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domingo, 14 de octubre de 2018

Promover una cultura de paz en contextos de violencia, por Pedro Trigo SJ




Pedro Trigo SJ 13 de octubre de 2018

Es obvio que este tema no es un ejercicio académico. El contexto en que vivimos es un contexto impregnado de violencia, que nos afecta muy íntimamente porque somos seres en situación y no podemos ni queremos aislarnos, porque no nos consideramos individuos sino que como personas nos definimos por relaciones, por relaciones de fraternidad de las que no queremos excluir a nadie, ni siquiera a los violentos y excluidores. Por eso, porque nos definimos por esa respectividad positiva de la que no queremos excluir a nadie, es para nosotros imperativo promover una cultura de paz.

Construirla no es un acto de altruismo, ya que no es un acto supererogatorio salido de nuestra humanidad ya constituida sino una actitud y una tarea imprescindibles para constituirnos como personas y para no dejar de serlo. Sólo en cuanto nos movemos en este horizonte de promover una cultura de paz, la violencia ambiental, que nos afecta más íntimamente que si pretendiéramos ilusamente dejarla de lado, no nos influirá. Dios quiera que ésa sea cada día más nuestra actitud vital y que de este modo la violencia que nos afecta no nos influya.

Parte Primera

¿Qué no produce directamente la violencia?

* La pobreza y la injusticia

Lo primero que hay que aclarar es que la pobreza no produce automáticamente violencia. Lo más que propicia es el hurto, que es quitar alguna pertenencia a alguien aprovechando su ausencia o sin que se dé cuenta; pero ni siquiera el robo, que es quitarle con violencia o con la amenaza de violencia apuntándolo con un arma. Cuando el pobre es consciente de su propia dignidad, aunque padezca necesidad, no se rebaja a hacer violencia. Pide lo que necesita perentoriamente o se aguanta con gran estoicismo, pero no hace violencia. Tampoco paga su frustración con su familia o sus vecinos. Al contrario, en la familia y en el vecindario se ayudan a llevar humanizadoramente esa situación extrema y, por eso, muy tensionante.

Tampoco la injusticia provoca violencia de por sí. La conciencia de la injusticia estructural, bien sea a nivel económico (sueldos insuficientes, condiciones y/o relaciones laborales denigrantes, discriminación en el acceso al trabajo), a nivel social (discriminación, desprecio o, incluso, exclusión) o a nivel político (los gobernantes, en contra de la Constitución, sólo gobiernan para los de arriba o para sus partidarios), provoca, cuando está rectamente encauzada, lucha cívica por obtener justicia, pero no violencia. La conciencia de sí lleva a trabajar porque prevalezca la justicia, a luchar por la justicia, pero de manera que, en el modo de hacerlo, la persona afirme esa dignidad y no la quebrante.

* La falta de expectativas, caldo de cultivo para la violencia

La pobreza, de por sí, no causa directamente la violencia, pero la falta de expectativas sí es un caldo de cultivo para que se fomente. Falta de expectativas implica que las personas que padecen necesidades básicas vean que muchísimos otros viven con lo conveniente e incluso con mucho superfluo, y que tengan conciencia de que tienen derecho a vivir dignamente e incluso que tienen capacidades para desempeñar un trabajo productivo o por lo menos aptitudes para llegar a capacitarse de modo que tengan para vivir; pero que, tal como está organizada la sociedad, no van a tener oportunidades para capacitarse ni para encontrar trabajo ni van a ser ayudadas por el Estado ni por la sociedad. Esa falta de expectativas, sentida como absolutamente injusta, produce una tremenda frustración y es proclive a que se fomente la rabia y el resentimiento.

Recuerdo un barrio de Petare donde compartí durante un mes el año 1961 cuando empezaba a poblarse el cerro. Las casas eran de bahareque, la gente, recién llegada, apenas tenía para vivir y no tenía casi ningún utensilio. Pero nadie se consideraba pobre porque todos tenían ganas de superarse trabajando duro y sabían que había trabajo cualificado y bien pagado y el INCE ofrecía esa cualificación; por tanto, salir de abajo sólo era cuestión de tiempo. Por eso la gente andaba en lo suyo y todos vivían en paz y en la sana convivialidad de quienes se sabían embarcados en la misma aventura prometedora.

