Por Michael Penfold
Venezuela es víctima de una
tragedia económica como la que escasos países han vivido en el mundo entero,
pero dentro de poco, va a experimentar un completo deslave humanitario. Una
cosa es habitar en un país que padece la peor hiperinflación en la historia
latinoamericana contemporánea, pero otra muy diferente es que esa misma
población ahora tenga que sufrir simultáneamente el descalabro de servicios
públicos básicos como electricidad, agua y transporte.
Durante los últimos cinco
años, Venezuela ha vivido la destrucción de la mitad de su economía. En lo que
queda de este año, como resultado de un terco esfuerzo antidemocrático por
parte de un régimen que busca aferrarse al poder a cualquier costo social —y
bloquear así el cambio político que demanda pacíficamente más del 82% de la
nación—, la economía puede perder casi una tercera parte adicional de su ya
débil actividad restante.
El declive de la otrora
orgullosa industria petrolera es pasmoso. Como resultado de la incompetencia
gerencial, la corrupción, la falta de inversión, unas duras sanciones impuestas
por Estados Unidos y el deterioro de la infraestructura eléctrica, una mermada
producción de crudo que apenas rasguñaba más de 1,2 millones de barriles
diarios para finales del 2018, se encuentra en estos momentos por debajo de los
800.000 barriles diarios. Hoy México y Colombia producen más petróleo que
Venezuela, que hace dos décadas atrás, era uno de los principales competidores
de Arabia Saudí.
En diciembre pasado, según
estudios de varias universidades nacionales, más del 60% de la población vivía
en condiciones de pobreza extrema; pero en el próximo semestre estas mismas
cifras pueden sobrepasar fácilmente el 75% de la población. Este colapso ha
convertido a Venezuela en una nación en fuga, en el que se han marchado más de
3,5 millones de personas; pero en cuestión de semanas la presión migratoria
sobre Colombia, Brasil y el Caribe entrará inevitablemente en una espiral aún
más dolorosa.
Cualquier sistema político,
indistintamente de su naturaleza, crujiría frente a un desastre socioeconómico
de esta magnitud.
El régimen de Maduro ha
logrado plantarse reprimiendo, bloqueando la realización de un referéndum
revocatorio, declarando en desacato al poder legislativo, extendiendo falsas
negociaciones, ilegalizando partidos políticos, violando la Constitución para
convocar írritamente una Constituyente y también manipulando las instituciones
para inhabilitar candidatos y simular eventos electorales, entre ellas, los
comicios presidenciales. La última ola de protestas que se inició el 10 de
enero de 2019, liderada por Juan Guaidó como presidente de la Asamblea
Nacional, fecha en la que Maduro pretendía dar inicio a un segundo periodo
constitucional sin contar con la necesaria legitimidad de origen, es sin duda el
esfuerzo de mayor escala por precipitar una transición política en el país.
Tres meses más tarde —a
pesar que a Juan Guaidó lo han llegado a reconocer como presidente encargado
más de 60 países del planeta y cuenta con niveles de popularidad de más del 61%—,
Maduro continúa en el palacio presidencial de Miraflores con apenas 14 puntos
de aprobación. De modo que la única pregunta relevante para el caso venezolano
es: ¿por qué no se termina de iniciar un proceso de transición democrática para
restaurar la Constitución?
Venezuela en muchos sentidos
apunta a la vanguardia de los nuevos tipos de autoritarismo globales que han
probado ser extremadamente resistentes. Estos regímenes de nuevo cuño están
construidos sobre dos pilares fundamentales: partido hegemónico y control
militar. Esta combinación hace que estos sistemas sean mucho más inmunes a las
crisis económicas y sociales. Son mucho más complejos de desmontar.
El tema electoral es
manipulado desde el plano partidista a través de un diseño hegemónico apoyado
sobre el control institucional del Estado; y también del condicionamiento
social del voto por medio del uso a gran escala del clientelismo político y la
corrupción. No obstante, cuando la manipulación institucional de ese rostro
electoral falla, estos sistemas también tienen una alta capacidad de represión
tanto formal como para-estatal. En función de estas diferencias, las
transiciones se vuelven más complejas que aquellas en sistemas estrictamente
dictatoriales como las que vivieron los chilenos, argentinos o brasileños en el
siglo pasado.
Es mejor mirar a Egipto,
Zimbabue, Argelia, Nicaragua, Rusia y Turquía, países con algunos de los cuales
Caracas ha establecido potentes alianzas, entre las que también destacan
sistemas totalitarios más antiguos como China, Irán y Cuba. Los críticos que le
exigen rapidez a la oposición venezolana en el desmantelamiento de este
entramado no pueden obviar esta realidad. Es un gran error caer en la trampa de
la exigencia del tiempo (si no es rápido no funciona) y aceptar más bien que
las rutas para lograr la transición pueden ser muy variadas; pero que dadas
esas restricciones el proceso tiene ineludiblemente que incorporar a los
principales factores internos de un sistema que es inherentemente inercial y
resistente.
