Francisco Fernández-Carvajal 12 de noviembre de 2020
@hablarcondios
— No podemos vivir de espaldas a ese momento supremo.
Nos preparamos día a día.
— La muerte adquiere un sentido nuevo con la Muerte y
Resurrección de Cristo.
— Lecciones para la vida que nos da la muerte.
I. El Evangelio de
la Misa1 nos habla de la segunda venida de Cristo a la tierra, que
será inesperada. Pues como el relámpago fulgurante brilla de un extremo
al otro del cielo, así será en su momento el día del Hijo del hombre. En
este discurso del Señor se interponen diversos planos de sucesos, y en todos
ellos se hace hincapié en la repentina llegada de Jesús glorioso al fin de los
tiempos.
Los discípulos, llevados por una curiosidad natural,
preguntan dónde y cuándo tendrán lugar los acontecimientos que acaban de oír.
El Señor les responde con un proverbio conocido ya seguramente por ellos: Donde
quiera que esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas. Quiere poner de
manifiesto Jesús que, con la misma rapidez con que las aves de rapiña se
dirigen a su presa, así será el encuentro del Hijo de Dios con el mundo al fin
de los tiempos y con cada hombre al fin de sus días. Porque vosotros
sabéis muy bien -escribe San Pablo a los primeros cristianos de
Tesalónica- que como el ladrón en la noche, así vendrá el día del Señor2.
Es una llamada, una vez más, a la vigilancia, a no vivir de espaldas a esa
jornada definitiva –el día del Señor– en la que por fin veremos cara a
cara a Dios. San Agustín, comentando este Evangelio, enseña que la razón por la
que estas cosas permanecen ocultas es para que estemos siempre preparados3.
En algunos ambientes no es fácil hoy hablar de la
muerte; solo el hecho de mencionarla parece un asunto desagradable, de mal
gusto. Sin embargo, es el acontecimiento que ilumina la vida, y la Iglesia nos
invita a meditarlo; precisamente para que no nos encuentre desprevenidos ese momento
supremo. El modo pagano de pensar y de vivir de muchos –incluso de algunos que
externamente se dicen cristianos– les lleva a vivir de espaldas a esta realidad
y a borrar, en lo posible, las señales indicadoras de que caminamos deprisa a
un fin. Y toman esta actitud porque ignoran el sentido verdadero de la muerte.
En vez de considerarla como una «amiga» o incluso como una «hermana»4,
se la ve como una catástrofe, la gran catástrofe que un día ha de llegar y que
echa por tierra los planes y las ilusiones en los que se ha puesto todo el
sentido del vivir; por tanto –piensan–, es preciso ignorarla, como si no
hubiera de afectarnos personalmente. En lugar de verla como lo que en realidad
es, la llave de la felicidad plena, se la ve como el
fin del bienestar que tanto cuesta amasar aquí abajo. Ignoran, en su
falta de fe operativa y práctica, que el hombre seguirá existiendo, aunque haya
de «cambiar de casa»5.
Como nos recuerda frecuentemente la liturgia, vita mutatur, non
tollitur6, la vida se cambia, pero no se pierde. Para el cristiano, la
muerte es el final de una corta peregrinación y la llegada a la meta
definitiva, para la que nos hemos preparado día a día7,
poniendo el alma en las tareas cotidianas. Con ellas, y a través de ellas, nos
hemos de ganar el Cielo. Por eso, para él ese momento no llegará como
el ladrón en la noche, porque cuenta, serenamente, con ese encuentro
definitivo con su Señor. Sabe bien que la muerte «es un paso y traslado a la
eternidad, después de correr en esta carrera temporal»8.
Con todo, «si alguna vez te intranquiliza el
pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!,
anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la
hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se
viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien
eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?»9.
II. La Sagrada
Escritura nos enseña expresamente que Dios no hizo la muerte, ni se
alegra en la perdición de los seres vivos10.
Antes del pecado original no había muerte, tal y como hoy la conocemos, con ese
sentido doloroso y difícil con que tantas veces la hemos visto, quizá de cerca,
La rebelión del primer hombre trajo consigo la pérdida de dones extraordinarios
que Dios le había concedido al crearlo. Y así, ahora, para llegar a la casa
del Padre, nuestra definitiva morada, hemos de atravesar esa puerta: es
el tránsito de este mundo al Padre11.
La desobediencia de Adán llevó consigo, junto a la pérdida de la amistad con
Dios, la pérdida del don gratuito de la inmortalidad.
Pero Jesucristo destruyó la muerte e iluminó
la vida12, le quitó su maldad esencial, el aguijón, el veneno; y,
gracias a Él, adquiere un sentido nuevo; se convierte en el paso a una Vida
nueva. Su victoria se transmite a todos los que creen en Él y participan de su
Vida. Yo soy –afirmó el Maestro– la resurrección y la
Vida; el que cree en Mí, aun cuando hubiere muerto, vivirá, y todo el que vive
y cree en Mí, no morirá para siempre13.
Aunque la muerte es el enemigo del hombre en su vida natural, en Cristo se
convierte en «amiga» y «hermana». Aunque el hombre sea derrotado por ese
enemigo, sale al fin vencedor porque mediante ella, mediante la muerte,
adquiere la plenitud de la Vida. Se entiende bien que para una sociedad que
tiene como fin casi exclusivo, o exclusivo, los bienes materiales, la muerte
siga siendo el fracaso total, el último enemigo que acaba de golpe con todo lo
que dio sentido a su vivir: placer, gloria humana, goce de los sentidos, ansias
desordenadas de bienestar material... Quienes tienen el alma pagana siguen
viviendo como si Cristo no hubiera realizado la Redención, transformando
completamente el sentido del dolor, del fracaso y de la muerte.