Por eso mismo durante la primera presidencia de Carlos Andrés los fines de semana los barrios bullían de construcciones: la gente captó intuitivamente que era la última oportunidad y que había que aprovecharla para que sus hijos tuvieran una vivienda digna.

Luego empezó a nublarse el horizonte porque en 1978 empezó a bajar en picada tanto el poder adquisitivo del salario popular como la calidad de los servicios de tal manera que a fin de siglo la gente popular se sentía completamente abandonada del Estado y de la sociedad. En esas condiciones, opuestas a las de sus padres y sus abuelos, los adolescentes y jóvenes se sentían completamente desmotivados. El estudio era de peor calidad que el de décadas anteriores y además, ¿para qué estudiar, si no había trabajo? Tampoco había participación política. La sociedad les hacía ver que estaban de sobra. Era muy difícil que esa frustración pudiera ser procesada en la familia, que empezaba también a pasar penurias y en el ambiente del barrio, que se sentía desmotivado y con una bronca contenida. Las drogas fueron el detonante para que se desatara una violencia cada vez más descontrolada.

Ahora bien, si la falta de expectativas es proclive para que se incube la violencia, no la causa, sin embargo. Por eso, en esas dos últimas décadas del siglo pasado de las que venimos hablando, la mayoría del pueblo resistió, tanto a la violencia horizontal, como a cultivar rencor en su corazón. Y aguzó el ingenio para rebuscarse y multiplicó los lazos para protegerse mutuamente y, sobre todo, aguantó, adensando su condición de sujeto para no sucumbir a esa incitación ambiental y, no pocas veces, a ese impulso interno, a entregarse a la violencia como modo elemental y por eso espurio, de descargar tanta violencia sufrida.

¿Qué genera la violencia?

La violencia se genera por la conjunción de dos elementos: falta de cohesión social y falta de conciencia de la propia dignidad.

* Falta de cohesión social

Si en una familia, en un vecindario, en una ciudad, en una unidad educativa, en una empresa, en un país, las personas se sienten mutuamente referidas, si captan que van por el mismo camino y en la misma dirección, si se da un sentido de pertenencia, surgirán tensiones, incomprensiones, incluso puede darse malevolencia; pero la violencia que como humanos se puede generar, se canaliza porque pesa más lo que une que los motivos específicos de la discordia y además se encuentran fácilmente mediadores que ayudan a que las partes se avengan y así los conatos de violencia son superados.

Esto sucede más todavía si los lazos que unen a la gente son constituyentes, es decir, si las personas se definen por ellos. Esos lazos pueden ser de sangre, de compadrazgo, de paisanaje, de vecindad, de compañerismo, de camaradería o, más difusa, pero no superficialmente, de convivialidad, que es el rasgo que caracteriza a la cultura suburbana.

Para nosotros los cristianos esos lazos que nos constituyen son los de hijos de Dios y hermanos de los demás desde el privilegio de los pobres. Quien se define de este modo se puede sentir defraudado, molesto, incluso, con rabia en contra de otro; pero, como sabe que, en definitiva, es su hermano, no responderá al mal con el mal, y si alguna vez se deja llevar por la pasión y lo hace, buscará algún modo de avenimiento o, si no puede hacer nada, por lo menos pedirá a Dios por él y querrá sinceramente su bien, a pesar de los sentimientos que pueda albergar respecto de él, porque no se define por sus sentimientos sino por su querer, que es el de un hermano en Cristo que sabe y acepta que el otro, aunque lo sienta como enemigo, es, en definitiva, hijo del mismo Padre del cielo.

Pero si, como se inculca hoy abiertamente por todos los medios, lo que predomina es el individualismo, es decir, la conciencia de que no existen más lazos entre las personas que los que cada quien quiera entablar por su gusto o conveniencia y mientras los quiera entablar, si nadie es nada de nadie, porque no existen entidades colectivas, si, más todavía, nadie se siente responsable de nadie y cada quien piensa que la vida es velar cada uno exclusivamente por sí mismo, porque cuando cada uno trate de lograr lo máximo la sociedad se pondrá en ebullición y todo se dinamizará, cada quien, al estar centrado únicamente en su propio provecho, no reparará en las consecuencias de sus acciones para otros e, incluso, mirará a los que se le crucen en el camino como competidores a los que hay que vencer.

