Ismael Pérez Vigil 13 de marzo de 2021
Una de mis religiosas lecturas dominicales es la
columna de Fernando Rodríguez, en El Nacional. La del pasado domingo 7 de
marzo, se titula: “El voto, claro, pero…” y ya podemos suponer de qué trata,
pues es el tema que a todos nos ocupa.
La referida columna comienza con una frase
contundente: “No hay opositor en este país que no diga que debemos
juntarnos y expresarnos para salir de este gobierno bruto, cruel e ilegal,
dictatorial y militar pues…” y no puedo estar más de acuerdo con esa
sentencia. Sí, pero… lamentablemente para el filósofo −y sobre todo para todos
nosotros− es que esa frase no parece que se ajusta a lo que está ocurriendo en
los predios opositores.
En su artículo el Dr. Rodríguez hace referencia a uno
de los tantos documentos que circula en el bastión opositor −el democrático,
por supuesto, porque el “alacrán” ni es oposición, ni escribe documentos− que
hace un llamado a rescatar el voto y el Dr. Rodríguez, tras lamentarse que la
discusión que esté planteada no sea sobre las condiciones electorales por las
que se debe luchar, concluye −sabiamente− que de todas maneras se debería
seguir discutiendo, pero hacer una pausa en eso de circular documentos, para
lograr un mayor consenso.
Asumo que lo de la pausa que solicita el filósofo se
debe a que ciertamente al que él se refiere no es el único documento que
circula; son varios los que lo hacen y en particular hay otro, exactamente de
signo contrario a éste, que sin llamar las cosas por su nombre, abstención,
prácticamente lo hace con el circunloquio de llamar a no participar en el
proceso electoral, porque éste no reúne las condiciones mínimas que se podrían
desear.
Quienes proponen abstenerse o no participar −no los
llamaré “abstencionistas”, pues ellos no se consideran así−, declaran no estar
de acuerdo con acudir a los procesos electorales que, como ya dije, no reúnan
condiciones mínimas. (No voy a abundar en que en realidad nunca las hemos
tenido desde el año 1999, cuando este régimen se implantó)
Como bien sabemos, desde inmemorables años, por lo
menos desde los años 60 del pasado siglo −que yo recuerde− hay en Venezuela una
acendrada tendencia a resolver las discusiones de espinosos y controversiales
temas con documentos, escritos, manifiestos y cartas abiertas. Adquirimos la
costumbre de discutir y hablarnos indirectamente, de comunicamos a través de la
prensa; y hoy ni siquiera eso, pues contamos con muy poca prensa disponible;
hoy lo hacemos a través de redes sociales.
Todos recordamos, por ejemplo, que a principios de los
90 del pasado siglo, surgió aquel grupo denominado “Los Notables”, encabezado
nada menos que por Don Arturo Uslar Pietri, que produjo varios documentos de
impacto sobre la situación del país y lo que, a juicio de ese grupo, eran las
soluciones para esos problemas. Algunos de los integrantes de aquel grupo de
“notables”, que era un número variable y mudable, tuvieron una cierta −e
incierta− responsabilidad en los hechos políticos que contribuyeron a la
defenestración de Carlos Andrés Pérez y que nos condujeron, años más tarde −por
aquello de que de esos polvos vienen estos lodos− a la desgracia que hoy
vivimos.
A esa costumbre de retratarse en grupo y firmar
documentos, se le suma hoy otra manía o característica, que se debe al auge que
tienen las redes sociales, con sus secuelas de la llamada posverdad −inventar o
exagerar cosas− o la de circular abiertamente falsas noticias y rumores, para
desacreditar a alguien.
No está muy claro cuál es el alcance real y combinado
de las redes sociales en Venezuela: Twitter, Instagram, Facebook, LinkedIn, por
nombrar las más destacadas. Mucho menos se puede saber cuál es el impacto de
los “chats” de vecinos, grupos familiares, compañeros de colegio y universidad,
etc.; pero, sin duda, todos combinados, redes y “chats”, lo tienen. Por lo
pronto, a todos nos hacen sentir grandes comunicadores, literatos, brillantes
pensadores, o “influencers”, por usar ese término de moda en el mundo
cibernético.
Con las excepciones del caso, que siempre las hay, tal
parece que constreñidos, por ejemplo, a los 280 caracteres de escritura que nos
permite un tuit, nos han llevado también a reducir nuestro pensamiento a ese
número de caracteres y hemos sustituido por frases huecas, rimbombantes,
circunloquios, las críticas y las ideas. Los insultos y la diatriba es lo que ahora
se festeja. Mas pendientes de los rebotes, “likes” e incremento de seguidores,
que de que se profundicen y analicen bien las cosas, en la mayoría de los casos
no se difunde información y la que se difunde, aunque tenga atisbos de verdad,
es solo parcial y se hace con el objetivo de sembrar la duda y desprestigiar;
pareciera que el ánimo no es corregir, encontrar una solución, mucho menos
buscar la verdad, sino destruir.
Por eso, no le falta razón al Dr. Rodríguez, en su
artículo del pasado domingo, al concluir pidiendo un receso y sugerir una
postergación de “… los manifiestos, [pues] a lo mejor logramos uno
mayoritario”. Soy muy escéptico al respecto, pero vale la pena apoyar el
intento.
Ismael
Pérez Vigil
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