Marta de La Vega 04 de agosto de 2022
Expresión
apropiada para describir las luchas de mucha gente en Venezuela cuando, con
ingenuidad y esperanza de lograr el objetivo de derrotar pronto al formidable
seductor, comenzaron las denuncias, encuentros comunitarios en Asambleas de
Ciudadanos, reuniones con los invitados más preparados para orientar a los
vecinos, marchas y manifestaciones para protestar y contrarrestar los abusos de
poder convertidos en norma.
No ha cesado este impulso cívico desde que el militar Chávez asumió el poder al inicio de 1999 ante una «moribunda Constitución» y se dedicó sistemáticamente a destruir las instituciones democráticas e imponer caudillismo, militarismo, personalismo mesiánico, discriminación excluyente y arbitrariedad como costumbres sociales y acción política preferentes, salpicados de populismo efectista, teatral y demagógico, hasta su muerte, anunciada el 5 de marzo de 2013.
Maduro
llegó a la presidencia en 2013 sostenido por el pronunciamiento de Chávez antes
de viajar a Cuba, en cadena nacional televisada, el 8 de diciembre de 2012, al
anunciar su «opinión firme, plena como la luna llena, irrevocable, absoluta, total»,
de que fuera su sucesor con el respaldo de Diosdado Cabello, en caso de que la
cirugía a la que iba a ser sometido no tuviera buen desenlace; y sobre una
interpretación falsa y acomodaticia de la Constitución que prohibía que el
presidente encargado en ausencia del presidente en ejercicio fuera candidato.
A
partir de ese momento, hemos presenciado sucesivas transgresiones vueltas ley,
pérdida del Estado de Derecho, persecución judicial de disidentes y opositores,
cárcel, tortura y desaparición o muertes de quienes no sirven al régimen o son
un estorbo. Se impuso, pese a la resistencia ciudadana y los esfuerzos del
sector empresarial, la ruina económica. Con esta, el retroceso continuado de
avances sociales heredados del período democrático en educación, salud,
alimentación, desarrollo sanitario; el colapso de los servicios públicos, la
negligencia o falta de mantenimiento de la planta física de los edificios
estatales e infraestructura vial; desnutrición crónica e infantil, abandono de
los adultos mayores, deserción escolar y universitaria, maltrato y miseria
contra varios sectores, en especial empleados públicos, profesores y maestros
de las instituciones oficiales en todos los niveles de escolaridad.
El
hilo conductor para comprar voluntades y fabricar consensos ha sido la
corrupción. Tráfico de influencias, amiguismo, estructura clientelar del
Estado, que existían en la frágil democracia del pacto de Punto Fijo a partir
de 1958 con un Estado dirigista que buscaba consolidar las instituciones, alcanzar
la modernización y diversificación industrial bajo el proteccionismo estatal y
la transparencia en el desarrollo de oportunidades para impulsar la integración
democrática y movilidad social, se pervirtió.
La
hegemonía de los partidos de Acción Democrática y Copei desde fines de la
década de 1960 y los años 70, a la vez que garantizaron estabilidad y
alternabilidad, adoptaron la repartición de cargos y cuotas de poder para
preservar el poder. Hoy se han agudizado estos rasgos del populismo corruptor
en la política y las finanzas, al punto de ser definida Venezuela como una
cleptocracia que es también kakistocracia, gobierno de los peores, concentrado
en una camarilla militar civil que domina las instituciones. El Estado omitió
sus obligaciones y se convirtió en una estructura criminal paralela que usurpó
las instancias de poder con ramificaciones mafiosas vinculadas al crimen
organizado transnacional. Es un Estado forajido.
La
lucha no cesa, pero crece la impotencia ciudadana porque no bastan protestas y
manifestaciones cuando el problema sobrepasa nuestra voluntad como individuos;
decencia y ética han sido postergadas. La aparente prosperidad está fundada en
actividades ilícitas de las cuales se benefician minorías reducidas en conexión
con el gobierno de facto presidido por Maduro.
Según
informe solicitado por Ecoanalítica a Transparencia Venezuela, durante más de
10 meses de trabajo conjunto, la conclusión fue que «los ilícitos equivalen al
21,74% del PIB de Venezuela en 2021», siguiendo a Asdrúbal Oliveros, directivo
de la firma consultora. El informe identifica el momento actual del país. Este
se encuentra en «fase simbiótica», de acuerdo con la clasificación de Steir y
Richards (1997). Significa que, siguiendo a Oliveros, «la interdependencia
entre el crimen organizado y el sistema político y económico es tal que las
fronteras se vuelven tenues».
Otra
conclusión del informe de Transparencia es que «la ampliación de las
actividades económicas ilegales es el coletazo del colapso de la industria
petrolera, su resultante crisis económica y las posteriores sanciones». El
informe centra su análisis en el contrabando ilegal de gasolina, el
narcotráfico, prácticas ilícitas en puertos venezolanos y el tráfico de oro,
actividades extendidas a lo largo y ancho del territorio nacional.
No
olvidemos su repartición insólita con el silencio cómplice o el miedo de las
autoridades regionales y municipales entre grupos irregulares y
narcoterroristas extranjeros que han impuesto sobre las poblaciones sus propias
reglas, a riesgo de su propia muerte, como ocurre en el arco minero con total
impunidad.
¿Cómo
reconstruir el país deshecho y cómo revertir la crisis humanitaria compleja que
sufre Venezuela en este contexto, si se revela que extranjeros y venezolanos
estrechamente ligados al tráfico de estupefaciente se lucran grandemente con
actividades económicas no declaradas que escapan del control de la
administración del Estado y las estadísticas oficiales, las cuales no deben
confundirse con actividades informales, según precisa Oliveros? ¿En qué va a
desembocar un país que cede su territorio no solo a bandas criminales sino a
Estados extranjeros, como acaba de ocurrir con Irán, teocrático,
fundamentalista y sectario, cuyas economía, tradiciones, leyes y costumbres son
ajenas a los valores de productividad y bienestar, civilidad, modernidad,
respeto por los otros, democracia y pluralismo? ¿Quién nos gobierna?
Marta
de La Vega
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