Este modo de vivir no es que engendre violencia sino que es violento en sí mismo, ya que la vida se concibe como la lucha de todos contra todos para que triunfen los más osados o los mejor posicionados o con menos escrúpulos o con más capacidades. La lucha es inevitable porque los bienes son escasos y, más escasos todavía, los primeros puestos. La competencia es una violencia constante, que no admite tregua porque es estructural: nada menos que el motor del sistema.

Lo mismo podemos decir del contrario del individualismo que es el corporativismo, es decir, la dirección de un grupo o comunidad o institución, que se absolutiza y busca su propio bien por todos los medios ya que se entiende como un fin absoluto. Engendra la misma violencia del individualismo porque la corporación actúa como un individuo, pero terriblemente repotenciado, según sea su tamaño, sus recursos y su complejidad estructural. Además en la corporación sus miembros también actúan como individuos, buscando el provecho propio a través de la maquinaria corporativa. El corporativismo es también violento porque, al desconocer todo lo que está fuera de la corporación, sólo reconoce las reglas de juego, que además intenta por todos los medios que jueguen a su favor, y las personas son para ella solamente clientes potenciales a los que hay que sacar el máximo provecho posible y, para eso, atraerlos a su órbita y hacerles adictos a la marca y sus productos.

* Falta de conciencia de la propia dignidad

Quien tiene conciencia de su propia dignidad, busca estar en paz consigo mismo y con los demás. Ante todo busca la integración personal, es decir, que no haya ningún sentimiento o apetencia que se autonomice del resto y que busque imponer su ley. Distingue entre su querer profundo y sus sentimientos, que, aunque puedan llegar a ser muy intensos, no pueden pretender dirigir su vida, y se afinca en su corazón, en su querer libre, y con paciencia y tenacidad busca armonizar todo con este querer de fondo. De este modo busca sin cesar limpieza y trasparencia, de manera que, en su conciencia y en su actuar, por encima del orden establecido, reluzca la realidad como estructura dinámica y personalizada.

Sabe que no es un individuo en sí, de sí y para sí, sino que está vertido a los demás como los demás están metidos en él, y por eso, para hacer justicia a la realidad, cultiva la respectividad positiva respecto de los demás. Se sabe proveniente de otros y conviviente con los demás y, sobre todo, se percibe responsable de ellos y con ellos. Eso lo constituye persona y, por tanto, sabe que en lo valioso sólo se tiene lo que se da y, consciente de ello, trata de dar compañía, ayuda y esperanza, en definitiva, trata de dar de sí, y de ese modo, al darlo, recibe también él la alegría y el amor que salen de sí. A la vez que da y formando parte de la misma actitud, se anima a pedir con humildad, confianza y libertad y dando a los otros esa misma libertad con la que les pide.

Es claro que una persona que cultiva esta actitud no sólo no hace violencia sino que no responde con violencia a la violencia que puedan hacerle sino que, en vez de buscar como el último e incluso el único objetivo el castigo del culpable, lo que intenta por todos medios es que se supere esa situación para bien no sólo suyo sino también de la otra parte y del conjunto.

No hay violencia si las personas actúan su propia dignidad

La respectividad positiva y la conciencia de la propia dignidad son igualmente importantes, aunque la segunda es la decisiva, tanto porque es absoluta e incondicionada, como porque, como hemos dicho, busca esas relaciones humanizadoras, lo más profusas posibles, sin excluir positivamente a nadie.

Por eso el individualismo ambiental y su contrario no superador, que es el corporativismo, son caldo de cultivo en el que se incuba la violencia. Pero, como decíamos, lo decisivo para que se imponga la violencia es la falta de cultivo de la propia dignidad.

