Francisco Fernández-Carvajal 08 de octubre de 2018
— Los
quehaceres de la vida corriente, medio y ocasión para encontrar a Dios.
—
Unidad de vida.
— Solo
una cosa es necesaria, la santidad personal.
I. Refiere
San Lucas en su Evangelio que Jesús marchaba hacia Jerusalén, y unos pocos
kilómetros antes de llegar a la ciudad entró a descansar en casa de unos amigos
en la pequeña localidad de Betania1.
Son tres hermanos –Lázaro, Marta y María– a los que Jesús mostró un particular
aprecio, como podemos leer en otros lugares del Evangelio2.
El Maestro se siente bien en aquel hogar, rodeado de amigos. Marta se dispuso a
dar algún refrigerio a Jesús y a sus acompañantes, cansados después de una
larga andadura por caminos duros y polvorientos. Por eso, se afanaba en
los múltiples quehaceres de la casa. Su hermana María, sentada a
los pies del Señor, escuchaba sus palabras.
Durante
mucho tiempo se ha considerado a Marta como figura e imagen de la vida activa,
mientras que María ha sido el símbolo de la contemplativa. Sin
embargo, para la mayoría de los cristianos que han de santificarse en medio de
las tareas seculares, no pueden considerarse como dos modos contrapuestos de
vivir el cristianismo. En primer lugar, porque no tendría sentido una vida de
trabajo, metida en los negocios, en el estudio, o preocupada de los problemas
del hogar, que se olvide de Dios; por otro, porque habría serios motivos para
dudar de la sinceridad de una vida de oración que no se manifestara en una
caridad más fina, en un trabajo mejor realizado, en una amistad leal. El
trabajo, el estudio, los problemas que se presentan en una vida normal, lejos
de ser obstáculos, han de ser medio y ocasión de un trato afectuoso con Nuestro
Señor3. «En esta tierra, la contemplación de las realidades
sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo
como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una
incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble
vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se fundan y
compenetran todas nuestras acciones (...). Seamos almas contemplativas, con un
diálogo constante, tratando al Señor a todas horas; desde el primer pensamiento
del día al último de la noche, poniendo de continuo nuestro corazón en
Jesucristo Señor Nuestro, llegando a Él por Nuestra Madre Santa María y, por
Él, al Padre y al Espíritu Santo»4.
El
quehacer profesional, las dificultades corrientes que lleva consigo toda
existencia, las ilusiones nobles, las preocupaciones... han de alimentar
nuestra conversación diaria con Jesús. Si no fuera así, ¿de qué hablaríamos con
Él? Aquellos amigos de Betania, como también hacían los Apóstoles, le contaban
al Maestro las pequeñas incidencias de su vivir diario, le preguntaban lo que
no entendían. Alguno de estos diálogos de Jesús con sus más íntimos ha quedado
plasmado en el Evangelio: Maestro -le dicen los Apóstoles en
una ocasión-, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y se
lo hemos prohibido porque no es de nuestro grupo...Otras veces le confiesan
sencillamente sus inquietudes: Mira, nosotros lo hemos dejado todo y te
hemos seguido, ¿qué será de nosotros?... Su vida misma era el tema de
conversación con Jesús. Así hemos de hacer nosotros.
A la
vez, la oración ha de enriquecer todas las circunstancias por las que hemos de
pasar. Cerca de Jesús aprenderemos a ser mejores amigos de nuestros amigos, a
vivir con plenitud la justicia y la lealtad en la tarea profesional, a ser más
humanos, a permanecer abiertos y disponibles para atender las necesidades de
otros.
II. Es
muy posible que Marta, ante la urgencia y el aumento del trabajo doméstico,
prestara mayor atención y estuviera más preocupada de sus quehaceres que del
Señor mismo. Además, parece como si María, sentada a los pies de Jesús, le
quitara la paz. Por eso, poniéndose delante dijo: Señor, ¿nada te
importa que mi hermana me deje sola en el trabajo de la casa? Dile, pues, que
me ayude. Podemos imaginar fácilmente al Maestro dirigiéndole esta
afectuosa reconvención: Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas
por muchas cosas. En verdad una sola cosa es necesaria. Solo una es
necesaria: el amor a Dios, la santidad personal. Cuando Cristo es el objetivo
de nuestra vida las veinticuatro horas del día, trabajamos más y mejor. Este es
el hilo fuerte –como en un collar de perlas finas– que une todas las obras del
día; así evitamos la doble vida: una para Dios y otra dedicada a
las tareas en medio del mundo: a los negocios, a la política, al descanso...