La muerte de los pecadores es pésima14,
afirma la Sagrada Escritura; en cambio, es preciosa, en la presencia de
Dios, la muerte de los santos15.
En este mismo sentido, la Iglesia celebró desde los primeros tiempos el día de
la muerte de los mártires y de los santos como un día de alegría; era el dies
natalis, el día del nacimiento a la nueva Vida, a la felicidad sin término,
el día en que contemplaron, radiantes, el rostro de Jesús. Bienaventurados
los muertos que mueren en el Señor, nos recuerda el Apocalipsis. Sí,
dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos, pues sus obras los acompañan16.
No solamente serán premiados por su fidelidad a Cristo, hasta en lo más pequeño
–hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa17–,
sino que, como enseña la Iglesia, permanecerán con ellos, de algún modo, «los
bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra,
los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de
haberlos propagado por la tierra con el Espíritu del Señor y de acuerdo con su
mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y
transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y
universal...»18.
Todo lo demás se perderá: volverá a la tierra y al olvido... Sus buenas
obras le acompañan.
III. La
muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir con lo
necesario, desprendidos de los bienes que hemos de usar, pero que dentro de un
tiempo, siempre corto, habremos de dejar; llevaremos, para siempre, el mérito
de nuestras buenas obras.
La muerte nos enseña a aprovechar bien cada día: carpe
diem19, goza del presente, decían los antiguos; y nosotros, con
sentido cristiano, podemos darle un sentido nuevo: aprovechemos gozosamente
cada día como si fuera el único, sabiendo que ya no se repetirá jamás. Hoy, a
la hora del examen de conciencia, nos dará gran alegría pensar en las
jaculatorias, actos de amor al Señor, trato con el Ángel Custodio, favores a
los demás, pequeños servicios, vencimientos en el cumplimiento del deber,
paciencia quizá..., que el Señor ha convertido en joyas preciosas para la
eternidad. Con la muerte termina la posibilidad de merecer para la vida eterna20.
No dejemos escapar estos días, numerados y contados, que faltan para llegar al
final del camino.
La incertidumbre del momento de nuestro encuentro
definitivo con Dios nos impulsa a estar vigilantes, como quien aguarda la
llegada de su Señor21,
cuidando con esmero el examen de conciencia, con contrición verdadera por las
flaquezas de esa jornada; aprovechando bien la Confesión frecuente para limpiar
el alma aun de pecados veniales y de las faltas de amor. El recuerdo de la
muerte nos ayuda a trabajar con más empeño en la tarea de la propia
santificación, viviendo no como necios, sino como prudentes, redimiendo
el tiempo22, recuperando tantos días y tantas oportunidades perdidas; a
veces puede ocurrir lo que escribió el clásico: «No es que tengamos poco
tiempo, es que hemos perdido mucho»23.
Aprovechemos el que nos queda.
Hemos de desear vivir largo tiempo, para rendir
mayores servicios a Dios, para presentarnos delante del Señor con las manos más
llenas..., y porque amamos la vida, que es un regalo de Dios. Y cuando llegue
nuestro encuentro con el Señor, hasta esos últimos instantes nos han de servir
para purificar nuestra vida y ofrecernos con un acto de amor a Dios Padre. Para
ese trance escribió San Ignacio de Loyola: «Como en la vida toda, así también
en la muerte, y mucho más, debe cada uno (...) esforzarse y procurar que Dios
nuestro Señor sea en ella glorificado y servido, y los prójimos edificados, a
lo menos del ejemplo de su paciencia y fortaleza, con fe viva, esperanza y amor
de los bienes eternos...»24.
El último instante aquí en la tierra debe ser también para la gloria de Dios.
¡Qué alegría nos dará entonces todo lo que nos afanamos en llevar a cabo en la
vida por el Señor!: el trabajo ofrecido, las personas que procuramos acercar al
sacramento de la Confesión, los mil pequeños detalles de servicio a quien
trabajó tantas horas con nosotros, la alegría que llevamos a la familia y a
todos, las intemperancias que procuramos disculpar y olvidar...
Después de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta
la vida eterna, partiremos. Entonces podremos decir con el poeta:
«—Dejó mi amor la orilla
y en la corriente canta.
—No volvió a la ribera
que su amor era el agua»25.
1 Lc 17,
26-37. —
2 1
Tes 5, 2. —
3 Cfr. San
Agustín, Comentario al Salmo 120, 3. —
4 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, nn. 735 y 739, —
5 Cfr. Ibídem,
n. 744. —
6 Misal
Romano, Prefacio de difuntos. —
7 Cfr. C.
Pozo, Teología del más allá, BAC, Madrid 1980, pp. 468 ss.
—
8 San
Cipriano, Tratado sobre la mortalidad, 22. —
9 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 891. —
10 Sab 1,
13. —
11 Jn 13,
1. —
12 2
Tim 1, 10. —
13 Jn 11,
25. —
14 Sal 33,
22. —
15 Sal 15,
15. —
16 Apoc 14,
13. —
17 Mt 10,
42. —
18 Conc
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 39. —
19 Horacio, Odas,
1, 11, 7. —
20 Cfr. León
X, Bula Exsurge Domine, 15-VI-1520, prop. 38. —
21 Cfr. Lc 12,
35-42. —
22 Ef 5,
15-16. —
23 Séneca, De
brevitate vitae, 1, 3. —
24 San
Ignacio de Loyola, Constituciones S. I., p. 6ª. c, 4,
n. 1. —
25 B.
Llorens, Secreta fuente, Rialp, Madrid 1948, p. 86.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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