Por Antonio Pérez Esclarín
El 10 de diciembre de 1948,
cuando el mundo se asomaba estremecido al horror de los campos de exterminio
nazi y de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial que ocasionó unos 50
millones de muertos, dejó ciudades enteras convertidas en escombros y nos asomó
al poder destructor de las armas nucleares, un centenar de países reunidos en
París, firmaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los
seres humanos nacen libres y son iguales en dignidad y derechos”. Hoy, después
de 71 años de aquella firma solemne, el mundo es más desigual, injusto y
discriminador que nunca. El inmenso poder creador de los seres humanos no está
al servicio de la vida ni de la convivencia. Por eso, a pesar del enorme
desarrollo científico y tecnológico, la vida gime herida de muerte y el mundo
resulta para las mayorías cada vez más inhumano. De la salvación por la fe,
pasamos a la salvación por la ciencia y el progreso, y en nuestros tiempos de
violencia e individualismo, pareciera que estamos entrando en el “sálvese quien
pueda”. Impera el darwinismo social, la sobrevivencia de los más fuertes y
mejor dotados. De conquistar la tierra hemos pasado a destruirla y, de seguir
así, a destruirnos nosotros con ella. Algunos presagian que nuestra
civilización acabará suicidándose. Observadores como C.S. Lewis destacan que
cada nuevo poder que logra el hombre se convierte en “poder sobre el hombre”, y
que la conquista final del hombre será la “abolición del hombre”.
Las desigualdades se
agigantan de un modo vertiginoso entre países y entre grupos dentro de cada
país. Se calcula que el 99% de la riqueza del mundo está en manos del 1% de la
población, unos 70 millones de personas. El 95% de esa élite son varones. Las
mujeres, a iguales cotas de trabajo, ganan, como media, la mitad. Esos 70
millones de prepotentes basan su poderío económico en el manejo de algunos
sectores productivos, como la industria farmacéutica, las finanzas y la banca,
la sanidad y el negocio de los seguros.
Según la ONU, cada tres
segundos, muere un niño de hambre, 1.200 cada hora. El hambre produce una
matanza diaria similar a todos los muertos que ocasionó la bomba nuclear sobre
Hiroshima. Sin embargo, si la humanidad se lo propusiera seriamente, el hambre
podría ser derrotada fácilmente: Según la FAO (Organización de las Naciones
Unidas para la Agricultura y la Alimentación) la agricultura moderna está en
capacidad de alimentar a doce mil millones de personas, casi el doble de la
población actual. Pero no hay voluntad política para ello. Por ello, Jean
Ziegler, exrelator especial de la ONU para el Derecho a la Alimentación,
cataloga al actual orden mundial como asesino y absurdo: “El orden mundial no
es sólo asesino, sino absurdo; pues mata sin necesidad: Hoy ya no existen las
fatalidades. Un niño que muere de hambre hoy, muere asesinado”
En cuanto a Venezuela, si
bien tenemos una Constitución muy avanzada, que debería garantizarnos nuestros
derechos esenciales, sirve de muy poco pues son derechos que no se cumplen.
Derechos fundamentales como el derecho a la vida, a la libertad y a la igualdad
son violados continuamente. Ni qué decir de otros, como el derecho a la salud,
a la alimentación, a la educación, a la información y a la seguridad. Es hora
de superar la hipocresía que proclama los derechos humanos esenciales y luego
implanta unas políticas económicas y sociales que impiden su realización.
Exigimos que los derechos se transformen en hechos.
Fuente: www.antonioperezesclarin.com
13-12-19
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