Pedro Trigo SJ 13 de octubre de 2018
Es
obvio que este tema no es un ejercicio académico. El contexto en que vivimos es
un contexto impregnado de violencia, que nos afecta muy íntimamente porque
somos seres en situación y no podemos ni queremos aislarnos, porque no nos
consideramos individuos sino que como personas nos definimos por relaciones,
por relaciones de fraternidad de las que no queremos excluir a nadie, ni
siquiera a los violentos y excluidores. Por eso, porque nos definimos por esa
respectividad positiva de la que no queremos excluir a nadie, es para nosotros
imperativo promover una cultura de paz.
Construirla
no es un acto de altruismo, ya que no es un acto supererogatorio salido de
nuestra humanidad ya constituida sino una actitud y una tarea imprescindibles
para constituirnos como personas y para no dejar de serlo. Sólo en cuanto nos
movemos en este horizonte de promover una cultura de paz, la violencia
ambiental, que nos afecta más íntimamente que si pretendiéramos ilusamente
dejarla de lado, no nos influirá. Dios quiera que ésa sea cada día más nuestra
actitud vital y que de este modo la violencia que nos afecta no nos influya.
Parte
Primera
¿Qué
no produce directamente la violencia?
* La
pobreza y la injusticia
Lo
primero que hay que aclarar es que la pobreza no produce automáticamente
violencia. Lo más que propicia es el hurto, que es quitar alguna pertenencia a
alguien aprovechando su ausencia o sin que se dé cuenta; pero ni siquiera el
robo, que es quitarle con violencia o con la amenaza de violencia apuntándolo
con un arma. Cuando el pobre es consciente de su propia dignidad, aunque
padezca necesidad, no se rebaja a hacer violencia. Pide lo que necesita
perentoriamente o se aguanta con gran estoicismo, pero no hace violencia.
Tampoco paga su frustración con su familia o sus vecinos. Al contrario, en la
familia y en el vecindario se ayudan a llevar humanizadoramente esa situación
extrema y, por eso, muy tensionante.
Tampoco
la injusticia provoca violencia de por sí. La conciencia de la injusticia estructural,
bien sea a nivel económico (sueldos insuficientes, condiciones y/o relaciones
laborales denigrantes, discriminación en el acceso al trabajo), a nivel social
(discriminación, desprecio o, incluso, exclusión) o a nivel político (los
gobernantes, en contra de la Constitución, sólo gobiernan para los de arriba o
para sus partidarios), provoca, cuando está rectamente encauzada, lucha cívica
por obtener justicia, pero no violencia. La conciencia de sí lleva a trabajar
porque prevalezca la justicia, a luchar por la justicia, pero de manera que, en
el modo de hacerlo, la persona afirme esa dignidad y no la quebrante.
* La
falta de expectativas, caldo de cultivo para la violencia
La
pobreza, de por sí, no causa directamente la violencia, pero la falta de
expectativas sí es un caldo de cultivo para que se fomente. Falta de
expectativas implica que las personas que padecen necesidades básicas vean que
muchísimos otros viven con lo conveniente e incluso con mucho superfluo, y que
tengan conciencia de que tienen derecho a vivir dignamente e incluso que tienen
capacidades para desempeñar un trabajo productivo o por lo menos aptitudes para
llegar a capacitarse de modo que tengan para vivir; pero que, tal como está
organizada la sociedad, no van a tener oportunidades para capacitarse ni para
encontrar trabajo ni van a ser ayudadas por el Estado ni por la sociedad. Esa
falta de expectativas, sentida como absolutamente injusta, produce una tremenda
frustración y es proclive a que se fomente la rabia y el resentimiento.
Recuerdo
un barrio de Petare donde compartí durante un mes el año 1961 cuando empezaba a
poblarse el cerro. Las casas eran de bahareque, la gente, recién llegada,
apenas tenía para vivir y no tenía casi ningún utensilio. Pero nadie se
consideraba pobre porque todos tenían ganas de superarse trabajando duro y
sabían que había trabajo cualificado y bien pagado y el INCE ofrecía esa
cualificación; por tanto, salir de abajo sólo era cuestión de tiempo. Por eso
la gente andaba en lo suyo y todos vivían en paz y en la sana convivialidad de
quienes se sabían embarcados en la misma aventura prometedora.