Si yo creo que no tengo nada que ver con los demás o, peor aún, si los considero como competidores en la lucha de todos contra todos por los puestos y los bienes escasos, o, si considero que una serie de personas son las de mi bando y las otras los adversarios, pero si, aun desde esa posición vital tan estrecha, tengo conciencia de mi propia dignidad, aunque las demás personas no tengan nada que ver conmigo, las respetaré; si son mis competidores, competiré limpiamente con ellos, y si son mis adversarios, los adversaré sin lincharlos moralmente ni negarles sus derechos sino limitándome a promover los míos. Ahora bien, si no tengo conciencia de mi dignidad, si no me respeto a mí mismo, porque no obro desde mi corazón, desde la raíz sagrada de mi ser, sino desde mi pasión dominante, buscaré mi provecho y el de los míos, sea mi familia o los de mi empresa o mis compañeros de partido, de un modo absoluto, caiga quien caiga y sin reparar en medios.

Lo mismo podemos decir de las relaciones corporativas. La corporación es un tipo de organización que busca como fin absoluto su propio provecho. Quien entabla este tipo de relaciones, sea en una empresa, sea en una tolda política, sea en una organización de salvación, si tiene conciencia de su propia dignidad, aunque hace violencia estructural por su exclusivismo, cuando vea en concreto que daña a alguien, trata de rectificar; pero si no tiene conciencia de su propia dignidad, excluye y niega derechos sistemáticamente a los demás. Ésa es la madre de las violencias.

Así pues, aunque el fomento de las relaciones profusas, es decir, lo más diseminadas posible y a todos los niveles posibles, es importantísimo, lo más decisivo para fomentar la paz es actuar desde la propia dignidad. Eso es así porque para estar en condiciones de relacionarse con otros de esa manera positiva hace falta estar reconciliado uno consigo mismo y, en nuestro caso, como cristianos, contar con la experiencia de que Dios nos acepta gratuita e incondicionalmente como hijos, en su Hijo único Jesús de Nazaret.

Así pues, se haga lo que se haga a otros niveles, todo será insuficiente e ineficaz, si no se cultiva sistemáticamente el sujeto en la familia, en la escuela, en el grupo cristiano, en el grupo de amigos; y, antes que eso, si cada quien no trata de adensarse como sujeto humano y ganar en consistencia humana, en humanidad cualitativa, en conciencia de su dignidad y por eso del respeto que se debe a sí mismo y a todos los demás, porque ha llegado a vivir desde esa profundidad trascendente en la que todo ser humano actúa responsablemente desde el santuario de su conciencia y, por eso, al menos atemáticamente, ante Dios.

En Europa Habermas es el filósofo que ha sabido ver que la política democrática, que él busca fortalecer y profundizar, se basa en elementos prepolíticos y que, sin ellos, se adelgaza hasta volverse meramente procedimental e incluso se corrompe. Por eso aboga por el postsecularismo, es decir, por el apoyo a aquellas instituciones religiosas que logren robustecer simultáneamente la conciencia de dignidad, la libertad liberada, y la inclinación a la solidaridad. El Estado nada sabe de religión y por eso ni apoya ni obstaculiza a las instituciones religiosas; pero sí puede constatar esos efectos en las personas, que son los que él necesita para funcionar densamente. Y, por eso, sostiene que debe apoyar a esas instituciones específicas que logran potenciar en las personas esas virtualidades y en tanto sigan logrando esos objetivos que el Estado precisa y la sociedad necesita.

Parte segunda: 

Haberes con que contamos para superar la violencia y los procesos indispensables para lograrlo

El punto sólido de apoyo para superar la violencia en nuestro país es la gente, sobre todo, del pueblo, que sistemáticamente se niega a ejercer o avalar la violencia.

* La familia y la escuela tienen una importancia decisiva: actualmente son parte del problema y tienen que convertirse en parte de la solución

Tampoco la familia, en muchos casos, cumple ese papel de formar en la conciencia de la dignidad y del respeto a los demás, un respeto no sólo negativo, que consiste en no dañarlos de ningún modo, sino en el sentido positivo de entablar con ellos relaciones horizontales y mutuas, basadas en el respeto y la ayuda mutua. Padecemos una tremenda descomposición familiar.

