Francisco Fernández-Carvajal 13 de enero de
2020
@hablarcondios
— El Señor llama a los
discípulos en medio de su trabajo. A nosotros nos llama también en nuestros
quehaceres, y nos deja en ellos para que los santifiquemos y le demos a
conocer.
— La santificación del
trabajo. El ejemplo de Cristo.
— Trabajo y oración.
I. Después del
Bautismo, con el que inaugura su ministerio público, Jesús busca a aquellos a
quienes hará partícipes de su misión salvífica. Y los encuentra en su trabajo
profesional. Son hombres habituados al esfuerzo, recios, sencillos de
costumbres. Al pasar junto al mar de Galilea -se lee en el
Evangelio de la Misa1-, vio
a Simón y a Andrés, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y
les dijo Jesús: Seguidme, y os haré pescadores de hombres. Y cambia la vida
de estos hombres.
Los Apóstoles fueron generosos ante la llamada de
Dios. Estos cuatro discípulos –Pedro, Andrés, Juan y Santiago– conocían ya al
Señor2, pero es este el momento preciso en el que, respondiendo a la
llamada divina, deciden seguirle del todo, sin condiciones, sin cálculos, sin
reservas. Así la siguen hoy muchos en medio del mundo, con entrega total en un
celibato apostólico. Desde ahora, Cristo será el centro de sus vidas, y
ejercerá en sus almas una indescriptible atracción. Jesucristo los busca en
medio de su tarea ordinaria, como hizo Dios con los Magos –según hemos
contemplado hace pocos días–: por aquello que les podía ser más familiar, el
brillo de una estrella; como llamó el Ángel a los pastores de Belén, mientras
cumplen con su deber de guardar el ganado, para que fueran a adorar al Niño
Dios y acompañaran aquella noche a María y a José...
En medio de nuestro trabajo, de nuestros quehaceres,
nos invita Jesús a seguirle, para ponerle en el centro de la propia existencia,
para servirle en la tarea de evangelizar el mundo. «Dios nos saca de las
tinieblas de nuestra ignorancia, de nuestro caminar incierto entre las
incidencias de la historia, y nos llama con voz fuerte, como un día lo hizo con
Pedro y con Andrés: Venite post me, et faciam vos fieri piscatores
hominum (Mt 4, 19), seguidme y yo os haré pescadores de
hombres, cualquiera que sea el puesto que en el mundo ocupemos»3.
Nos elige y nos deja –a la mayor parte de los cristianos, los laicos– allí
donde estamos: en la familia, en el mismo trabajo, en la asociación cultural o
deportiva a la que pertenecemos... para que en ese lugar y en ese ambiente le
amemos y le demos a conocer a través de los vínculos familiares, o de las
relaciones de trabajo, de amistad...
Desde el momento en que nos decidimos a poner a Cristo
como centro de nuestra vida, todo cuanto hacemos queda afectado por esa
decisión. Debemos preguntarnos si somos consecuentes ante lo que significa que
el trabajo se convierta en el lugar para crecer en esa amistad con Jesucristo,
mediante el desarrollo de las virtudes humanas y de las sobrenaturales.
II. El Señor nos
busca y nos envía a nuestro ambiente y a nuestra profesión. Pero quiere que ese
trabajo sea ya diferente. «Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está
comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña –la última que ha
descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana– pela
patatas. Aparentemente –piensas– su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay
tanta diferencia!
»—Es verdad: antes “solo” pelaba patatas; ahora, se
está santificando pelando patatas»4.
Para santificarnos con los quehaceres del hogar, con
las gasas y las pinzas del hospital (¡con esa sonrisa habitual ante los
enfermos!), en la oficina, en la cátedra, conduciendo un tractor o delante de
las mulas, limpiando la casa o pelando patatas..., nuestro trabajo debe
asemejarse al de Cristo, a quien hemos contemplado en el taller de José hace
unos días, y al trabajo de los apóstoles, a quienes hoy, en el Evangelio de la
Misa, vemos pescando. Debemos fijar nuestra atención en el Hijo de Dios hecho
Hombre mientras trabaja, y preguntarnos muchas veces: ¿qué haría Jesús en mi lugar?,
¿cómo realizaría mi tarea? El Evangelio nos dice que todo lo hizo bien5,
con perfección humana, sin chapuzas; y eso significa hacer el trabajo con
espíritu de servicio a sus vecinos, con orden, con serenidad, con intensidad;
entregaría los encargos en el plazo convenido, remataría su trabajo artesano
con amor, pensando en la alegría de los clientes al recibir un trabajo
sencillo, pero perfecto; se fatigaría... También realizó Jesús su quehacer con
plena eficacia sobrenatural, pues a la vez, con ese mismo trabajo, estaba
realizando la redención de la humanidad, unido a su Padre con amor y por amor,
unido a los hombres también por amor a ellos6,
y lo que se hace por amor, compromete.
Ningún cristiano puede pensar que, aunque su trabajo
sea aparentemente de poca importancia –o así lo juzguen con ligereza algunos,
con sus comentarios superficiales–, puede realizarlo de cualquier modo, con
dejadez, sin cuidado y sin perfección. Ese trabajo lo ve Dios y tiene una
importancia que nosotros no podemos sospechar. «Me has preguntado qué puedes
ofrecer al Señor. —No necesito pensar mi respuesta: lo mismo de siempre, pero
mejor acabado, con un remate de amor, que te lleve a pensar más en Él y menos
en ti»7.
