Por Gregorio Salazar
Viviría, como mínimo, sumido
en hondas cavilaciones, con las sienes aprisionadas entre las mano buscando
incesantemente la respuesta al hecho cierto de que después de más de dos años
pretendiendo cumplir con el rol de mediador en la crisis venezolana no haya
podido ganarme la confianza del vasto sector opositor, sino todo lo contrario.
Me atormentaría la evidencia
inobjetable de que la controversia en torno a mi figura y mi actuación como
facilitador del diálogo ha copado la escena y la ha avasallado de manera
inconveniente, pues terminó por colocar en un segundo plano la necesidad que
tiene Venezuela de que los dos alejados extremos de la política nacional se
encuentren y concilien salidas urgentes a la crisis política y medidas que
comiencen a revertir las grandes calamidades que arrasaron las condiciones de
vida de la población.
Dejaría de una vez por todas
de incurrir en el desacierto de buscarle atenuantes a la responsabilidad del
régimen en el caos nacional para asignárselas a otros factores internos y
externos, tal como ha sido política reiterada del oficialismo.
Aunque parezca una nimiedad,
administraría mejor esas sonrisas desplegadas cuando esté al frente de los amos
del poder en Venezuela. Me convencería de que la gran mayoría de los
venezolanos no les hace gracia esas carantoñas palaciegas y lee esas
exhibiciones como una señal de connivencia o entendimiento con los autores de
su tragedia. En medio de la hipersensibilidad ciudadana, esas escenas de
mutua complacencia acaban con cualquier presunción de desinterés del mediador y
de ellas se ha servido el régimen para estigmatizar la mesa de diálogo y
sembrar el descreimiento sobre su utilidad y eficiencia.
Me interrogaría muy
francamente sobre si la división que ha tomado cuerpo en el seno de la
oposición a partir de la agria y permanente controversia sobre mis ejecutorias no
ha desbalanceado el proceso de negociación en beneficio del régimen. Entendería
que la fractura que se produjo esta semana en el seno de la Asamblea Nacional
va a ser un factor concomitante, y no en forma positiva obviamente, sobre
cualquier reinicio de negociación. En principio porque ya no serían dos, sino
tres los factores en pugna.
Pero más que eso, me
preguntaría si la decisión del Poder Legislativo no ha llevado a su mínima
expresión la posibilidad de permanecer como propiciador en la búsqueda de un
proceso de diálogo.
¿Estoy en condiciones de
pasar por alto esos cuestionamientos ahora de carácter institucional?
Pero dejemos hasta aquí este
informal ejercicio de ponernos en el calzado de Zapatero y aterricemos en la
evidencia de la decisión de un sector de la oposición de no cerrar
definitivamente la puerta al diálogo, sobre todo si mejoraran las condiciones
para ello. Y ese diálogo pudiera reabrirse a despecho de los sectores en
contra.
Zapatero pudiera renacer de
sus cenizas si se interpretara que la fracción de la AN que votó en su contra
no se opone exclusivamente a él y sus equívocos, sino contra toda posibilidad
de diálogo con un régimen que redujo los intentos anteriores a simple burla,
ganó tiempo para afianzar sus posiciones y encajó reveses a la oposición, que a
cambio recogió como fatídica cosecha el rechazo y/o el descreimiento de sus
seguidores. El rechazo no sería única y básicamente al personaje sino al
proceso todo. La pregunta es si quienes no lo han condenado de plano en la AN
estarían dispuestos a quedarse con el “malo conocido” descartando al “bueno por
conocer”.
Dicen las empresas de sondeo
de opinión que más del 60 % de los venezolanos quiere la paz y la solución
pacífica de la crisis. Eso implica diálogo y negociación, que es decir impulsar
y generar condiciones desde la oposición que el gobierno se ha empeñado una y
otra vez en demoler.
11-11-18
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