Paulina Gamus 08 de mayo de 2022
«Si
estudias la historia de los perpetradores descubres que procedían de muy
diferentes pasados. No hay una manera típica, un camino único de convertirse en
genocida. Todos tenemos la capacidad y el peligro de serlo. Observando a los
nazis no puedes identificar un sector de la sociedad del que provenían los
asesinos». Jacinto Anton, entrevista a Peter Longerich,
biógrafo de Heinrich Himmler.
Heinrich
Himmler fue quizá el hombre más poderoso del Tercer Reich, después de Hitler.
Jefe de las SS, de la Gestapo y organizador de los campos de exterminio.
Después de observar el funcionamiento de las cámaras de gas en Auschwitz, les
dijo a sus acompañantes: «Vamos a tomarnos unos vinos». Esa indiferencia hacia
el dolor ajeno y la frialdad para perpetrarlo fue lo que Hannah Arendt
describió como «la banalidad del mal».
Cuando Venezuela fue refugio de perseguidos por las dictaduras militares de Chile, Uruguay y Argentina, resultaban espeluznantes las narraciones de los sobrevivientes sobre las torturas que practicaban precisamente elementos militares. Su sadismo parecía único e irrepetible.
Confieso
que para entonces tenía un concepto bastante elevado de la moral de nuestras
fuerzas armadas. Durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, el centro de
torturas por excelencia era la Seguridad Nacional, dirigida y conformada por
civiles. Es innegable que durante los primeros gobiernos democráticos también
hubo excesos en el trato a los presos políticos. Que fueran los años de la
guerrilla castrocomunista que procuraba destruir la democracia y que cometía
asesinatos, no hizo excusables esos hechos. Los perpetradores de las torturas
también eran civiles.
Al
llegar Hugo Chávez al poder, muchos temimos que su mensaje de odio inspirado en
el nazismo al dividir a la población en los «buenos», los chavistas y los
«malos», las cúpulas podridas, los escuálidos, etcétera; se desatara una ola de
violencia contra los adversarios del régimen. Pero el odio quedó en el
discurso, la idiosincrasia venezolana fue el freno para no pasar a mayores. De
esos años supimos de muchas detenciones arbitrarias, pero el tema tortura no
estaba en el tapete de las constantes violaciones legales y constitucionales
cometidas por ese gobierno. Y así llegamos al régimen de Nicolás Maduro que ha
hecho de la maldad su enseña, su consigna y su razón de ser.
No
caeremos en el exceso de comparar a Maduro, Cabello o Padrino López con
Heinrich Himmler. Los crímenes que se han cometido con su consenso o bajo su
amparo, no llegan a nivel de genocidio. Pero hay maldad implícita en cada una
de sus acciones y decisiones. La tortura a los presos de conciencia es ya
moneda corriente y esta vez no son civiles los perpetradores. Y cuando esos
presos son militares acusados de traición o sedición, la crueldad va in
crescendo. Pero allí no queda la maldad, esta se extiende a distintas personas
y áreas de la vida nacional.
Hay
maldad en el bloqueo, cierre y confiscación de casi todos los medios
de comunicación independientes. Privar a un pueblo de estar libremente
informado es infamante. Y expoliar a los propietarios de
esos medios es inconstitucional.
Ninguna
maldad puede compararse a dividir a toda una población en privilegiados, quizá
un 10%, y marginados el otro 90% . Para los privilegiados están los bodegones,
los restaurantes más caros, los automóviles más costosos, los pozos que han
cavado para no sufrir escasez de agua, las plantas eléctricas para no padecer
los cortes de luz. A ese 10% le es indiferente si Maduro se queda o
se va, si torturan o no y si el 90% de sus compatriotas padece hambre, cortes
de electricidad por varios días consecutivos y carencia casi absoluta
de agua.
Hay
maldad, más bien sevicia, en privar de libertad a unos ancianos que protestan
por las ínfimas pensiones. Y hay maldad extrema en la burla a la pobreza que
hace Nicolás Maduro cada vez que entre risas, baile de reguetón y chistes
de mal gusto, anuncia nuevos bonos con nombres estrafalarios y cantidades
irrisorias.
Hay
maldad, pero sobre todo cinismo extremo, cuando Jorge Rodríguez anuncia
—magnánimo— que dialogará con todos los sectores menos «con los corruptos de
los 40 años que arruinaron al país». Nunca, desde que Cristóbal Colón piso la
costa de Paria en 1498 y los españoles instalaron su imperio en esta «Tierra de
gracia», hubo algún gobierno más corrupto y depredador que los de
Chávez y Maduro en estos últimos 23 años. Y hay maldad con
humillación, a los parlamentarios de oposición, ya jubilados y casi todos
octogenarios y enfermos, a quienes se obliga a hacer colas de ocho o diez horas
para recibir las infamantes cajas de alimentos y productos de higiene. Y esto
solo a quienes viven en Caracas, los de la provincia ni siquiera eso. Se
supone que los parlamentarios jubilados de AD y Copei son los «corruptos
de los 40 años» a los que se refirió el impoluto Jorge Rodríguez.
¿Son
malísimos en todo sentido esos jerarcas y numerarios del chavo-madurismo
que torturan, confiscan, persiguen y humillan? Claro que no, con sus familias
son una maravilla: amantísimos padres, excelentes hermanos, deferentes
hijos. Como lo eran Goebbels, Eichmann, Fidel Castro, Pinochet y los
gorilas argentinos. Claro con las diferencias naturales y sin ánimo de
exagerar.
Un
saludo solidario para todas las madres venezolanas que celebran
su día una vez al año. Los otros a quienes no llamo como lo que son porque
no uso palabras obscenas en mis artículos, tienen, para medrar y
cometer sus maldades, los otros 364 días.
Paulina
Gamus
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