Francisco Fernández-Carvajal 05 de octubre de 2018
—
Abiertos a la alegría.
— La
esencia de la alegría. Dónde encontrarla.
—
Santa María, Causa de nuestra alegría.
I. El
Evangelio de la Misa1 resalta
la alegría de los setenta y dos discípulos, cuando vuelven de predicar por
todas partes la llegada del Reino de Dios. Con toda sencillez le dicen a
Jesús: hasta los demonios se nos someten en tu nombre. El Maestro
participa también de este gozo: Veía a Satanás caer como un rayo.
Pero a continuación les advierte: Mirad: os he dado potestad para
pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará
daño. Sin embargo -les previene-, no estéis alegres porque se
os someten los espíritus; estad contentos porque vuestras nombres están
escritos en el Cielo.
Jesús
pronunciaría estas palabras lleno de un gozo radiante, comunicativo, externo.
Enseguida estalló en un canto de júbilo y de agradecimiento: En aquel
mismo momento se llenó de gozo del Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre,
Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y
prudentes y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu
beneplácito.
Los
discípulos recordarían siempre aquel momento con todas las circunstancias que
lo rodearon: sus confidencias al Maestro, relatándole sus primeras experiencias
apostólicas; su dicha al sentirse instrumentos del Salvador; el rostro
resplandeciente de Jesús; su canto de júbilo y de agradecimiento a su Padre
celestial... y aquellas palabras inolvidables: alegraos porque vuestros
nombres están escritos en el Cielo. La esperanza de la bienaventuranza, el
permanecer siempre junto a Dios, es la fuente inagotable de la alegría. Al
entrar en la gloria eterna, si somos fieles, escucharemos de boca de Jesús
estas inefables palabras: entra en el gozo de tu Señor2.
Aquí
en la tierra, cada paso que damos hacia Cristo nos acerca a la felicidad
verdadera. No hay felicidad estable fuera de Dios. Y, a la vez, el gozo del
cristiano presupone el esfuerzo paciente para reconocer las alegrías
naturales, sencillas, que el Señor pone en nuestro camino: «la alegría de
la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la
alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces
austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la
alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la
alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas,
sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre
capaz de alegrías naturales»3.
Muchas veces, el Señor se sirvió de estos gozos de la vida corriente para
anunciar las maravillas del Reino: la alegría del sembrador y del segador; la
del hombre que halla el tesoro escondido; la del pastor que encuentra una oveja
perdida; el gozo de los invitados a un banquete; el júbilo de las bodas; el
profundo gozo del padre que recibe a su hijo; el de una mujer que acaba de dar
a luz a un niño...
El
discípulo de Cristo no es un hombre «desencarnado», distanciado de lo humano,
como no lo fue el Maestro. Nuestros amigos, quienes conviven con nosotros, nos
han de notar cada vez más abiertos, con más capacidad para hacernos cargo de
esas pequeñas alegrías nobles y limpias que Dios pone en nuestro camino para
hacerlo más suave. Esta disposición estable supondrá en muchos momentos
sacrificio y mortificación para vencer otros estados de ánimo o el cansancio.
II. La
alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto4.
Cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría. Dios es amor5,
enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la
santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el
discípulo de Cristo es un hombre, una mujer, alegre, aun en medio de las mayores
contrariedades. En él se cumplen a la perfección las palabras del
Maestro: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar6.
En muchas ocasiones se ha escrito con verdad que «un santo triste es un triste
santo», Quizá sea la alegría lo que distingue las virtudes verdaderas de las
falsas, que solo tienen el aspecto o la apariencia de virtud.
Cuando
en el primer Mandamiento nos exige el Señor que le amemos con todo el corazón,
con toda el alma y con todo nuestro ser... nos está llamando al gozo y a la
felicidad. Él mismo se nos entrega: Si alguno me ama, guardará mi
palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada7.
A la vez, sin la alegría que este Mandamiento provoca, todos los demás son a la
larga difíciles o imposibles de cumplir8.
En el
campo de las realidades humanas, el Señor nos pide ese pequeño esfuerzo para
desechar un gesto adusto o evitar una palabra destemplada cuando quizá estamos
cansados o con menos fuerzas para sonreír, pero «la alegría humana no puede
mandarse. La alegría es fruto del amor, y no a todo el mundo se le otorga un
amor humano capaz de mantener una alegría permanente. Y no solamente esto, sino
que, por su naturaleza, el amor humano es con mayor frecuencia fuente de
tristeza que de alegría (...). Pero en el campo cristiano no sucede así. Un
cristiano que no ame a Dios es inexcusable, y un cristiano al que no brinde
alegría el amor de Dios es que no ha comprendido lo que el amor le da. Para un
cristiano la alegría es algo natural porque es propiedad esencial de la más
importante virtud del cristianismo, es decir, del amor. Entre la vida cristiana
y la alegría hay una necesaria relación de esencia»9.
