Elsa Cardozo 08 de mayo de 2022
Ante
el rumor, luego anuncio, de que los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela no
serían invitados a la IX Cumbre de las Américas que se reunirá en Los Ángeles a
comienzos del mes que viene, el presidente de México se preguntaba cómo es que
no se convidaba a todos los gobiernos del hemisferio. También el presidente de
Argentina protestó el anuncio desde la frágil plataforma de la Comunidad de
Estados Latinoamericanos y Caribeños en la que ocupa desde enero pasado la
presidencia pro tempore.
Tras conversar al respecto con el presidente Joe Biden, anfitrión de la cita, Andrés Manuel López Obrador argumentaba en su peculiar modo de decir que esas cumbres debían servir para entenderse, unirse y hermanarse. También advertía en sus declaraciones que había que evitar que sectores de Estados Unidos, alentadores de las exclusiones, siguieran medrando en el sufrimiento de los pueblos. Alberto Fernández, por su parte, habló de superar las divisiones ideológicas y concentrarse en las coincidencias, dicho en la retórica común a al multifacético peronismo. Tales decires –no propiamente argumentos– antes que aclarar el panorama para Latinoamérica y el Caribe en el hemisferio, lo enturbian y contribuyen a dividir, no a unir ni hermanar y mucho menos a que mejoren las condiciones de vida de los sufridos cubanos, nicaragüenses y venezolanos.
Se
suele olvidar que la Carta Democrática Interamericana tuvo un momento
fundamental de preparación en la III Cumbre de las Américas, en Quebec (2001).
Ese olvido estuvo muy presente en el compromiso democrático de la Celac, como
lo estuvo antes en el de la Unasur, tan distantes de lo acordado por unanimidad
en la OEA. En cambio, prevaleció la disposición a condenar amenazas o acciones
contra gobiernos democráticamente elegidos. Pocas veces se mostraron dispuestos
a movilizarse ante las acciones gubernamentales antidemocráticas,
inconstitucionales, violatorias de los derechos humanos, incluidos los derechos
políticos, al punto de atentar contra la legitimidad de origen y transitar sin
cortapisas al autoritarismo, como en los casos de Venezuela y Nicaragua.
El
debate sobre las invitaciones a las reuniones hemisféricas no es nuevo. Se
planteó sobre Cuba en 2012 y 2015, finalmente incluida en esta última cita, y
Venezuela en 2018. Esta vez se trata de los tres países que desde la última
Cumbre han sufrido una pública y notoria aceleración y profundización de la
represión, así como –no por casualidad– de su empobrecimiento y flujo de
migraciones forzosas. Por ahí es por donde hay que buscar el aliento a las
exclusiones y el medrar en el sufrimiento de los pueblos.
Cuando
se habla de centrarse en las coincidencias conviene comenzar por la propia
Latinoamérica. Sin dificultad viene a la memoria de lo reciente la experiencia
de la fenecida Unasur, también el intento de reanimar a una muy fragmentada
Celac, cuya presidencia pro tempore recibió Fernández de López
Obrador, ambos en plan de proyectar a sus gobiernos como promotores de la
unidad regional. Con sus variantes, también coincidentes en su pragmático
manejo de las relaciones con Estados Unidos.
Lo de
las divisiones ideológicas a superar mueve al terreno de las relaciones con
Estados Unidos lo que en primer término debería ser entendido regionalmente:
que en realidad de lo que se trata en Nicaragua, Venezuela y Cuba, desde mucho
antes, es de concentración y conservación del poder en términos que no
reconocen límite alguno. Abundan
respetables testimonios, informes, demandas y sentencias al
respecto. En ello no basta el llamado a la hermandad y al diálogo, mucho
menos asumir que con el tiempo y una buena invitación y recepción a los
gobiernos de los tres países va a mejorar la situación de los venezolanos,
nicaragüenses y cubanos.
En un
continente en el que mucho ha disminuido la densidad democrática, preocupa que
los gobiernos de México y Argentina –en el espíritu de discursos como el del
Grupo de Puebla– alienten en nombre de la unidad y autonomía regional,
pretextos para la normalización de autoritarismos que cultivan la polarización
y la “geopolitización”, adentro y afuera. Más ganarían en proyección y
trascendencia, más fructífera sería la relación hemisférica en el encuentro en
Los Ángeles a partir de lo que debería promoverse como fundamental coincidencia
política regional, en beneficio de todos los países del continente: la
protección de los derechos humanos, incluyendo la plena vigencia del derecho a
la autodeterminación democrática, sustentada en elecciones libres y en el
ejercicio de gobierno respetuoso del resultado y los términos democráticos del
mandato.
Elsa
Cardozo
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