Por
eso mismo durante la primera presidencia de Carlos Andrés los fines de semana
los barrios bullían de construcciones: la gente captó intuitivamente que era la
última oportunidad y que había que aprovecharla para que sus hijos tuvieran una
vivienda digna.
Luego
empezó a nublarse el horizonte porque en 1978 empezó a bajar en picada tanto el
poder adquisitivo del salario popular como la calidad de los servicios de tal
manera que a fin de siglo la gente popular se sentía completamente abandonada
del Estado y de la sociedad. En esas condiciones, opuestas a las de sus padres
y sus abuelos, los adolescentes y jóvenes se sentían completamente
desmotivados. El estudio era de peor calidad que el de décadas anteriores y
además, ¿para qué estudiar, si no había trabajo? Tampoco había participación
política. La sociedad les hacía ver que estaban de sobra. Era muy difícil que
esa frustración pudiera ser procesada en la familia, que empezaba también a
pasar penurias y en el ambiente del barrio, que se sentía desmotivado y con una
bronca contenida. Las drogas fueron el detonante para que se desatara una
violencia cada vez más descontrolada.
Ahora
bien, si la falta de expectativas es proclive para que se incube la violencia,
no la causa, sin embargo. Por eso, en esas dos últimas décadas del siglo pasado
de las que venimos hablando, la mayoría del pueblo resistió, tanto a la
violencia horizontal, como a cultivar rencor en su corazón. Y aguzó el ingenio
para rebuscarse y multiplicó los lazos para protegerse mutuamente y, sobre
todo, aguantó, adensando su condición de sujeto para no sucumbir a esa
incitación ambiental y, no pocas veces, a ese impulso interno, a entregarse a
la violencia como modo elemental y por eso espurio, de descargar tanta
violencia sufrida.
¿Qué
genera la violencia?
La
violencia se genera por la conjunción de dos elementos: falta de cohesión
social y falta de conciencia de la propia dignidad.
*
Falta de cohesión social
Si en
una familia, en un vecindario, en una ciudad, en una unidad educativa, en una
empresa, en un país, las personas se sienten mutuamente referidas, si captan
que van por el mismo camino y en la misma dirección, si se da un sentido de
pertenencia, surgirán tensiones, incomprensiones, incluso puede darse
malevolencia; pero la violencia que como humanos se puede generar, se canaliza
porque pesa más lo que une que los motivos específicos de la discordia y además
se encuentran fácilmente mediadores que ayudan a que las partes se avengan y
así los conatos de violencia son superados.
Esto
sucede más todavía si los lazos que unen a la gente son constituyentes, es
decir, si las personas se definen por ellos. Esos lazos pueden ser de sangre,
de compadrazgo, de paisanaje, de vecindad, de compañerismo, de camaradería o,
más difusa, pero no superficialmente, de convivialidad, que es el rasgo que
caracteriza a la cultura suburbana.
Para
nosotros los cristianos esos lazos que nos constituyen son los de hijos de Dios
y hermanos de los demás desde el privilegio de los pobres. Quien se define de
este modo se puede sentir defraudado, molesto, incluso, con rabia en contra de
otro; pero, como sabe que, en definitiva, es su hermano, no responderá al mal
con el mal, y si alguna vez se deja llevar por la pasión y lo hace, buscará
algún modo de avenimiento o, si no puede hacer nada, por lo menos pedirá a Dios
por él y querrá sinceramente su bien, a pesar de los sentimientos que pueda
albergar respecto de él, porque no se define por sus sentimientos sino por su
querer, que es el de un hermano en Cristo que sabe y acepta que el otro, aunque
lo sienta como enemigo, es, en definitiva, hijo del mismo Padre del cielo.
Pero
si, como se inculca hoy abiertamente por todos los medios, lo que predomina es
el individualismo, es decir, la conciencia de que no existen más lazos entre
las personas que los que cada quien quiera entablar por su gusto o conveniencia
y mientras los quiera entablar, si nadie es nada de nadie, porque no existen
entidades colectivas, si, más todavía, nadie se siente responsable de nadie y
cada quien piensa que la vida es velar cada uno exclusivamente por sí mismo,
porque cuando cada uno trate de lograr lo máximo la sociedad se pondrá en
ebullición y todo se dinamizará, cada quien, al estar centrado únicamente en su
propio provecho, no reparará en las consecuencias de sus acciones para otros e,
incluso, mirará a los que se le crucen en el camino como competidores a los que
hay que vencer.
Este
modo de vivir no es que engendre violencia sino que es violento en sí mismo, ya
que la vida se concibe como la lucha de todos contra todos para que triunfen
los más osados o los mejor posicionados o con menos escrúpulos o con más
capacidades. La lucha es inevitable porque los bienes son escasos y, más
escasos todavía, los primeros puestos. La competencia es una violencia
constante, que no admite tregua porque es estructural: nada menos que el motor
del sistema.
Lo
mismo podemos decir del contrario del individualismo que es el corporativismo,
es decir, la dirección de un grupo o comunidad o institución, que se absolutiza
y busca su propio bien por todos los medios ya que se entiende como un fin
absoluto. Engendra la misma violencia del individualismo porque la corporación
actúa como un individuo, pero terriblemente repotenciado, según sea su tamaño,
sus recursos y su complejidad estructural. Además en la corporación sus
miembros también actúan como individuos, buscando el provecho propio a través
de la maquinaria corporativa. El corporativismo es también violento porque, al
desconocer todo lo que está fuera de la corporación, sólo reconoce las reglas
de juego, que además intenta por todos los medios que jueguen a su favor, y las
personas son para ella solamente clientes potenciales a los que hay que sacar
el máximo provecho posible y, para eso, atraerlos a su órbita y hacerles
adictos a la marca y sus productos.
*
Falta de conciencia de la propia dignidad
Quien
tiene conciencia de su propia dignidad, busca estar en paz consigo mismo y con
los demás. Ante todo busca la integración personal, es decir, que no haya
ningún sentimiento o apetencia que se autonomice del resto y que busque imponer
su ley. Distingue entre su querer profundo y sus sentimientos, que, aunque puedan
llegar a ser muy intensos, no pueden pretender dirigir su vida, y se afinca en
su corazón, en su querer libre, y con paciencia y tenacidad busca armonizar
todo con este querer de fondo. De este modo busca sin cesar limpieza y
trasparencia, de manera que, en su conciencia y en su actuar, por encima del
orden establecido, reluzca la realidad como estructura dinámica y
personalizada.
Sabe
que no es un individuo en sí, de sí y para sí, sino que está vertido a los
demás como los demás están metidos en él, y por eso, para hacer justicia a la
realidad, cultiva la respectividad positiva respecto de los demás. Se sabe
proveniente de otros y conviviente con los demás y, sobre todo, se percibe
responsable de ellos y con ellos. Eso lo constituye persona y, por tanto, sabe
que en lo valioso sólo se tiene lo que se da y, consciente de ello, trata de
dar compañía, ayuda y esperanza, en definitiva, trata de dar de sí, y de ese
modo, al darlo, recibe también él la alegría y el amor que salen de sí. A la
vez que da y formando parte de la misma actitud, se anima a pedir con humildad,
confianza y libertad y dando a los otros esa misma libertad con la que les
pide.
Es
claro que una persona que cultiva esta actitud no sólo no hace violencia sino
que no responde con violencia a la violencia que puedan hacerle sino que, en
vez de buscar como el último e incluso el único objetivo el castigo del
culpable, lo que intenta por todos medios es que se supere esa situación para
bien no sólo suyo sino también de la otra parte y del conjunto.
No hay
violencia si las personas actúan su propia dignidad
La
respectividad positiva y la conciencia de la propia dignidad son igualmente
importantes, aunque la segunda es la decisiva, tanto porque es absoluta e
incondicionada, como porque, como hemos dicho, busca esas relaciones
humanizadoras, lo más profusas posibles, sin excluir positivamente a nadie.
Por
eso el individualismo ambiental y su contrario no superador, que es el
corporativismo, son caldo de cultivo en el que se incuba la violencia. Pero, como
decíamos, lo decisivo para que se imponga la violencia es la falta de cultivo
de la propia dignidad.
Si yo
creo que no tengo nada que ver con los demás o, peor aún, si los considero como
competidores en la lucha de todos contra todos por los puestos y los bienes
escasos, o, si considero que una serie de personas son las de mi bando y las
otras los adversarios, pero si, aun desde esa posición vital tan estrecha,
tengo conciencia de mi propia dignidad, aunque las demás personas no tengan
nada que ver conmigo, las respetaré; si son mis competidores, competiré
limpiamente con ellos, y si son mis adversarios, los adversaré sin lincharlos
moralmente ni negarles sus derechos sino limitándome a promover los míos. Ahora
bien, si no tengo conciencia de mi dignidad, si no me respeto a mí mismo,
porque no obro desde mi corazón, desde la raíz sagrada de mi ser, sino desde mi
pasión dominante, buscaré mi provecho y el de los míos, sea mi familia o los de
mi empresa o mis compañeros de partido, de un modo absoluto, caiga quien caiga
y sin reparar en medios.
Lo
mismo podemos decir de las relaciones corporativas. La corporación es un tipo
de organización que busca como fin absoluto su propio provecho. Quien entabla
este tipo de relaciones, sea en una empresa, sea en una tolda política, sea en
una organización de salvación, si tiene conciencia de su propia dignidad,
aunque hace violencia estructural por su exclusivismo, cuando vea en concreto
que daña a alguien, trata de rectificar; pero si no tiene conciencia de su
propia dignidad, excluye y niega derechos sistemáticamente a los demás. Ésa es
la madre de las violencias.
Así
pues, aunque el fomento de las relaciones profusas, es decir, lo más
diseminadas posible y a todos los niveles posibles, es importantísimo, lo más
decisivo para fomentar la paz es actuar desde la propia dignidad. Eso es así
porque para estar en condiciones de relacionarse con otros de esa manera
positiva hace falta estar reconciliado uno consigo mismo y, en nuestro caso,
como cristianos, contar con la experiencia de que Dios nos acepta gratuita e
incondicionalmente como hijos, en su Hijo único Jesús de Nazaret.
Así
pues, se haga lo que se haga a otros niveles, todo será insuficiente e
ineficaz, si no se cultiva sistemáticamente el sujeto en la familia, en la
escuela, en el grupo cristiano, en el grupo de amigos; y, antes que eso, si
cada quien no trata de adensarse como sujeto humano y ganar en consistencia
humana, en humanidad cualitativa, en conciencia de su dignidad y por eso del
respeto que se debe a sí mismo y a todos los demás, porque ha llegado a vivir
desde esa profundidad trascendente en la que todo ser humano actúa
responsablemente desde el santuario de su conciencia y, por eso, al menos
atemáticamente, ante Dios.
En
Europa Habermas es el filósofo que ha sabido ver que la política democrática,
que él busca fortalecer y profundizar, se basa en elementos prepolíticos y que,
sin ellos, se adelgaza hasta volverse meramente procedimental e incluso se
corrompe. Por eso aboga por el postsecularismo, es decir, por el apoyo a
aquellas instituciones religiosas que logren robustecer simultáneamente la
conciencia de dignidad, la libertad liberada, y la inclinación a la
solidaridad. El Estado nada sabe de religión y por eso ni apoya ni obstaculiza
a las instituciones religiosas; pero sí puede constatar esos efectos en las
personas, que son los que él necesita para funcionar densamente. Y, por eso,
sostiene que debe apoyar a esas instituciones específicas que logran potenciar
en las personas esas virtualidades y en tanto sigan logrando esos objetivos que
el Estado precisa y la sociedad necesita.
Parte
segunda:
Haberes
con que contamos para superar la violencia y los procesos indispensables para
lograrlo
El
punto sólido de apoyo para superar la violencia en nuestro país es la gente,
sobre todo, del pueblo, que sistemáticamente se niega a ejercer o avalar la
violencia.
* La
familia y la escuela tienen una importancia decisiva: actualmente son parte del
problema y tienen que convertirse en parte de la solución
Tampoco
la familia, en muchos casos, cumple ese papel de formar en la conciencia de la
dignidad y del respeto a los demás, un respeto no sólo negativo, que consiste
en no dañarlos de ningún modo, sino en el sentido positivo de entablar con
ellos relaciones horizontales y mutuas, basadas en el respeto y la ayuda mutua.
Padecemos una tremenda descomposición familiar.