También suele existir idéntica relación entre tristeza y tibieza, entre
tristeza y egoísmo, entre tristeza y soledad.
La
alegría se aumenta, o se recupera si se hubiera perdido, con la oración
verdadera, cara a cara con Jesús, «sin anonimato»; con la sinceridad; con la
entrega a los demás, sin esperar recompensa; y mediante la Confesión frecuente,
que «sigue siendo una fuente privilegiada de santidad y de paz»10.
En resumen, «la condición del gozo auténtico es siempre la misma: que queramos
vivir para Dios y, por Dios, para los demás. Digámosle al Señor que sí, que
queremos, que no deseamos más que servir con alegría. Si procuráis comportaros
así, vuestra paz interior y vuestra sonrisa, vuestro garbo y buen humor, serán
luz poderosa de la que Dios se servirá para atraer a muchas almas hacia Él. Dad
testimonio de la alegría cristiana, descubrid a cuantos os rodean cuál es
vuestro secreto: estáis alegres porque sois hijos de Dios, porque le tratáis,
porque lucháis por ser mejores y por ayudar a los demás y porque cuando se
quiebra el gozo de vuestra alma acudís con prontitud al Sacramento de la
alegría, en el que recuperáis el sentido de vuestra fraternidad con todos los
hombres»11.
III.
Desde hace veinte siglos la fuente de la alegría no ha cesado de manar en la
Iglesia. Llegó con Jesús y la dejó a su Cuerpo Místico, En este tiempo, las
criaturas más alegres han sido las que han estado más cerca de Jesús. Por eso
no habrá nunca nadie más alegre que María, la Madre de Jesús, y Madre nuestra.
Si Ella es la llena de gracia12 –llena
de Dios–, es también la que posee la plenitud de la alegría. Estar cerca de la
Virgen es vivir dichoso. Lo mismo que desborda su gracia, lleva su alegría a
todas partes. «¿Qué tendrán la voz y las palabras de María que generan una
felicidad siempre nueva? Son como una música divina que penetra hasta lo más
hondo del alma llenándola de paz y de amor. Cuantas veces rezamos el Santo
Rosario la llamamos Causa de nuestra alegría. Y lo es porque es
portadora de Dios. Hija de Dios Padre, es portadora de la ternura infinita de
Dios Padre. Madre de Dios Hijo, es portadora del Amor hasta la muerte de Dios
Hijo. Esposa de Dios Espíritu Santo, es portadora del fuego y del gozo del
Espíritu Santo. A su paso el ambiente se transforma: la tristeza se disipa; las
tinieblas ceden el paso a la luz; la esperanza y el amor se encienden... ¡No es
lo mismo estar con la Virgen que sin Ella! No es lo mismo, no, rezar el Rosario
que no rezarlo...»13.
Procuremos esmerarnos en rezarlo bien en este mes de octubre en que la Iglesia
nos mueve a ir especialmente a Nuestra Madre del Cielo a través de esta
devoción mariana. Procuremos poner santas intenciones al rezarlo en este sábado
en el que, como tantos cristianos, procuramos tenerla más presente y ofrecer en
su honor alguna pequeña mortificación. Pidámosle hoy que con nuestra alegría
sepamos llevar a Dios a nuestros amigos, a los parientes. Ella, Causa
de nuestra alegría, nos recordará siempre que dar alegría y paz –el gaudium
cum pace, que jamás debemos perder– es una de las mayores muestras de
caridad, el tesoro más valioso que tenemos, y muchas veces nuestra primera
obligación en un mundo frecuentemente triste porque busca la felicidad donde no
está.
1 Lc 10, 17-24. —
2 Mt 25, 21. —
4 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 24, a. 5. —
5 1
Jn 4, 8. —
6 Jn 16,
22. —
7 Jn 14,
23. —
8 Cfr. P.
A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, Rialp, 2ª
ed., Madrid 1966, p. 34. —
9 Ibídem,
pp. 35-36. —
10 Pablo
VI, loc. cit. —
11 A.
del Portillo, Homilía a los participantes en el jubileo de la
juventud, 12-IV-1984. —
12 Lc 1,
28. —
13 A.
Orozco, Mirar a María, pp. 239-240.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico