Francisco Fernández-Carvajal 13 de octubre de 2018
— La
mayor sabiduría consiste en encontrar a Jesucristo.
— El
encuentro con el joven rico.
—
Jesús nos invita a seguirle.
I. Los
textos de la Misa de este domingo nos hablan de la sabiduría divina, que hemos
de estimar más que cualquier otro bien. En la Primera lectura1 leemos
la petición que el autor del libro sagrado pone en boca de Salomón: Supliqué
y se me concedió un espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los
tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No la equiparé a la piedra
más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena, y junto a ella
la plata vale lo que el barro. Nada vale en comparación con el conocimiento
de Dios, que nos hace participar de su intimidad y da sentido a la vida: la
preferí a la salud y a la belleza, me propuse tenerla por luz, porque su
resplandor no tiene ocaso. Es más: Venerunt omnia bona pariter cum
illa... Con ella me llegaron todos los bienes. En sus manos encontré riquezas
incontables.
El
Verbo de Dios encarnado, Jesucristo, es la Sabiduría infinita, escondida en el
seno del Padre desde la eternidad y asequible ahora a los hombres que están
dispuestos a abrir su corazón con humildad y sencillez. Junto a Él, todo
el oro es un poco de arena, y la plata vale lo que el barro, nada. Tener a
Cristo es poseerlo todo, pues con Él nos llegan todos los bienes. Por eso
cometemos la mayor necedad cuando preferimos algo (honor, riqueza, salud...) a
Cristo mismo que nos visita. Nada vale la pena sin el Maestro.
«Señor,
gracias por haber venido. Hubieras podido salvarnos sin venir. Bastaba, en
definitiva, que hubieras querido salvarnos. No se ve que la Encarnación fuera
necesaria. Pero has querido situar entre nosotros el ejemplo completo de toda
perfección (...). Gracias, Maestro, por haber venido, por estar en medio de
nosotros, hombre entre los hombres, el Hombre entre los hombres, como uno más
(...), y, sin embargo, el Hombre que todo lo atrae a sí, porque
desde que ha venido no existe otra perfección.
»Gracias
por haber venido y porque yo puedo mirarte y alimentar mi vida en ti»2.
Ser sabios, Señor, es encontrarte a Ti, y seguirte. Solo acierta en la vida
quien te sigue.
II. En
el Evangelio de la Misa3,
San Marcos nos relata la ocasión perdida de uno que prefirió unos cuantos
bienes a Cristo mismo, que le invitó a seguirle. Cuando salía Jesús con sus
discípulos para ponerse en camino, a punto ya de partir para Jerusalén, llegó
un joven4corriendo, y se puso de rodillas ante Él y le preguntó: Maestro
bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Y el Señor le
indica los Mandamientos como camino seguro y necesario para alcanzar la
salvación. El joven, con gran sencillez, le respondió que los cumplía desde su
niñez. Entonces, Jesús, que conocía la limpieza de su corazón y el fondo de
generosidad y de entrega que existe en cada hombre, en cada mujer, fijando
en él su mirada, le amó con un amor de predilección y le invitó a
seguirle, dejando a un lado todo lo que poseía.
San
Marcos, que recoge la catequesis de San Pedro, oiría de labios de este Apóstol
el relato con todos sus detalles. ¡Cómo recordaría Pedro esa mirada de Jesús
que también, en el comienzo de su vocación, se posó sobre él y cambió el rumbo
de su vida! Mirándolo Jesús le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú
te llamarás Cefas5.
Y la vida de Pedro ya fue otra. ¡Cómo nos gustaría contemplar esa mirada de
Jesús! Unas veces es imperiosa y entrañable; o de pena y de tristeza, al ver la
incredulidad de los fariseos6;
de compasión ante el hijo muerto de la viuda de Naín7;
en otras ocasiones, con su mirada invitará a dejarlo todo y a seguirle, como en
el caso de Mateo8;
sabrá conmover el corazón de Zaqueo, llevándolo a la conversión9;
se enternecerá ante la fe y la grandeza de alma de la viuda pobre que dio todo
lo que tenía10. Su mirada penetrante ponía al descubierto el alma frente a
Dios, y suscitaba al mismo tiempo la contrición. Así miró Jesús a la mujer
adúltera11, y al mismo Pedro, llevándole a llorar amargamente su
cobardía12.
Jesús
miró con un gran aprecio a este joven que se le acercaba: Iesus autem
intuitus eum dilexil eum. Y le invitó: «Sígueme. Camina sobre
mis pasos. ¡Ven a mi lado! ¡Permanece en mi amor!»13.
Es la invitación que quizá nosotros hemos recibido... ¡y le hemos seguido! «Al
hombre le es necesaria esta mirada amorosa; le es necesario
saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido
desde la eternidad (cfr. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor
eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de
amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de
la humillación, de la persecución, de la derrota (...); entonces la
conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a
cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra
existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la
propia existencia, entonces esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia
del amor que en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda
destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir»14.
Cada
uno recibe una llamada particular del Maestro, y en la respuesta a esta
invitación se contienen toda la paz y la felicidad verdaderas. La auténtica
sabiduría consiste en decir sí a cada una de las invitaciones que Cristo,
Sabiduría infinita, nos hace a lo largo de la vida, pues Él sigue recorriendo
nuestras calles y plazas. Cristo vive y llama. «Un día –no quiero generalizar,
abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia–, quizá un amigo, un cristiano
corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al
mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte
seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste
entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que
libremente, porque te dio la gana –que es la razón más sobrenatural–,
respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que solo
desaparece cuando te apartas de Él»15.
Es la alegría de la entrega, ¡tan opuesta a la tristeza que anegó el alma del
joven rico, que no quiso corresponder a la llamada del Maestro!
III. Anda,
vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el Cielo;
luego ven y sígueme, le dijo Jesús a este joven que tenía muchos
bienes. Y las palabras que debían comunicarle una inmensa alegría, le
dejaron en el alma una gran tristeza: afligido por estas palabras, se
marchó triste. «La tristeza de este joven nos lleva a reflexionar. Podremos
tener la tentación de pensar que poseer muchas cosas, muchos bienes de este
mundo, puede hacernos felices. En cambio, vemos en el caso del joven del
Evangelio que las muchas riquezas se convirtieron en obstáculo para aceptar la
llamada de Jesús a seguirlo. ¡No estaba dispuesto a decir sí a Jesús, y no a sí
mismo, a decir sí al amor, y no a la huida! El amor verdadero es exigente»16.
Si notamos en nuestro corazón un deje de tristeza es posible que se deba a que
el Señor nos esté pidiendo algo y nos neguemos a dárselo, a que no hayamos
terminado de dejar libre el corazón de ataduras para seguirle plenamente. Es
quizá el momento de recordar las palabras de Jesús al final de este pasaje del
Evangelio: Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o
madre o padre, o hijos o tierras, por Mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en
este tiempo, cien veces más –casas, y hermanos y hermanas, y madres e hijos, y
tierras, con persecuciones–, y en la edad futura la vida eterna.
...Ven
y sígueme. ¡Cómo estarían todos esperando la respuesta del joven!
Con esta palabra –sígueme– Jesús llamaba a sus discípulos más íntimos.
Esta invitación llevaba consigo acompañarle en su ministerio, escuchar su
doctrina y a veces una explicación más pausada, imitar su modo de vida...
Después de la Ascensión de Jesús a los Cielos, el seguimiento no es,
lógicamente, acompañarle por los caminos y aldeas de Palestina, sino permanecer
allí donde Él nos encontró, en medio del mundo, y hacer nuestra su vida y su
doctrina, comunicarnos con Él mediante la oración, tenerle presente en el
trabajo, en el descanso, en las alegrías y en las penas... darlo a conocer con
el testimonio alegre de una vida corriente y con la palabra. Seguir al Señor
comporta un ponerse en camino, es decir, la exigencia de una vida de empeño y
de lucha por imitar al Maestro. «En este esfuerzo por identificarse con Cristo,
he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle.
Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre,
buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este
empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis
comenzado a tratarlo y a amarlo»17.
Él no deja de llamarnos para emprender el camino de la santidad siguiendo sus
pasos. Ahora, también Jesús vive y llama. Es el mismo que recorría los caminos
de Palestina. No dejemos pasar las oportunidades que nos brinda.
1 Sab 7,
7-11.—
2 J.
Leclerq, Treinta meditaciones sobre la vida cristiana,
Desclée de Brouwer, Bilbao 1958, pp. 50-51. —
3 Mc 10,
17-30. —
4 Cfr. Mt 19, 16. —
5 Jn 1, 42. —
6 Cfr. Mc 2, 5. —
7 Cfr. Lc 7,
13. —
8 Cfr. Mt 9.
—
9 Cfr. Lc 19,
5. —
10 Cfr. Mc 12,
41-44. —
11 Cfr. Jn 8,
10. —
12 Cfr. Lc 22,
61; Mc 14, 72. —
13 Juan
Pablo II, Homilía 1-X-1979. —
14 ídem, Carta
a los jóvenes, 31-III-1985, 7. —
15 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 1.—
16 Juan
Pablo II, Homilía 1-X-1979. —
17 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 300.
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