Todavía
subsiste una minoría de familias que son la célula básica de aprendizaje y
ejercicio de esta dignidad constituyente, y todas las instituciones deberían
apoyarlas, desde el Estado a la Iglesia, pasando por las distintas
organizaciones de la sociedad civil.
Por
ejemplo, a mí, partiendo del concepto ilustrado de sujeto, me costó décadas
aprender que las comunidades cristianas de base tenían que formarse no de
individuos sino de familias, de un modo libre, obviamente, pero como un
objetivo deliberado. Me lo enseñaron personas populares que, habiendo recibido
la buena nueva de ese modo fraterno de vida, a los primeros que llevaron ese
evangelio fue a los que más querían, que eran sus familiares y así las
comunidades se fueron convirtiendo como instintivamente en grupos de familias,
con lo que se garantiza la presencia de tres generaciones y de varones y
mujeres; y, sobre todo, se logra que la familia se vuelva insensiblemente
comunidad cristiana con lo que su miembros se apoyan todo el tiempo y así
crecen como familias y como personas. Estas familias no sólo son garantía de
paz interna sino focos de paz social.
Menos
aún cumple la escuela ese papel de formar en la conciencia de la dignidad y del
respeto a los demás. Por el contrario, con demasiada frecuencia se ha
convertido en un campo de batalla, de manera que muchos docentes están
aterrorizados y a merced de los adolescentes violentos. Naturalmente que,
también en este ambiente los violentos son minoría, pero como no hay mecanismos
de canalización superadora y secundariamente de penalización ni colaboración
entre Estado, plantel y familia para aplicarlos, el problema no hace sino
crecer y enquistarse. Es obvio que no nos podemos resignar a este deterioro y
que, sin embargo, daría la impresión de que el Estado ha tirado la toalla.
Como
dijimos de las familias, también hay una minoría de centros educativos que no
se resigna a que la violencia gane la partida y con una interlocución continua
y respetuosa con los alumnos y su entorno, pero por eso mismo llamando las
cosas por su nombre y llamando a la responsabilidad, tratan sin tregua de que
reine la paz. Como dijimos de las familias, hay que apoyarlas. Pero,
desgraciadamente, no vemos que en el Estado y a veces también en la sociedad
civil haya esa conciencia y esa sensibilidad. Es que, además, la manera como se
interpreta la Lopna, que ignora en la práctica los deberes del los niños y los
adolescentes y sólo apoya sus derechos, casi imposibilita cualquier
rectificación.
* Dar
derechos sin exigir deberes impide superar la violencia
Es lo
mismo que pasa con la interpretación y, tal vez, la misma letra de la ley del
trabajo: es un pésimo servicio al niño y al adolescente y al trabajador,
proponerles derechos que ampara la ley, pero no poder exigirles deberes. Así se
dificulta y prácticamente se impide la personalización. El ejercicio de la
dignidad y el respeto a los demás entraña una enorme autoexigencia y ésta debe
estar estimulada por las leyes y aplicada serenamente, pero también con
firmeza, por los órganos judiciales.
Creemos
que este desequilibrio entre los derechos que se reconocen y los consiguientes
deberes que se silencian conspira contra la paz, no sólo por la violencia que
produce y porque impide que se supere sino, sobre todo, porque lleva a perder
la condición de sujeto y el sentido de realidad sin los que no es posible que
se perciba la propia dignidad. La persona queda reducida a la condición de un
adolescente que sólo tiene conciencia de sus derechos y que se deja llevar por
sus apetencias, un ser entregado a satisfacer sus impulsos sin conciencia de su
responsabilidad. Como no tiene conciencia de realidad, no repara en el mal que
hace al pasar por encima de lo que coarta sus apetencias y al oponerse a
quienes obstaculizan la satisfacción de sus impulsos.
Ahora
bien, esa exigencia de deberes y responsabilidades no la puede llevar a cabo un
gobierno que no acepta la separación de poderes porque no acepta dar cuenta a
nadie, ni a los otros organismos del Estado ni a la ciudadanía que lo eligió ni
a la opinión pública, un gobierno que no acepta que sus personeros son
responsables; en definitiva, un gobierno adolescente. En este punto es
indispensable una rectificación total, que equivale a una cura de realidad. Ahí
aflora la verdad que conduce a la vida. Resistirse a que aflore la verdad,
lleva a la esclavitud a la pasión dominante, en este caso al poder, que lleva a
la muerte, ante todo, a la de la propia humanidad y, a la larga, a la de los
otros. Como se tiene dinero, se puede vivir en la ilusión de confundir los
propios dictados con la realidad. Pero ya estamos sobregirados. El dinero
petrolero es absolutamente insuficiente para tamaña voracidad. Aunque no
queramos, vamos a tener que entrar en una dolorosa cura de realidad. Es triste
que tengamos que pagar un precio tan caro, que entrañe tanta violencia.
*
Fortalecer la densidad de los sujetos y su conciencia de dignidad
Por
eso, porque en la situación en la que vivimos sólo podemos contar con una
minoría de familias e instituciones que fomenten la respectividad positiva y la
conciencia de la dignidad y porque es el principal capital con el que contamos,
el más sólido, para superar la violencia, me parece crucial hacernos cargo como
sociedad de que necesitamos fortalecer la densidad de los sujetos y su
conciencia de dignidad, de manera que puedan mantenerse firmes y constructivos,
incluso en el ambiente deletéreo en el que vivimos. Ellos serán la palanca para
transformar las instituciones.
Eso no
lo pueden lograr las consignas políticas. El Estado y, más en general, los
partidos tienen que tomar conciencia de que no son la fuente de todo sino que
dependen de otras instancias para que se puedan resolver los ingentes problemas
que tenemos y en particular el de la violencia, incluso para que funcionen las
instancias estatales de la policía y los jueces que actualmente hay que
reconocer que no están funcionando, porque ni unos ni otros tienen conciencia
de su dignidad y del respeto que se deben a sí mismos y, por tanto, a los demás
y por eso aceptan no funcionar como instituciones del Estado sino estar
intervenidas por el gobierno.
* Qué
puede hacer el Estado para fomentar la paz
¿Qué
es lo máximo que puede hacer el Estado para fomentar la paz? Sin ninguna duda,
fomentar el empleo productivo y congruamente remunerado y repotenciar los servicios
(salud, educación, infraestructura, agua, luz, electricidad y seguridad
ciudadana) de manera que vuelvan a estar a la altura del tiempo, como lo
estuvieron en la década de los sesenta y setenta.
Ahora
bien, esto no lo puede hacer el Estado sin la alianza con la empresa privada.
Se puede y se debe poner un marco jurídico apropiado, que no puede ser sin más
el del neoliberalismo en boga, pero hay que aceptar la existencia de la empresa
privada y brindarle seguridad jurídica y apoyo efectivo.
Además,
para los servicios, es imprescindible despolitizar el Estado, que no puede
equipararse al gobierno. Lo único que hay que pedir a un funcionario es
competencia técnica, ganas de trabajar y honradez. Así el Estado puede aspirar
a que vuelvan al servicio público lo más granado de la burguesía, como hicieron
desde los años treinta a fin de los setenta, que fue la época de la
modernización del país, y cuando tanto el pueblo como las demás clases
caminaron en una misma dirección progresiva y cuando engrosó la clase media y
con ella se dio la mayor estabilidad y paz.
Crear
este clima de entendimiento, dando la seña de que todos en el país vamos en la
misma dirección, de que todos tenemos sitio en el país, de que el país es de
todos, de que todos nos apoyamos unos a otros, discriminando positivamente a
los que están en desventaja económica o cultural, es poner las condiciones de
posibilidad para que se desactiven los mecanismos que provocan violencia.
Crear
un clima de laboriosidad en el que cada quien está centrado en lo suyo y
fundamentalmente contento con su desempeño y alegre al ver que es útil y que
contribuye al bien común, es dar la seña de que este modo de vida productivo,
progresivo y fecundo merece más la pena que el rentismo, que cobrar sin hacer
nada productivo, que vivir extorsionando o cobrando peaje o jugosas comisiones
o asaltando.
Concretamente
es lo que más puede incidir en que los adolescentes y jóvenes conciban
esperanza y se pongan a estudiar con deseo y empeño y a trabajar en lo que les
da satisfacción y a la vez crea riqueza social. Así conciben una vida que
merece la pena y deja de ser tentación el malandraje o la droga.
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