema es
cuando abdica la dirección de su vida y acepta que el Gobierno la dirija.
Enfeudarse a una institución
Otros no tienen ninguna
tentación de enfeudarse al Gobierno porque están enfeudados a una institución
solvente. Puede ser una gran empresa o una institución reconocida, que incluso
paga en dólares a sus empleados de confianza o por pertenecer a una familia que
todavía mantiene reservas. Estas personas pueden alegar que no están enfeudadas
porque se sienten identificadas con dicha institución y comparten su misión.
Puede ser que así sea. De
todos modos, la pregunta es si viven vitalmente apoyadas en la vida que les da
esa misión o si de hecho se apoyan en la seguridad institucional. Si es lo
segundo, también es cierto que basan su vida en lo que puede dar sensación de
seguridad, pero no da humanidad. Esta distinción no es una sutileza.
Si una persona vive en una
misión valiosa que llena su vida, la alegría de fondo que le da ese desempeño,
por los encuentros humanizadores y el bien que aporta a su sociedad, se
convierte en la fuente de su vida y por eso puede soportar privaciones y la
dosis de inseguridad de no ser bien visto por el Gobierno, que puede descargar
en él su malquerencia por ayudar a crear sujetos autónomos y solidarios.
En cambio, si reacciona
automáticamente ante lo que pueda poner en peligro su seguridad, es que la
misión no es la entrega de sí mismo a los demás, que le da la alegría de fondo
de la que vive.
Así pues, la pegunta no vale
solo para los que se enfeudan al Gobierno. En la situación de inseguridad en la
que nos encontramos, vale para todos. Todos tenemos que hacer esa opción y de
hecho, nos lo digamos o no a nosotros, todos la hacemos.
La pregunta de fondo
Así, después de vencer la
tentación de sacrificar la congruencia vital, la dignidad, para lograr la
satisfacción de las necesidades más elementales, tenemos que vencer la
tentación de enfeudarnos al Gobierno para no sentirnos desamparados.
Tan difícil como vivir con
hambre es vivir sin seguridad vital, en el desamparo, a merced de cualquier
arbitrariedad, sin cauces estables protegidos por la ley, que alimenten una
vida fecunda.
En definitiva la pregunta es
si la seguridad es lo primordial y por eso es lo que aseguro de modo absoluto,
o si hay cosas más importantes y la seguridad viene después y por eso puede
arriesgarse.
La manera más elemental de
arriesgar mi seguridad es compartir lo poco que tengo con el que tiene más
necesidad. Correspondientemente la manera más elemental de afincarse en la
propia seguridad es no compartir, alegando que antes es mi vida que la suya.
No dar en esa circunstancia es
definirse como individuo y negar la condición de persona, que se define por la
respectividad horizontal y gratuita.
¿Lo absoluto es la seguridad o
la confianza?
Para los cristianos es la
advertencia que hizo Jesús a los que lo seguían: el que no esté dispuesto a
llevar la cruz, es decir a que la muerte violenta pueda ser el desenlace de su
vida, no puede ser mi discípulo. El que coloca su seguridad vital por encima
del seguimiento, que no empiece a seguirme. Lo mismo dirá respecto de las
riquezas: el que las tenga como algo intocable, que no empiece a seguirme. En
el fondo es lo mismo de por qué la solvencia económica estable es lo que da
seguridad.
Por eso es tan crucial la
pregunta de cómo encontrar motivación y fuerza para vivir sin abdicar mi
responsabilidad personal, que conlleva la responsabilidad con los míos: mi
familia, mi comunidad de trabajo, mi comunidad cristiana, mis vecinos, mis
amigos, mi país, la humanidad de la que formo parte.
Jesús advirtió a sus
discípulos: “¿De qué le sirve ganar el mundo entero, si se malogra a sí mismo?”
(Lc 9,25). El precio de buscar por todos los medios vivir con una seguridad
básica es para Jesús un precio que no deberíamos pagar por nada del mundo.
Así pues, esta situación vital
origina una tentación gravísima: la de perder el alma a cambio de seguridad.
Dios quiere seguridad básica para todos. Cuando en un país o en una coyuntura
esa seguridad falta para bastantes, se vive en una situación de pecado.
El problema es cómo vivirla.
Él no quiere que cada quien se las arregle como pueda y se dé la lucha de todos
contra todos para que prevalezcan los que tienen menos escrúpulos y más
ventajas adquiridas, y los demás vivan en el desamparo absoluto, ni tampoco
quiere que nos refugiemos en una institución o en una persona y vivamos
apoyados en la seguridad que nos brinda.
Quiere que vivamos como hijos
y como hermanos: ejercitando al máximo la confianza filial en Dios y la
disponibilidad para lo que quiera, y la convivialidad para apoyarnos mutuamente
y apoyar al que más necesita, ejercitando las relaciones que nos convierten en
personas, que es la vida eterna ya, en estos cuerpos mortales.
Es bueno tener seguridad
básica y Papadios quiere que la tengamos y establecerla es el mínimo del bien
común al que toda sociedad debe tender resueltamente. Pero más quiere que
nuestra vida nazca de relaciones personalizadoras, de las que no podemos
excluir a nadie y que están basadas en la relación aceptada de Papadios con
nosotros. Si las vivimos a fondo, podremos arriesgar nuestra seguridad.
19-03-18
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