Francisco Fernández-Carvajal 17 de marzo de 2019
— La
conciencia ilumina toda la vida. Se puede deformar y endurecer.
— La
conciencia bien formada. Doctrina y vida. Ejemplaridad.
— Ser
luz para los demás. Responsabilidad.
I. Si
oís hoy la voz de Dios, no queráis endurecer vuestros corazones1,
nos repite la liturgia todos los días de este tiempo litúrgico. Y cada día, de
formas muy diversas, Dios habla al corazón de cada uno de nosotros.
«Nuestra
oración durante la Cuaresma va dirigida a despertar la conciencia, a
sensibilizarla a la voz de Dios. No endurezcáis el corazón, dice el
Salmista. En efecto, la muerte de la conciencia, su indiferencia en relación al
bien y al mal, sus desviaciones son una gran amenaza para el hombre.
Indirectamente son también una amenaza para la sociedad porque, en último
término, de la conciencia humana depende el nivel de moralidad de la sociedad»2.
La conciencia es la luz del alma, de lo más profundo del ser del hombre, y, si
se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer todos los atropellos
posibles contra sí mismo y contra los demás.
Antorcha
de tu cuerpo son tus ojos3,
dice el Señor. Antorcha del alma es la conciencia, y si está bien formada,
ilumina el camino, el camino que termina en Dios, y el hombre puede avanzar por
él. Aunque tropiece y caiga, puede levantarse y seguir adelante. Quien ha
dejado que su sensibilidad interior se «duerma» o «muera» para las cosas de
Dios, se queda sin señales y desorientado. Es la mayor desgracia que le puede
ocurrir a un alma en esta vida. ¡Ay de los que llaman al mal bien y al
bien mal -anuncia el profeta Isaías-, que de la luz hacen
tinieblas y de las tinieblas luz, y truecan lo amargo por dulce y lo dulce por
amargo!4.
Jesús
compara la función de la conciencia a la del ojo en nuestra vida. Si tu
ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado, pero si tu ojo está enfermo,
también tu cuerpo queda en tinieblas. Mira, pues, no sea que la luz que hay en
ti sea tinieblas5.
Cuando el ojo está sano se ven las cosas tal como son, sin deformaciones. Un
ojo enfermo no ve o deforma la realidad, engaña al propio sujeto, y la persona
puede llegar a pensar que los sucesos y las personas son como ella los ve con
sus ojos enfermos.
Cuando
alguien sufre un error en los asuntos de la vida diaria, por haber hecho una
falsa estimación de los datos, ocasiona perjuicio y molestias, que a veces
pueden ser de escasa importancia. Cuando en el error se ve comprometida la vida
eterna, la trascendencia no tiene límites.
La
conciencia se puede deformar por no haber puesto los medios para alcanzar la
ciencia debida acerca de la fe, o bien por una mala voluntad dominada por la
soberbia, la sensualidad, la pereza... Cuando el Señor se queja de que los
judíos no reciben su mensaje, afirma la voluntariedad de su decisión –no
quieren creer6– y no pone la causa en una dificultad involuntaria: esta es
más bien consecuencia de su libre negativa: ¿Por qué no entendéis mi
lenguaje? Porque no podéis sufrir mi doctrina7.
Las pasiones y la falta de sinceridad con uno mismo pueden llegar a forzar el
entendimiento, para pensar de otra forma más acorde con un tono de vida o con
unos defectos y malos hábitos que no se quieren abandonar. No hay entonces
buena voluntad, el corazón se endurece y se adormece la conciencia, porque ya
no señala la dirección verdadera, la que lleva a Dios; es como una brújula rota
que desorienta a la propia persona, y frecuentemente a otras muchas. «El hombre
que tiene el corazón endurecido y la conciencia deformada, aunque pueda tener
la plenitud de las fuerzas y de las capacidades físicas, es un enfermo
espiritual y es preciso hacer cualquier cosa para devolverle la salud del alma»8.
La
Cuaresma es un tiempo muy oportuno para pedirle al Señor que nos ayude a
formarnos muy bien la conciencia, y para que examinemos si somos radicalmente
sinceros con nosotros mismos, con Dios, y con aquellas personas que en su
nombre tienen la misión de aconsejarnos.
II. La
luz que hay en nosotros no brota de nuestro interior, de la propia
subjetividad, sino de Jesucristo. Yo soy –ha dicho Él– la
luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas9.
Su luz esclarece nuestras conciencias; más aún, nos puede convertir en luz que
ilumine la vida de los demás: vosotros sois la luz del mundo10.
Nos pone el Señor en el mundo a todos los cristianos para que señalemos con la
luz de Cristo el camino a los demás. Lo haremos con nuestra palabra y,
particularmente, a través de nuestro comportamiento en los deberes
profesionales, familiares y sociales. Por esto, debemos conocer muy bien los
límites de nuestras actuaciones con arreglo a la honradez humana y a la moral
de Cristo; ser conscientes del bien que podemos realizar, y hacerlo; tener
clara conciencia de aquello que en la profesión no puede hacer un hombre de
bien y un buen cristiano, y evitarlo; si hemos cometido un error, pedir perdón,
corregirlo, y reparar si hubiese lugar a ello. La madre de familia que tiene
como tarea santificadora su hogar, deberá preguntarse en su oración si es ejemplar
en sus deberes para con Dios, si vive la sobriedad, si domina su malhumor, si
dedica el tiempo necesario a los hijos y a la casa... El empresario debe
considerar con frecuencia si pone todos los medios necesarios para conocer la
doctrina social de la Iglesia, y si se empeña en llevarla a la práctica en sus
negocios, en el mundo de su empresa, si paga los salarios justos...