Aun así, ¿por qué no se ha
iniciado la transición democrática? Las razones no tienen que ver con la falta
de condiciones objetivas económicas ni sociales y mucho menos por la ausencia
de suficientes presiones internacionales ni populares: la causa quizá estribe
en que todavía no hay una alternativa transicional que sea lo suficientemente
apetecible para aquellos factores internos que la puedan precipitar. Aún no
existe en el caso venezolano una oferta pública que sea altamente atractiva
para todos los actores relevantes que sostienen a la coalición dominante en el
poder, incluyendo a los militares, que los induzca a aceptar los beneficios de
un cambio político.
Esa oferta pública, que debe
ser el principal trabajo político de la Asamblea Nacional, tiene que cubrir una
oferta institucional en lo militar (la amnistía es insuficiente), en lo
transicional (no solo jurídico sino sobre todo en lo político para que sea lo
suficientemente inclusivo y que impida que haya una cacería de brujas) y
también electoral (que blinde la ruta comicial y le garantice espacios a los
chavistas para que no sean barridos). Es indudable que su implementación no
depende de la Asamblea Nacional, y mucho menos de Guaidó, pero para hacerla
creíble —y para hacerla menos incierta—, es necesario dibujarla.
En esa implementación, los
militares van a actuar corporativamente pues controlan el sector petrolero,
minero y alimentario además de todo el comercio ilegal. Sus rentas pueden
fácilmente representar más del 10% del PIB. Es ilusorio pensar que los
militares simplemente se van a quebrar internamente a través de un golpe de
estado para favorecer a la oposición o inmolarse por la revolución sin proteger
primero colegiadamente sus intereses.
También es ilusorio que los
militares vayan a apoyar incondicionalmente a Maduro pues su supervivencia
corporativa también podría estar en juego ante la magnitud del colapso
económico y social. Hasta ahora los militares no han actuado como a la
oposición le hubiese gustado pero tampoco han hecho todo lo que a Maduro le
hubiese servido. Si actúan muy rápido le podrían dar demasiado poder a unos
grupos en los que desconfían y, si actúan muy tarde, la anarquía que supone el
creciente poder de grupos irregulares sobre el territorio así como el deterioro
de la infraestructura, podría terminar de arroparlos.
La estrategia de Maduro es
resistir en el poder. Hasta ahora ha mostrado disposición y capacidad para
hacerlo. Actúa como un típico revolucionario latinoamericano. Sin embargo, en
este momento Maduro aún si sobrevive no garantiza gobernabilidad, ni acceso a
financiamiento para estabilizar la economía, ni capacidad para atender la
crisis de servicios básicos y mucho menos la posibilidad de convencer a los
Estados Unidos que remuevan las sanciones internacionales.
Estas limitaciones son un
problema muy serio tanto para los militares, que se mantienen leales pero muy
inquietos ante un futuro que promete un desmembramiento del orden estatal y una
disminución exponencial de sus rentas, como para los mismos chavistas, que aun
siendo la principal minoría política del país, ven la transformación de su
proyecto en una simple apuesta a ciegas por el poder. Es por ello que el
proceso de cambio político, aún si se retrasa, es irreversible. El régimen
difícilmente pueda volver a donde estaba hace meses atrás, mucho menos ahora
con la profundización de la crisis eléctrica y los problemas de suministro de
agua en todo el territorio nacional.
Por otro lado, Guaidó es un
fenómeno político de masas, lo cual es sorprendente tanto por lo vertiginoso
como por los pocos medios independientes existentes; la Asamblea Nacional está
fortalecida y reconocida internacionalmente como la única institución legítima
por lo que cualquier salida pasa por ella; y a pesar de la migración y de las
penurias económicas, la gente se mantiene movilizada ante una demanda de cambio
que es prácticamente infinita. Estas fortalezas no las tiene la oposición
democrática ni en Egipto ni en Turquía ni en Rusia. Tampoco en Nicaragua.
Transcurridos tres meses
desde los eventos posteriores al 10 de enero de 2019, cada vez resulta más
claro que lo único que puede estabilizar y relanzar a Venezuela son unas
elecciones justas y libres. No hay otra salida. Pero es prácticamente imposible
llegar a ese objetivo sin una negociación que genere una transición política
con plenas garantías democráticas para todos, incluyendo incluso a aquellos que
controlan el poder.
En Venezuela, ya no hay
rutas exprés para producir esa transición porque no hay imposiciones
unilaterales. De modo que la transición no es posible decretarla, sino que es
necesario acordarla políticamente a través de mecanismos de negociación que muy
probablemente sean secretos. Cualquier otra opción, que no sea concertar
políticamente un cambio radical del modelo existente, es condenar al país a la
profundización de un mayor caos económico y social, lo cual va a conllevar a
repercusiones migratorias aún más grandes en el resto de América Latina.
Las distintas fuerzas del
país, por más que desconfíen el uno del otro, no tienen ninguna otra
posibilidad sino comenzar a cooperar para producir un escenario de este tipo.
Tan solo de esta manera, Venezuela puede llegar a superar la miseria y la
oscuridad en la que se encuentra tristemente sumergida. La transición está
cerca pero requiere de mucha astucia y olfato político para ser construida.
Fuente: El País
16-04-19
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