Rafael Luciani 06 de octubre de 2018
El
concepto de bien común ocupó un espacio importante en la filosofía de
Aristóteles, para quien «el fin de la ciudad era el vivir bien». Tomás de
Aquino precisó que no se trata de un valor para el gozo de algunos seres
privilegiados, pues «su fin no es otro que el desarrollo del mismo ser humano
en cuanto tal». Más recientemente, Paul Ricoeur sostuvo que la finalidad del
bien común era la de proveer una «vida buena con y para los otros, pero en
medio de instituciones justas».
Con el
individualismo moderno esta noción perdió relevancia. Como lo advirtió el
sociólogo Ulrich Beck, el fracaso de muchos modelos económicos y políticos
llevó a la falacia de querer culpabilizar a los individuos y obligarlos «a
buscar soluciones biográficas de las contradicciones sistémicas que los propios
estados habían creado».
En la
actualidad la reflexión sobre el bien común ha vuelto a ocupar los espacios de
la teología política, tratando de discernir los límites de lo público y lo
privado, lo colectivo y lo individual, en contextos donde la política y la
economía parecen haberse divorciado de la moral y generan situaciones de
deshumanización progresiva, como estamos presenciando en tantos países
actualmente.
El
bien común es una noción que remite a la salvaguarda de los derechos
fundamentales de cada persona, estableciendo las condiciones mínimas en el
cumplimiento de las funciones del Estado: «el compromiso por la paz, la
correcta organización de los poderes del Estado, un sólido ordenamiento
jurídico, la salvaguardia del ambiente, la prestación de los servicios
esenciales para las personas, algunos de los cuales son: alimentación,
habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre
circulación de las informaciones» (Compendio de Doctrina Social de la Iglesia
166).
El
Papa Francisco usa esta noción en su encíclica Laudato Sii como el criterio
ético necesario para garantizar actualmente la paz social, la estabilidad
política y la preservación del medio ambiente (LS 178) porque «el bien común
presupone el respeto de la persona humana en cuanto tal, con derechos
fundamentales e inalienables, ordenados a su desarrollo integral» (LS 157). Se
basa en lo que Juan XXIII había proclamado en Pacem in Terris: «el hombre tiene
por sí mismo derechos y deberes que son universales e inviolables y no pueden
renunciarse por ningún concepto» (PT 9).
La
puesta en práctica de esta noción requiere del principio de subsidiariedad que
media las relaciones entre la autoridad pública y los ciudadanos, y que
consiste en que la autoridad política esté determinada a «examinar y resolver
los problemas relacionados con el bien común de una nación» (PT 140). De hecho,
la finalidad del Estado no es otra que «hacer accesibles a las personas los
bienes necesarios para gozar de una vida auténticamente humana» (CDSI 168).
La
sanación de sociedades fracturadas que padecen el terrible azote de la
violencia, la corrupción y tantos otros males sociopolíticos y económicos que
no permiten a sus ciudadanos contar con una vida mejor y más digna, pasa por la
asunción de políticas públicas que estén inspiradas en esta noción del bien
común para poder «liberarnos de la miseria, hallar la propia subsistencia, la
salud, una ocupación estable, y rechazar las situaciones que niegan a la
dignidad humana» (Populorum Progressio 6). Es uno de los grandes retos
contemporáneos.
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