Todavía subsiste una minoría de familias que son la célula básica de aprendizaje y ejercicio de esta dignidad constituyente, y todas las instituciones deberían apoyarlas, desde el Estado a la Iglesia, pasando por las distintas organizaciones de la sociedad civil.

Por ejemplo, a mí, partiendo del concepto ilustrado de sujeto, me costó décadas aprender que las comunidades cristianas de base tenían que formarse no de individuos sino de familias, de un modo libre, obviamente, pero como un objetivo deliberado. Me lo enseñaron personas populares que, habiendo recibido la buena nueva de ese modo fraterno de vida, a los primeros que llevaron ese evangelio fue a los que más querían, que eran sus familiares y así las comunidades se fueron convirtiendo como instintivamente en grupos de familias, con lo que se garantiza la presencia de tres generaciones y de varones y mujeres; y, sobre todo, se logra que la familia se vuelva insensiblemente comunidad cristiana con lo que su miembros se apoyan  todo el tiempo y así crecen como familias y como personas. Estas familias no sólo son garantía de paz interna sino focos de paz social.

Menos aún cumple la escuela ese papel de formar en la conciencia de la dignidad y del respeto a los demás. Por el contrario, con demasiada frecuencia se ha convertido en un campo de batalla, de manera que muchos docentes están aterrorizados y a merced de los adolescentes violentos. Naturalmente que, también en este ambiente los violentos son minoría, pero como no hay mecanismos de canalización superadora y secundariamente de penalización ni colaboración entre Estado, plantel y familia para aplicarlos, el problema no hace sino crecer y enquistarse. Es obvio que no nos podemos resignar a este deterioro y que, sin embargo, daría la impresión de que el Estado ha tirado la toalla.

Como dijimos de las familias, también hay una minoría de centros educativos que no se resigna a que la violencia gane la partida y con una interlocución continua y respetuosa con los alumnos y su entorno, pero por eso mismo llamando las cosas por su nombre y llamando a la responsabilidad, tratan sin tregua de que reine la paz. Como dijimos de las familias, hay que apoyarlas. Pero, desgraciadamente, no vemos que en el Estado y a veces también en la sociedad civil haya esa conciencia y esa sensibilidad. Es que, además, la manera como se interpreta la Lopna, que ignora en la práctica los deberes del los niños y los adolescentes y sólo apoya sus derechos, casi imposibilita cualquier rectificación.

* Dar derechos sin exigir deberes impide superar la violencia

Es lo mismo que pasa con la interpretación y, tal vez, la misma letra de la ley del trabajo: es un pésimo servicio al niño y al adolescente y al trabajador, proponerles derechos que ampara la ley, pero no poder exigirles deberes. Así se dificulta y prácticamente se impide la personalización. El ejercicio de la dignidad y el respeto a los demás entraña una enorme autoexigencia y ésta debe estar estimulada por las leyes y aplicada serenamente, pero también con firmeza, por los órganos judiciales.

Creemos que este desequilibrio entre los derechos que se reconocen y los consiguientes deberes que se silencian conspira contra la paz, no sólo por la violencia que produce y porque impide que se supere sino, sobre todo, porque lleva a perder la condición de sujeto y el sentido de realidad sin los que no es posible que se perciba la propia dignidad. La persona queda reducida a la condición de un adolescente que sólo tiene conciencia de sus derechos y que se deja llevar por sus apetencias, un ser entregado a satisfacer sus impulsos sin conciencia de su responsabilidad. Como no tiene conciencia de realidad, no repara en el mal que hace al pasar por encima de lo que coarta sus apetencias y al oponerse a quienes obstaculizan la satisfacción de sus impulsos.