III. Para
un cristiano que vive cara a Dios, el trabajo debe ser oración –pues sería una
gran pena que «solo» pele patatas, en vez de santificarse mientras
las pela bien–, una forma de estar a lo largo del día con el Señor, y una gran
oportunidad de ejercitarse en las virtudes, sin las cuales no podría alcanzar
la santidad a la que ha sido llamado; es, a la vez, un eficaz medio de
apostolado.
Oración es conversar con el Señor, elevar el alma y el
corazón hasta Él para alabarle, darle gracias, desagraviarle, pedirle nuevas
ayudas. Esto se puede llevar a cabo por medio de pensamientos, de palabras, de
afectos: es la llamada oración mental y la oración vocal; pero también se puede
hacer por medio de acciones capaces de transmitir a Dios lo mucho que queremos
amarle y lo mucho que lo necesitamos. Así pues, oración es también todo
trabajo bien acabado y realizado con visión sobrenatural8,
es decir, con la conciencia de estar colaborando con Dios en la perfección de
las cosas creadas y de estar impregnando todas ellas con el amor de Cristo,
completando así su obra redentora, cumplida no solo en el Calvario, sino
también en el taller de Nazaret.
El cristiano que está unido a Cristo por la gracia
convierte sus obras rectas en oración; por eso es tan importante la devoción
del ofrecimiento de obras por las mañanas, al levantarnos, en
la que, con pocas palabras, le decimos al Señor que toda la jornada es para Él;
renovarlo luego algunas veces durante el día, y principalmente en la Santa
Misa, es de gran importancia para la vida interior. Pero el valor de esta
oración que es el trabajo del cristiano dependerá del amor que se ponga al
realizarlo, de la rectitud de intención, del ejercicio de la caridad, del
esfuerzo para acabarlo con competencia profesional. Cuanto más actualicemos la
intención de convertirlo en instrumento de redención, mejor lo realizaremos
humanamente, y más ayuda estaremos prestando a toda la Iglesia. Por la
naturaleza de algunos trabajos, que exijan una gran concentración de la
atención, no será fácil tener la mente con frecuencia en Dios; pero, si nos
hemos acostumbrado a tratarle, buscándole de modo esforzado, Él estará como
«una música de fondo» de todo lo que hacemos. Desempeñando así nuestras tareas,
trabajo y vida interior no se interrumpirán, «como el latir del corazón no
interrumpe la atención a nuestras actividades de cualquier tipo que sean»9.
Por el contrario, trabajo y oración se complementan, como se enlazan con
armonía las voces y los instrumentos. El trabajo no solo no entorpece la vida
de oración, sino que se convierte en su vehículo. Se cumple entonces lo que le
pedimos en esa hermosa oración10 al
Señor: Actiones nostras, quaesumus, Domine, aspirando praeveni et
adiuvando prosequere: ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat,
et per te coepta finiatur: que todo nuestro día, nuestra oración y nuestro
trabajo, tomen su fuerza y empiecen siempre en Ti, Señor, y que todo lo que
hemos comenzado por Ti llegue a su fin11.
Si Jesucristo, a quien hemos constituido en centro de
nuestra existencia, está en el trasfondo de todo lo que realizamos, nos
resultará cada vez más natural aprovechar las pausas que hay en toda labor para
que esa «música de fondo» se transforme en auténtica canción. Al cambiar de
actividad, al permanecer con el coche parado ante la luz roja de un semáforo,
al acabar un tema de estudio, mientras se consigue una comunicación telefónica,
al colocar las herramientas en su sitio..., vendrá esa jaculatoria, esa mirada
a una imagen de Nuestra Señora o al Crucifijo, una petición sin palabras al
Ángel Custodio, que nos reconfortan por dentro y nos ayudan a seguir en nuestro
quehacer.
Como el amor sabe encontrar recursos, es ingenioso,
sabremos poner algunas «industrias humanas», algunos recordatorios, que nos
ayuden a no olvidarnos de que a través de lo humano hemos de ir a Dios. «Pon en
tu mesa de trabajo, en la habitación, en tu cartera..., una imagen de Nuestra
Señora, y dirígele la mirada al comenzar tu tarea, mientras la realizas y al
terminarla. Ella te alcanzará –¡te lo aseguro!– la fuerza para hacer, de tu
ocupación, un diálogo amoroso con Dios»12.
1 Mc 1,
14-20. —
2 Cfr. Jn 1,
35-42. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Rialp, 1ª ed.,
Madrid 1973, 45. —
4 ídem, Surco,
Rialp, 3ª ed., Madrid 1986, n. 498. —
5 Mc 7,
37. —
6 Cfr. J.
L. Illanes, La santificación del trabajo, Palabra, 5ª ed.,
Madrid 1974, p. 77 ss. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 495. —
8 Cfr. R.
Gómez Pérez, La fe y los días, Palabra, 3ª ed., Madrid
1973, pp. 107-110. —
9 San
Josemaría Escrivá, Carta 15-X-1948. —
10 Enchiridion
Indulgentiarum, Políglota Vaticana, Roma 1968, n. 1. —
11 Cfr. S.
Canals, Ascética meditada, Rialp, 15ª ed., Madrid 1981, p.
142. —
12 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 531.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico