Francisco Fernández-Carvajal 18 de noviembre de 2020
@hablarcondios
— Jesús no queda indiferente ante la suerte de los
hombres.
— Humanidad Santísima de Cristo.
— Tener los mismos sentimientos de Jesús.
I. Descendía Jesús
por la vertiente occidental del monte de los Olivos dirigiéndose al Templo. Le
acompañaba una multitud llena de fervor que gritaba alabanzas al Mesías. En un
momento dado, Jesús se paró y contempló la ciudad de Jerusalén que se extendía
a sus pies. Y al ver la ciudad lloró sobre ella1. Es un llanto inesperado que rompió la alegría de todos. En
aquel instante, el Señor vio cómo quedaba destruida años más tarde la ciudad
que tanto amaba, porque no conoció el tiempo de su visitación. El
Mesías había estado por sus calles, había enseñado la Buena Nueva, sus
habitantes habían visto milagros..., y siguieron igual. ¡Si conocieras
en este día lo que puede traerte la paz! Pero ahora está oculto a tus ojos.
Vendrán días en que tus enemigos te rodearán y te asediarán y te estrecharán
por todas partes, y te arrasarán junto con tus hijos, porque no has conocido el
tiempo en que Dios te ha visitado2.
A través de estas líneas se puede leer la angustia que
oprimía el corazón del Señor. «Pero ¿por qué no entendía Jerusalén la gracia
especialísima de conversión que se le ofrecía en aquel mismo día con el
esplendor del triunfo de Jesús? ¿Por qué se obstinaba en cerrar los ojos a la
luz? Ocasiones había tenido de reconocer a Jesús por su Mesías y su Redentor;
esta que ahora se le da será la última. Si rechaza este postrer beneficio,
todos los males descritos en la profecía caerán irremisiblemente sobre ella. Y
rechazó, ¡oh dolor!, y todo se cumplió a la letra»3. El Señor se llena de aflicción, pues Él no queda indiferente
ante la suerte de los hombres. Su pena es tan grande que sus ojos se cubrieron
de lágrimas. Las palabras anteriores debieron de ser pronunciadas con un
particular acento de dolor y de tristeza.
San Juan nos ha dejado constancia en otra ocasión de
esas lágrimas de Jesús, que pueden ser tan consoladoras para nuestra alma.
Llegó el Maestro a Betania, donde había muerto su amigo Lázaro. Allí se
encontró con la hermana de Lázaro, María. Cuando Jesús la vio llorando se
estremeció en su interior, se conmovió y dijo: ¿Dónde le habéis puesto? Le
contestaron: Señor, ven y verás. En aquel momento Jesús da rienda suelta a
su dolor por la muerte de aquel amigo, y comenzó a llorar. Los
judíos presentes exclamaron: Mirad cómo le amaba4.
Jesús –perfecto Dios y hombre perfecto5– sabe querer a sus amigos, a sus íntimos y a todos los
hombres, por los que dio la vida. Este amor que Jesús muestra en su aflicción
es la expresión humana del amor que Dios tiene a los hombres, la manifestación
sensible de la compasión con que nos mira. Y hoy, en este rato de oración,
podemos contemplar la profundidad y la delicadeza de los sentimientos de Jesús,
y comprender cómo Él no es indiferente a nuestra correspondencia a esa oferta
de amistad y de salvación. No es indiferente a que vayamos cada día a visitarlo
y permanezcamos junto a Él unos minutos delante del Sagrario; no es neutral
ante el empeño diario por aumentar nuestra amistad con Él, ante el esfuerzo por
vivir con esmero la caridad, por servirle en medio del mundo... ¡Tantas veces
se hace el encontradizo con nosotros!
«El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para
sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le
revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace
propio, si no participa en él vivamente (...). El hombre que quiere
comprenderse hasta el fondo a sí mismo (...) debe, con su inquietud,
incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su
muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su
ser, debe “apropiarse” y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la
Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso,
entonces él da frutos no solo de adoración a Dios, sino también de profunda
maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador,
si ha merecido tener tan grande Redentor (Misal Romano,
Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si Dios ha dado
a su Hijo, a fin de que él, el hombre, no muera sino que tenga la
vida eterna (cfr. Jn 3, 16)!»6. No dejemos de tratar cada día a Jesús que nos espera. En Él
se encuentra el fin de nuestra vida.
II. La vida
cristiana consiste en una amistad creciente con Cristo, en imitarle, en hacer
nuestra su doctrina. Seguir a Jesús no consiste en detenerse en difíciles
especulaciones teóricas, ni tampoco en la mera lucha contra el pecado, sino en
amarle con obras y sentirnos amados por Él, «porque Cristo vive: Cristo no es
una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un
recuerdo y un ejemplo maravillosos»7. Él vive ahora en medio de nosotros: le vemos con los ojos de
la fe, le hablamos en la oración, nos escucha apenas hemos levantado la voz o
el corazón hacia Él; no es indiferente a nuestras alegrías y pesares, pues «se
unió, en cierto modo, con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas
trabajó, con mente humana pensó, con voluntad humana obró, con corazón de
hombre amó. Nacido de María Virgen se hizo de verdad uno de nosotros, igual que
nosotros en todo menos en el pecado. Cordero inocente, mereció para nosotros la
vida derramando libremente su sangre y en Él el mismo Dios nos reconcilió
consigo y entre nosotros mismos y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del
pecado. Así cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de
Dios me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20)»8, por cada uno, como si no hubiera más hombres sobre la tierra.
