Opus Dei 02 de abril de 2022
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Comentario
del 5.º domingo de Cuaresma (Ciclo C). “El que de vosotros esté sin pecado que
tire la piedra el primero”. Jesucristo es la Justicia en persona. En ningún
momento salen de su boca palabras de condena, sino de perdón y misericordia,
con una suavidad que invita amablemente a convertirse.
Evangelio
(Jn 8,1-11)
Jesús
marchó al Monte de los Olivos. Muy de mañana volvió de nuevo al Templo, y todo
el pueblo acudía a él; se sentó y se puso a enseñarles. Los escribas y fariseos
trajeron a una mujer sorprendida en adulterio y la pusieron en medio.
—
Maestro –le dijeron–, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.
Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices? –se lo decían
tentándole, para tener de qué acusarle.
Pero
Jesús, se agachó y se puso a escribir con el dedo en la tierra. Como ellos
insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
— El
que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero.
Y
agachándose otra vez, siguió escribiendo en la tierra. Al oírle, empezaron a
marcharse uno tras otro, comenzando por los más viejos, y quedó Jesús solo, y
la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo:
—
Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?
—
Ninguno, Señor –respondió ella.
Le
dijo Jesús:
—
Tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no peques más.
Comentario
En
este tiempo de conversión que es la Cuaresma, la Iglesia nos invita a
contemplar una escena del evangelio de Juan en la que unos hombres expertos en
la interpretación de la ley le preguntan a Jesús qué deben hacer con una mujer
sorprendida en adulterio, un pecado que en la ley de Moisés estaba castigado
con la pena de lapidación.
La
pregunta que hacen a Jesús le plantea un dilema difícil de resolver. Debe optar
entre atenerse a la justicia y dictar sentencia de muerte, o violar la ley. La
escena es profundamente dramática. La vida de aquella mujer depende de la
decisión de Jesús, pero también está en juego la propia vida de Jesús, que
puede ser acusado de incitar a una grave transgresión de lo mandado, restando
importancia ante los ojos de todo el pueblo a los preceptos de la ley divina.
Aquellos
personajes fingen tener una deferencia con Jesús, reconociendo aparentemente su
autoridad moral, para atraparlo en sus palabras y luego juzgarlo duramente por
ellas. Pero el maestro desenmascara su hipocresía, con calma, sin alterarse.
Mientras los escucha, se pone a escribir con su dedo en el suelo. Este gesto
muestra a Cristo como el Legislador divino, ya que, según dice la Escritura,
Dios escribió la ley con su dedo en unas tablas de piedra (Ex 31,18).
Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Justicia en persona.
Jesús
no viola la ley, pero no quiere que se pierda lo que Él estaba buscando, porque
había venido a salvar lo que estaba perdido. Su sentencia es justa e
inapelable: “El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero”
(v.7). “Mirad qué respuesta tan llena de justicia, de mansedumbre y de verdad
–comenta admirado San Agustín–. ¡Oh verdadera contestación de la Sabiduría! Lo
habéis oído: “Cúmplase la Ley, que sea apedreada la adúltera”. Pero, ¿cómo
pueden cumplir la Ley y castigar a aquella mujer unos pecadores? Mírese cada
uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en presencia del tribunal de su
corazón y de su conciencia, y se verá obligado a confesarse pecador”[1]. Como explica
Benedicto XVI, las palabras de Jesús “están llenas de la fuerza de la verdad,
que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una
justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo
precepto (cf. Rm 13,8-10)”[2].
Llama
la atención la reacción del Maestro, que es la Justicia en persona. En ningún
momento salen de su boca palabras de condena, sino de perdón y misericordia,
con una suavidad que invita amablemente a convertirse: “Tampoco yo te condeno;
vete y a partir de ahora no peques más”. Dios no quiere el pecado y sufre por
él, pero tiene paciencia y es compasivo.
Jesús
no quiere nunca el mal. Sólo desea el bien y la vida. Por eso, con su gran
misericordia, instituyó el sacramento de la Reconciliación para que nadie se
pierda, sino al contrario, para que todos podamos encontrar el perdón que
necesitamos, por grandes que hayan sido nuestras faltas. “No olvidemos esta
palabra –nos dice el Papa Francisco−: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca.
[…] El problema es que nosotros […] nos cansamos de pedir perdón. No nos
cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona,
que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también
nosotros a ser misericordiosos con todos. Invoquemos la intercesión de la
Virgen, que tuvo en sus brazos la Misericordia de Dios hecha hombre”[3].
[1] San
Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, 33, 5.
[2] Benedicto
XVI, Ángelus 21 de marzo de 2010.
[3] Francisco, Ángelus 17
de marzo de 2013.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2022-04-03/
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