La
vida cristiana se enriquece al poner en práctica, en los asuntos diarios, las
enseñanzas que el Señor nos hace llegar a través de su Iglesia. La doctrina
cobra así toda su fuerza. Doctrina y vida son realidades de una conciencia bien
formada. Cuando por ignorancia más o menos culpable se desconoce la doctrina o
cuando, conociendo esta, no se lleva a la práctica, se hace imposible llevar
una vida cristiana y avanzar en el camino de la santidad.
Todos
tenemos necesidad de formarnos una conciencia recta y delicada que entienda con
facilidad la voz de Dios en los asuntos de la vida cotidiana. La ciencia moral
debida y el esfuerzo por vivir las virtudes cristianas (doctrina y vida) son
los dos aspectos esenciales de la formación de la conciencia. En ocasiones,
ante situaciones menos claras que se presentan en nuestra profesión deberemos
considerarlas delante de Dios, y cuando sea necesario recabar el consejo
oportuno de aquellas personas que pueden esclarecer nuestra conciencia, y luego
llevar a la práctica las decisiones que hayamos tomado, con responsabilidad
personal. Nadie nos puede sustituir ni podemos delegar esta responsabilidad.
En el
examen general y particular de conciencia aprendemos a ser sinceros con
nosotros mismos, llamando a nuestros errores, flaquezas y faltas de generosidad
por su nombre, sin enmascararlos con falsas justificaciones o tópicos del
ambiente. La conciencia que no quiere reconocer sus faltas deja al hombre a
merced de su propio capricho.
III. Para
el caminante que verdaderamente desea llegar a su destino lo importante es
tener claro el camino. Agradece las señales claras, aunque alguna vez indiquen
un sendero un poco más estrecho y dificultoso, y huirá de los caminos que,
aunque sean anchos y cómodos de andar, no conducen a ninguna parte... o llevan
a un precipicio. Debemos tener el máximo interés en formar bien nuestra
conciencia, pues es la luz que nos hace distinguir el bien del mal, la que nos
lleva a pedir perdón y recuperar la senda del bien si la hubiésemos perdido. La
Iglesia nos proporciona los medios, pero no nos exime del esfuerzo de
aprovecharlos con responsabilidad.
En
nuestra oración de hoy podemos preguntarnos: ¿Dedico a mi formación espiritual
el tiempo necesario, o me dejo absorber con frecuencia por las demás cosas que
llenan el día? ¿Tengo un plan de lecturas, visto en la dirección espiritual,
que me ayude a progresar en mi formación espiritual de acuerdo con mi edad y
cultura? ¿Soy fiel a las indicaciones del Magisterio de la Iglesia, sabiendo
que en él encuentro la luz de la verdad ante opiniones contradictorias en
materia de fe, de enseñanzas sociales, etcétera, con las que frecuentemente me
encuentro? ¿Procuro conocerlo y darlo a conocer? ¿Lo acato con docilidad y
piedad? ¿Rectifico frecuentemente la intención ofreciendo las obras a Dios,
teniendo en cuenta que los hombres tendemos a buscar el aplauso, la vanidad, la
alabanza en lo que hacemos, y que por ahí entra muchas veces la deformación en
la conciencia?
Necesitamos
luz y claridad para nosotros y para quienes están a nuestro lado. Es muy grande
nuestra responsabilidad. El cristiano está puesto por Dios como antorcha que
ilumina a otros en su caminar hacia Dios. Debemos formarnos «de cara a esa
avalancha de gente que se nos vendrá encima, con la pregunta precisa y
exigente: —“bueno, ¿qué hay que hacer?”»11.
Los hijos, los parientes, los colegas, los amigos se fijan en nuestro comportamiento
y hemos de llevarlos a Dios. Y para que el guía de ciegos no sea también ciego12 no
basta saber como de oídas, por referencias; para llevar a nuestros parientes y
amigos a Dios no basta un conocimiento vago y superficial del camino; es
necesario andarlo... Esto es: tener trato con el Señor, ir conociendo cada vez
con más profundidad su doctrina, tener una lucha concreta contra nuestros
defectos. En una palabra: ir por delante en la lucha interior y en el ejemplo.
Ser ejemplares en la profesión, en la familia... «Quien tiene la misión de
decir cosas grandes –dice San Gregorio Magno–, está obligado igualmente a
practicarlas»13. Y solo si las practica será eficaz lo que diga.
Jesucristo,
cuando quiso enseñar a los discípulos cómo habían de practicar el espíritu de
servicio unos con otros, se ciñó él mismo una toalla y les lavó los pies14.
Eso debemos hacer nosotros: dar a conocer a Cristo siendo ejemplares en los
quehaceres diarios, convertir en vida la doctrina del Señor.
1 Liturgia
de las horas. Invitatorio para la Cuaresma, Sal 94, 8. —
2 Juan
Pablo II, Angelus 15-III-1981. —
3 Mt 11,
34. —
4 Is 5,
20-21. —
5 Lc 11, 34-35. —
6 Cfr. Lc 13, 34; Jn 10,
38. —
7 Jn 8, 43. —
8 Juan
Pablo II, Ibídem. —
9 Jn 8,
12. —
10 Mt 5,
14. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 221. —
12 Cfr. Mt 15,
14. —
13 San
Gregorio Magno, Regla pastoral, 2, 3. —
14 Cfr. Jn 13,
15.
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