Ahora bien, esa exigencia de deberes y responsabilidades no la puede llevar a cabo un gobierno que no acepta la separación de poderes porque no acepta dar cuenta a nadie, ni a los otros organismos del Estado ni a la ciudadanía que lo eligió ni a la opinión pública, un gobierno que no acepta que sus personeros son responsables; en definitiva, un gobierno adolescente. En este punto es indispensable una rectificación total, que equivale a una cura de realidad. Ahí aflora la verdad que conduce a la vida. Resistirse a que aflore la verdad, lleva a la esclavitud a la pasión dominante, en este caso al poder, que lleva a la muerte, ante todo, a la de la propia humanidad y, a la larga, a la de los otros. Como se tiene dinero, se puede vivir en la ilusión de confundir los propios dictados con la realidad. Pero ya estamos sobregirados. El dinero petrolero es absolutamente insuficiente para tamaña voracidad. Aunque no queramos, vamos a tener que entrar en una dolorosa cura de realidad. Es triste que tengamos que pagar un precio tan caro, que entrañe tanta violencia.

* Fortalecer la densidad de los sujetos y su conciencia de dignidad

Por eso, porque en la situación en la que vivimos sólo podemos contar con una minoría de familias e instituciones que fomenten la respectividad positiva y la conciencia de la dignidad y porque es el principal capital con el que contamos, el más sólido, para superar la violencia, me parece crucial hacernos cargo como sociedad de que necesitamos fortalecer la densidad de los sujetos y su conciencia de dignidad, de manera que puedan mantenerse firmes y constructivos, incluso en el ambiente deletéreo en el que vivimos. Ellos serán la palanca para transformar las instituciones.

Eso no lo pueden lograr las consignas políticas. El Estado y, más en general, los partidos tienen que tomar conciencia de que no son la fuente de todo sino que dependen de otras instancias para que se puedan resolver los ingentes problemas que tenemos y en particular el de la violencia, incluso para que funcionen las instancias estatales de la policía y los jueces que actualmente hay que reconocer que no están funcionando, porque ni unos ni otros tienen conciencia de su dignidad y del respeto que se deben a sí mismos y, por tanto, a los demás y por eso aceptan no funcionar como instituciones del Estado sino estar intervenidas por el gobierno.

* Qué puede hacer el Estado para fomentar la paz

¿Qué es lo máximo que puede hacer el Estado para fomentar la paz? Sin ninguna duda, fomentar el empleo productivo y congruamente remunerado y repotenciar los servicios (salud, educación, infraestructura, agua, luz, electricidad y seguridad ciudadana) de manera que vuelvan a estar a la altura del tiempo, como lo estuvieron en la década de los sesenta y setenta.

Ahora bien, esto no lo puede hacer el Estado sin la alianza con la empresa privada. Se puede y se debe poner un marco jurídico apropiado, que no puede ser sin más el del neoliberalismo en boga, pero hay que aceptar la existencia de la empresa privada y brindarle seguridad jurídica y apoyo efectivo.

Además, para los servicios, es imprescindible despolitizar el Estado, que no puede equipararse al gobierno. Lo único que hay que pedir a un funcionario es competencia técnica, ganas de trabajar y honradez. Así el Estado puede aspirar a que vuelvan al servicio público lo más granado de la burguesía, como hicieron desde los años treinta a fin de los setenta, que fue la época de la modernización del país, y cuando tanto el pueblo como las demás clases caminaron en una misma dirección progresiva y cuando engrosó la clase media y con ella se dio la mayor estabilidad y paz.

Crear este clima de entendimiento, dando la seña de que todos en el país vamos en la misma dirección, de que todos tenemos sitio en el país, de que el país es de todos, de que todos nos apoyamos unos a otros, discriminando positivamente a los que están en desventaja económica o cultural, es poner las condiciones de posibilidad para que se desactiven los mecanismos que provocan violencia.

Crear un clima de laboriosidad en el que cada quien está centrado en lo suyo y fundamentalmente contento con su desempeño y alegre al ver que es útil y que contribuye al bien común, es dar la seña de que este modo de vida productivo, progresivo y fecundo merece más la pena que el rentismo, que cobrar sin hacer nada productivo, que vivir extorsionando o cobrando peaje o jugosas comisiones o asaltando.

Concretamente es lo que más puede incidir en que los adolescentes y jóvenes conciban esperanza y se pongan a estudiar con deseo y empeño y a trabajar en lo que les da satisfacción y a la vez crea riqueza social. Así conciben una vida que merece la pena y deja de ser tentación el malandraje o la droga.


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