Francisco Fernández-Carvajal 18 de mayo de 2019
— Ser
justos con quienes nos relacionamos, con quienes dependen de nosotros, con la
sociedad.
— La
promoción de la justicia.
—
Fundamento y fin de la justicia.
I. La
palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; Él ama la
justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra1.
La
justicia es la virtud cardinal que permite una convivencia recta y limpia entre
los hombres. Sin esta virtud, la convivencia se torna imposible, la sociedad,
la familia, la empresa dejan de ser humanas y se convierten en lugares donde el
hombre atropella al hombre. La justicia regula la convivencia de la sociedad
humana en cuanto humana, es decir, basada en el respeto de los derechos
personales; «es principio fundamental de la existencia y de la coexistencia de
los hombres, como también de las comunidades humanas, de las sociedades y de
los pueblos»2.
Un
aspecto de esta virtud atañe a las relaciones con el vecino, con el compañero,
con el amigo, con el colega y, en general, con toda persona: regula estas
relaciones de los hombres entre sí, dando a cada uno lo que le es debido. Otra
faceta de la justicia se refiere a los deberes de la sociedad en relación a lo
que a cada individuo le corresponde. Por último, existe otro plano de la
justicia, que regula aquello que cada individuo concreto debe a la comunidad a
la que pertenece, al todo del que forma parte.
La
justicia en una sociedad viene de quienes la componen. Son las personas quienes
proyectan en la sociedad su justicia o su injusticia, sobre todo quienes en
ellas tienen más responsabilidad. Y esto es válido en la familia, en la
empresa, en la nación o en el conjunto de naciones que componen el mundo. Si de
verdad queremos que la justicia impere en una sociedad –ya se trate de una
aldea o de la nación–, hagamos justos a los hombres que la componen: que cada
uno de nosotros comience a ser justo en ese triple plano: con quienes nos
relacionamos cada día, con quienes dependen de nosotros, dando lo que debemos a
la sociedad de la que formamos parte. Esta es la primera obligación moral de la
justicia, ser justos en todos los aspectos de nuestra vida: convivir con
rectitud y limpieza, ser justos con la familia, con el vecino... con el Estado.
La lucha porque impere una mayor justicia en la sociedad es fruto de una serie
de decisiones personales, que van modelando el alma de la persona que ejercita
esta virtud. Con actos concretos de justicia, el hombre se moverá cada vez con
más facilidad por «una voluntad constante e inalterable de dar a cada uno lo
suyo»3, pues en esto consiste la esencia de esta virtud.
Si hay
una tarea noble y bella que corresponde al común de los ciudadanos es
precisamente la de trabajar, con responsabilidad personal, por una sociedad más
justa, recta y limpia.
II.
«Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el
sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los
afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de
familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos y
tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de
gran parte de la humanidad»4.
La fe nos lleva a estar presentes, a intervenir muy directamente en los afanes
nobles, en las «menudencias de la vida de familia» y «en los conflictos y
tareas que definen cada época histórica»... para santificarnos nosotros y
santificar esas realidades, haciéndolas más humanas, más justas, para llevarlas
a Dios. «Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos
inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (Cfr. Tertuliano, Apologeticum,
17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el
corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía,
tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren
ver y en corazones que no quieren amar»5.
La fe
nos urge porque es grande la necesidad de justicia que existe en el mundo. «Los
bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura,
encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas
que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como
números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me
impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica
ese mandamiento nuevo del amor.
»Todas
las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino,
nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás»6.
El
cristiano se esfuerza en remediar lo injusto por amor a Jesucristo y a sus
hermanos los hombres. El justo, en el pleno sentido de la palabra, es aquel que
va dejando a su paso amor y alegría y no transige con la injusticia allí donde
la encuentra, ordinariamente en el ámbito en el que se desarrolla su vida: en
la familia, en su empresa, en el municipio donde tiene su hogar... Si hacemos
examen, es posible que encontremos injusticias que remediar: juicios
precipitados contra personas o instituciones, rendimiento en el trabajo, trato
injusto a otras personas...
III. El
origen, la gran fuerza que mueve al hombre justo, es el amor a Cristo; cuanto
más fieles al Señor seamos, más justos seremos, más comprometidos estaremos con
la verdadera justicia. Un cristiano sabe que el prójimo, el «otro», es Cristo
mismo, presente en los demás, de modo particular en los más necesitados. «Solo
desde la fe se comprende qué es lo que de verdad nos jugamos con la justicia o
la injusticia de nuestros actos: acoger o rechazar a Jesucristo»7.
Este es el gran motor de nuestras acciones. Esto es lo que solo los cristianos,
mediante la fe, podemos ver: Cristo nos espera en nuestros hermanos. Porque
tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed... Omisiones: Cada
vez que dejasteis de hacerlo con uno de mis hermanos más pequeños, dejasteis de
hacerlo conmigo8.
El
Señor está en cada hombre que padece necesidad. «Los pobres de la sociedad,
personalmente considerados, así como las zonas, los grupos étnicos o
culturales, los enfermos, los sectores de la población más pobres y marginados
tienen que ser preocupación constante de la Iglesia y de los cristianos. Es
preciso aumentar los esfuerzos para estar con ellos y compartir sus condiciones
de vida, sentirnos llamados por Dios desde las necesidades de nuestros
hermanos, hacer que la sociedad entera cambie para hacerse más justa y más
acogedora en favor de los más pobres»9.
«Hay
que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los
hombres»10. Bastaría examinar nuestro espíritu de atención, de respeto,
de afán de justicia, enriquecido por la caridad, para conocer con qué fidelidad
seguimos a Cristo. Y al revés, si es profundo y verdadero el trato y el amor a Cristo,
ese trato y ese amor se desbordan inconteniblemente hacia los demás.
«Las
exigencias espirituales y materiales del servicio cristiano a los demás, son
grandes: en la voluntad, en el sentimiento, en las obras. Ante ellas, con la
ayuda de la gracia divina, el cristiano ni se acobarda ni se atolondra con un
nervioso frenesí de “gestos” sorprendentes. Pero tampoco “se queda
tranquilo”: caritas enim urget nos: porque nos acucia la caridad de
Cristo (2 Cor 5, 14)»11,
que nos lleva más allá de la mera justicia, pero –como es claro– supone haber
satisfecho lo que es justo.
«Para
que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente irreprochable y aparezca
como tal –enseña el Concilio Vaticano II– , es necesario (...) cumplir antes
que nada las exigencias de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo
que ya se debe por razón de justicia»12.
La
práctica de la justicia nos lleva a un constante encuentro con Cristo. En
último extremo, «hacerle justicia a un hombre es reconocer la presencia de Dios
en él»13.
Por
eso también, en el cristiano no puede haber verdadera justicia si no está
informada por la caridad14,
porque quedaría a ras de tierra, empequeñecida. Cristo, en nuestras relaciones
con el prójimo, quiere más de nosotros. A Él hemos de pedirle «que nos conceda
un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de
comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces
angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad»15.
1 Salmo
responsorial. Sal 33, 4-5. —
2 Juan
Pablo II, Audiencia general, 8-XI-1978. —
3 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 58, a. 1. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 110. —
5 Ibídem,
111. —
6 Ibídem.
—
7 P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, p. 215.
—
8 Cfr. Mt 25,
45. —
9 Conferencia
Episcopal Española, Testigos del Dios vivo, 28-VI-1985, n.
59. —
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., 111. —
11 F.
Ocáriz, Amor a Dios, amor a los hombres, Palabra, 3ª ed.,
Madrid 1973, p. 109. —
12 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 8. —
13 P.
Rodríguez, o. c., p. 217. —
14 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 4, a. 7. —
15 San
Josemaría Escrivá, o. c., 167.
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