En la
existencia del cristiano, enseña el Papa Juan Pablo II, «no puede haber dos
vidas paralelas: por una parte, la denominada vida espiritual, con
sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida secular,
es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del
compromiso político y de la cultura. El sarmiento arraigado en la vid que es
Cristo, da fruto en cada sector de su actividad y de su existencia. En efecto,
todos los distintos campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que
los quiere como el lugar histórico del revelarse y realizarse
de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos.
Toda actividad, toda situación, todo esfuerzo concreto –como por ejemplo, la
competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a
la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la
propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura– son ocasiones providenciales
para “un ejercicio continuo de la fe, de la esperanza y de la caridad” (Apostolicam
actuositatem, 4)»5.
El
acontecer diario, la intensidad del trabajo, el cansancio, las relaciones con
los demás, son circunstancias que se presentan para ejercitar no solo las
virtudes humanas, sino también las sobrenaturales. A Jesús le tenemos muy cerca
de nosotros, como Marta. Nos acompaña en el hogar, en la oficina, en el
laboratorio, cuando vamos por la calle. No dejemos de referir a Él todo lo que
sucede a lo largo de la jornada. Porque entonces, metidos de lleno en los
diferentes quehaceres que nos ocupan durante todo el día, sabremos decir, con
palabras de un Salmo que hoy se reza en la Liturgia de las Horas:
¡Cuánto amo tu voluntad!: todo el día la estoy meditando; tu mandato me hace
más sabio que mis enemigos, siempre me acompaña; soy más docto que todos mis
maestros porque medito tus preceptos6.
III. Solo
una cosa es necesaria: la amistad creciente con el Señor. «Este debe ser el
objetivo y el designio constante de nuestro corazón... Todo lo que le aparte de
esto, por grande que pueda parecernos, ha de tener un lugar secundario o, por
mejor decir, el último de todos. Inclusive debemos considerarlo como un daño
positivo»7, un gran mal. El mayor bien que podemos prestar a la familia,
al trabajo, a nuestros amigos..., a la sociedad, es el cuidado de esos medios
que nos unen al Señor: la presencia de Dios durante el día, el empeño en la
oración diaria, la Confesión frecuente llena de contrición... El mayor mal, el
descuido de estos medios que nos acercan a Jesús. Esto puede suceder por
desorden, por tibieza, incluso por una aparente eficacia mayor en otras
actividades que pueden presentarse como más urgentes o importantes. San Ignacio
de Antioquía escribía a San Policarpo que hemos de desear esta amistad con Dios
«de la misma forma que el piloto anhela vientos favorables y el marinero
sorprendido por la tempestad suspira por el puerto»8.
El
trato sincero con el Señor enriquece todas las demás actividades, de la misma
manera que la pobreza interior se refleja también en todo aquello que
realizamos. Cuando veamos que la multiplicidad de quehaceres tiende a ahogar
estos tiempos que dedicamos especialmente al Señor, hemos de oír en la
intimidad de nuestra alma que, como a Marta, el Señor nos dice: una
sola cosa es necesaria. La búsqueda de la santidad es lo primero que se
debe intentar en esta vida, lo que ha de estar siempre en primer lugar. Buscad,
pues, primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por
añadidura9, anunció en otra ocasión el Maestro.
«Agradece
al Señor el enorme bien que te ha otorgado, al hacerte comprender que “solo una
cosa es necesaria”. —Y, junto a la gratitud, que no falte a diario tu súplica,
por los que aun no le conocen o no le han entendido»10.
¡Qué alegría tan grande poder tener siempre presente que el gran objetivo de
nuestra vida es crecer en amor a Jesucristo! ¡Qué gozo poder comunicarlo a
muchos! Pidamos a Nuestra Señora que no perdamos nunca de vista al Señor
mientras procuramos llevar a cabo con perfección, acabadamente, nuestras tareas
profesionales.
1 Lc 10,
38-42. —
2 Cfr. Jn 11,
1-45; 12, 1-9. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, in loc.
—
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 126. —
5 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988,
59. —
6 Liturgia
de las Horas, Hora intermedia. Sal 119, 97-99. —
7 Casiano, Colaciones,
1. —
8 San
Ignacio de Antioquía, Epístola a San Policarpo. —
9 Mt 6,
33. —
10 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 454.
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