Su Humanidad Santísima es el puente que nos conduce a Dios Padre.
Hoy consideramos esas lágrimas de Jesús por aquella
ciudad que tanto amó, pero que no conoció lo más importante de su historia: la
visita del Mesías y los dones que llevaba para cada uno de sus habitantes. Y
hemos de meditar también las ocasiones en las que nosotros personalmente le
hemos llenado de aflicción por nuestros pecados, por las faltas de
correspondencia a la gracia, por no haber sabido responder a tantas muestras de
amistad. Y también las ocasiones en que nos ha echado de menos, como aquel día
en que esperaba la vuelta de nueve leprosos que una vez curados se marcharon
por otro camino y no volvieron. ¡Cuántas veces, quizá, ha quedado Jesús
esperándonos!
Si no amamos a Jesús no podremos seguirle. Y para
amarle hemos de meditar con frecuencia el Evangelio, donde se nos muestra
profundamente humano y ¡tan cercano a todo lo nuestro! Unas veces le
veremos cansado del camino9, sentado junto al pozo de Jacob, después de una larga caminata
en un día caluroso, con sed real, que le dará ocasión para convertir a una
mujer de Samaria y a muchos vecinos del pueblo de Sicar. Le contemplaremos con
hambre, como el día en que, en el camino de Betania a Jerusalén, se acercó a
una higuera que solo tenía hojas10; o agotado después de una jornada de intensa predicación a
las gentes que no cesaban de acudir a Él, y era tal su cansancio que en medio
incluso de un mar alborotado se quedó dormido sobre un cabezal en la
popa11.
A lo largo de su vida irá aliviando las dolencias de
quienes encuentra en su camino: vio una turba numerosa y sintió
compasión de ellos, y curó a sus enfermos12. Aunque vino a salvar nuestras almas, no se olvida de los
cuerpos. Para quererle y seguirle hemos de contemplarle: su vida es una
inagotable fuente de amor, que hace fácil la entrega y la generosidad en su
seguimiento. Y «cuando nos cansemos –en el trabajo, en el estudio, en la tarea
apostólica–, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a
Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te
haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer! Te nos muestras como nosotros, en
todo menos en el pecado: para que palpemos que contigo podremos vencer nuestras
malas inclinaciones, nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el
hambre, ni la sed, ni las lágrimas... Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo
sediento, lloró. Lo que importa es la lucha –una contienda amable, porque el
Señor permanece siempre a nuestro lado– para cumplir la voluntad del Padre que
está en los cielos (cfr. Jn 4, 34)»13.
III. El
llanto de Jesús sobre Jerusalén encierra un profundo misterio. Ha expulsado
demonios, curado enfermos, resucitado muertos, convertido a publicanos y
pecadores, pero ante esta ciudad tropieza con la dureza de sus habitantes. Algo
podemos entrever de lo que ocurría en su Corazón cuando hoy nos encontramos con
la resistencia de tantos que se cierran a la gracia, a la llamada divina. «A
veces, cara a esas almas dormidas, entran unas ansias locas de gritarles, de
sacudirlas, de hacerlas reaccionar, para que salgan de ese sopor terrible en
que se hallan sumidas. ¡Es tan triste ver cómo andan, dando palos de ciego, sin
acertar con el camino!
»—Cómo comprendo ese llanto de Jesús por Jerusalén,
como fruto de su caridad perfecta...»14.
Los cristianos proseguimos la obra del Maestro y
participamos de los sentimientos de su Corazón misericordioso. Por eso,
mirándole a Él, hemos de aprender a querer a nuestros hermanos los hombres,
tratando a cada uno como es, en sus peculiares circunstancias, comprendiendo
sus deficiencias cuando las haya, siendo siempre cordiales y estando
disponibles para ayudar, para servir. De Cristo hemos de aprender a ser muy
humanos, disculpando, alentando a seguir adelante, procurando –cada día– hacer
la vida más grata y amable a los que comparten el mismo hogar, el mismo trabajo,
idénticas aficiones, sacrificando los propios gustos, por legítimos que sean,
cuando entorpecen la convivencia, interesándonos sinceramente por su salud y
por su enfermedad... Y sobre todo nos preocupará especialmente el estado del
alma de las personas que cada día tratamos, a quienes procuramos ayudar en su
caminar hacia Cristo: a quienes están cerca de ti para que se aproximen más; a
los que están lejos, para que emprendan el camino de vuelta hacia la casa del
Padre. «No hay señal, no existe marca alguna que distinga mejor al cristiano,
que el cuidado que tiene por sus hermanos»15, afirmaba San Juan Crisóstomo.
Hoy le pedimos a Nuestra Madre Santa María que nos dé
un corazón semejante al de su Hijo, que no permanezca nunca indiferente ante la
suerte de los que nos tratan cada día.
1 Lc 19,
41. —
2 Lc 19,
41-44. —
3 L.
Cl. Fillion, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, FAX, Madrid
1966, p. 713. —
4 Jn 11,
33-36. —
5 Símbolo
Atanasiano. —
6 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 10. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 102. —
8 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 22. —
9 Jn 4,
4. —
10 Cfr. Mc 11,
12-13. —
11 Mc 4,
38. —
12 Mt 14,
14. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 201. —
14 ídem, Surco,
n. 210. —
15 San
Juan Crisóstomo, Homilía 6, 3.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiariasiguiente.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico