Félix Palazzi 18 de mayo de 2019
El
mismo día que se mostraba el “músculo y el brazo armado de la revolución” para
defender a la patria, se enterraba a un ser humano que, protegiendo a su
familia, se entregó en las manos del único que le podía dar la verdadera
libertad. Unos practicaban la guerra mientras otro se confiaba a la eternidad.
Vivimos
en medio de una gran crisis económica y cada quien puede ser libre de postular
la causa que más se adapte a su opción partidista. Pero la crisis moral, de
valores, alcanza dimensiones mucho más desproporcionadas y descomunales,
impidiendo la construcción del “bien común”. A los cristianos, así como a otras
comunidades creyentes, nos une el mandamiento de “no matar”. Este mandamiento
priva sobre cualquier ideal o causa que se quiera interponer para justificar el
hecho de quitarle la vida a otro ser humano. La vida humana no tiene precio, no
puede ser igualada a un ideal, por muy noble que éste sea.
En
días recientes hemos escuchado hablar de guerra. Nuestra historia contemporánea
nos muestra la ineficacia de la misma. Bastaría traer a la memoria y enumerar
el número de conflictos armados que realmente han solucionado los problemas de
una población. La guerra, a la larga, solo deja vencidos y vencedores, y un
alto índice de víctimas.
Abrir
el espiral de la violencia con el sueño de poder controlarlo luego, es abrir la
ventana a la peor de las pesadillas humanas. El papa Francisco nos recuerda que
se necesita mucho más “coraje para hacer la paz” que para llamar a la guerra
(25-05-2014). La paz requiere de claridad de valores y principios, necesita del
verdadero diálogo, de amar y respetar la dignidad de todo ser humano, de
apostar por la justicia antes que crear mayores injusticias. En fin, requiere
el esfuerzo de buscar y dar a conocer la verdad.
Siempre
habrán algunos que argumentarán los desatinos del pasado para desautorizar a la
Iglesia en materia del uso de la violencia. Efectivamente no hay peor cosa que
el olvido y el destierro de la memoria histórica de un colectivo para andar
errabundos sin horizonte e identidad. El estudio serio y sistemático del
magisterio de la Iglesia y las repetidas veces que el sucesor de Pedro ha
pedido perdón por los errores del pasado parece evidenciar que la Iglesia no
pierde su memoria.
Juan
XXIII en su encíclica “Pacem in Terris” recordaba que la paz se fundamenta en
el reconocimiento y la custodia de los derechos y deberes de todo ser humano.
Construir la paz presupone buscar siempre el “bien común”, es decir, el
bienestar de todos los ciudadanos por igual sin importar su raza, credo u
opción política. Este mismo “bien común” debería estar presente como criterio
internacional para alcanzar la paz. En esta encíclica Juan XXIII propone un
programa de valores que deben regir las relaciones en función de alcanzar la
paz, como son la ley moral -o el bien común de todos los ciudadanos-, la
búsqueda de la verdad, la lucha por la libertad y la defensa de la justicia.
Apostar por estos valores y construirlos es lo único que nos permitirá
recuperar la paz que necesitamos en nuestra sociedad.
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