Miro Popić 10 de octubre de 2021
Son
2219 kilómetros de frontera los que separan Colombia y Venezuela, con 603 hitos
que marcan la separación de dos países que antes compartieron un territorio y
una base alimentaria similar. Allá y acá se come maíz, se come yuca, se come
plátano y se adereza con ají. Pero, aunque los ingredientes sean los mismos, lo
cocinado no sabe igual. Aunque la palabra se escriba de manera única, designa
algo diferente. Por más que se compartan recetas, la sazón será siempre
distinta.
Para tratar de entender esas diferencias que nos unen, Fundación Bigott emprendió la tarea de descifrar los códigos que rigen las cocinas de ambos países hermanos y el resultado es un trabajo monumental reunido en 560 páginas bajo el título de: Colombia y Venezuela: historia, alimentación y saberes compartidos. Sus autoras, ambas antropólogas, son dos autoridades en la materia: Esther Sánchez Botero, investigadora colombiana de casos que enfrentan conflictos culturales y normativos, sobre alimentación y cultura, y Ocarina Castillo D’Imperio, investigadora y docente en historia contemporánea de Venezuela, dedicada al tema de la antropología alimentaria.
La
radiografía alimentaria de cada país es un compendio minucioso y detallado de
cómo se fue formando el régimen alimentario que nos identifica a ambos lados de
la frontera, donde convergen elementos comunes del período prehispánico hasta
migraciones recientes cuyos aportes arrojaron diferentes resultados. Obviamente
el peso del componente geográfico es fundamental a la hora de sentarnos a la
mesa y aquí queda demostrado. Pero la construcción de identidades y modelos
culturales anclados en el imaginario de ambos pueblos es algo mucho más
complejo y ambas autoras logran desentrañar el misterio gustativo y hacerlo
comprensible a partir de un ajiaco, de un sancocho, de una bandeja paisa, de un
pabellón o de una humilde arepa, sea de huevo o rellena.
Como
leemos en las conclusiones, “contando con la misma despensa e ingredientes y
con fronteras compartidas, se observa la vigencia de recetas diferentes, que se
expresan no solo en las variaciones de sus denominaciones, sino en una amplia
gama de preparaciones, que implican distintas técnicas, saborizantes,
utensilios, formas de comensalidad y ritualidades. Se aprecian entonces, cómo a
partir de elementos geográficos, históricos y ecológicos comunes, se han
constituido lenguajes y gramáticas culinarias distintas y complementarias”.
No van
a encontrar aquí el esclarecimiento del origen de la arepa, si es venezolana o
colombiana. Hay un debate con más interrogantes que respuestas y las verdaderas
diferencias están en la costumbre y tradición de su consumo, no tanto así en el
carácter originario aborigen que la identifica.
¿En
conclusión?: “Un plato de comida es un plato de país, de historia, geografía,
cultura. Un lenguaje que expresa cómo somos, pensamos y sentimos, que refleja
nuestra intimidad como pueblo, lo que nos asemeja y diferencia, lo que nos
convoca y nos distancia. Un lenguaje para enunciar conciencia ciudadana y
establecer vínculos de buena vecindad basados en nuestras mixturas y
potencialidades. Las fronteras gastronómicas resultan entonces invisibles e
indivisibles… más allá de los umbrales hay algo que compartimos y algo que nos
hace diferentes”.
Este
es un libro vital, imprescindible, único, con el cual estamos en deuda todos
los que nos dedicamos al oficio de pensar y escribir la comida. Nuestro
reconocimiento a sus autoras, Esther Sánchez Botero y Ocarina Castillo, y a la
Fundación Bigott por haber logrado la hazaña de hacerlo realidad. Ojalá se
pensara en una edición más económica e incluso en una versión digital para
hacerla accesible a los miles de entusiastas que necesitan enterarse de que
están hechos sus sabores, sin fronteras.
Miro
Popić
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