Marta de la Vega 21 de marzo de 2023
Para
el cambio de ruta que requiere Venezuela no basta modificar el modelo
económico-político ni elegir un nuevo gobierno. También se trata de transformar
la mentalidad predominante y las maneras de actuar. Este objetivo ha sido
imposible de lograr por una cultura política mayoritaria complaciente con los
actos de corrupción, siguiendo una lógica amiguista y clientelar, que es
amoral. Ella es base de la cohesión en las alianzas populistas. Pero, sobre
todo, a largo plazo es políticamente ineficiente y socialmente ineficaz.
Algunos de los Ensayos Políticos del filósofo del siglo XVIII David Hume son lección para transformar esta perniciosa conducta social, potenciada por el derrumbe de las instituciones políticas y la impunidad. En el tercero (Ensayos Morales, Políticos y Literarios), «Que la política puede reducirse a ciencia» (1741), dice: “un gobierno republicano y libre sería un evidente absurdo si los dispositivos de verificación y control que la Constitución prevé carecieran en realidad de eficacia, y si no se consiguiera que incluso las malas personas actuasen en pro del bien común». Y agrega: «Mientras que, por el contrario, son la fuente de todo desorden, y de los más negros crímenes, allí donde han faltado la habilidad o la honradez en su marco e institución originales».
No hay
duda de que es esencial el Estado de Derecho: «Cabe afirmar ahora, respecto a
las monarquías civilizadas, lo que anteriormente solo se decía en relación con
las repúblicas: que son un gobierno de leyes, no de hombres».
Contra el absolutismo, Hume planteaba el equilibrio de poderes. Y el gobierno,
a fin de no perpetuarse en la sed de mandar, ha de ser temporal: «es una
necesaria precaución, en un Estado libre, cambiar con frecuencia a los
gobernadores».
Los
«Estados libres» según Hume, se convierten en una fuente de degeneración si no
cuentan con quienes los representen. Rechaza el personalismo. Electos por voto
popular, dichos gobernantes no pueden mantener vitalicia o indefinidamente el
poder.
Gobernar
implica garantizar el adecuado desenvolvimiento de las conductas ciudadanas y
condiciones para la prosperidad económica, la cual es, según Hume, consecuencia
de un buen gobierno. En este sentido, al contrario de Adam Smith, el Estado no
puede ser ajeno a la economía de la sociedad, pero coincide con él en la
necesidad de respetar leyes sociales y económicas que los hechos empíricos
demuestran: «Tan grande es la fuerza de las leyes, y de determinadas formas de
gobierno, y tan poca es su dependencia del humor o talante personales, que
pueden a veces deducirse de ellas consecuencias casi tan generales como las que
nos permite sacar la ciencia matemática».
En el
análisis político de la probidad frente a la corrupción, ha habido dos
posiciones teóricas. O bien, la funcionalista, cuyos autores, por ejemplo,
Robert Klitgaard (1992), consideran que la corrupción es un delito y se acepta
como tal, combatiéndolo, aunque se reconozca que en todas las sociedades y en
todas las épocas este ha existido y es «endémico» en América Latina, incluso
antes de la Independencia y durante este período; o bien, la que estima la
probidad como ausencia de corrupción y en tal caso esta es cero o no existe.
Es un
objetivo teórico no considerar inevitable la corrupción; es una meta permanente
y una estrategia de transformación de las mentalidades mediante tres
instrumentos fundamentales: educación desde la más temprana
infancia, incluso con narraciones y cuentos de claro contenido ético, enseñanza
de virtudes y conductas cívicas, así como rescate de contenidos y principios
éticos de la doctrina liberal.
La
única fuente de la ética no es la religión; instituciones sólidas,
con mecanismos eficientes de control, fiscalización, transparencia en la
gestión y sanciones legales fuertes, a la vez que sanción social o ciudadana;
y libertad de prensa y de expresión.
Hay
situaciones concretas estudiadas en algunos países, en Uruguay, donde no hubo o
si acaso, de poco peso, partidos populistas o en Chile, antes de la dictadura
militar de Pinochet, en las que la corrupción política y administrativa no
existió efectivamente. Y si se daba, era tajantemente rechazada legal y
socialmente.
La
corrupción es inherente al populismo como proyecto político por el tipo de
alianzas tan heterogéneas para obtener el poder y mantenerlo, y los mecanismos
de cohesión acomodaticios y utilitarios de sus coaliciones. Les invito a leer
el clásico estudio sobre los populismos latinoamericanos de Juan Carlos Rey: el
líder populista es «incapaz de integrar elementos propios de la cultura
tradicional en la nación y en el mundo moderno, mediante relaciones
impersonales y abstractas, por lo que tiene que valerse de procedimientos
semejantes a los de los caciques tradicionales contra quienes lucha.»
Y al
analizar los dos tipos de populismo, en los casos en que predomina la tendencia
a la reconciliación, un sistema de acomodación de tipo utilitario se manifiesta
en cuatro formas, que van desde políticas distributivas y creación de puestos
en el aparato estatal («clientelismo burocrático»), en favor de los adherentes
o simpatizantes, hasta el desarrollo de una política prebendaría destinada a
integrar a grupos políticamente importantes mediante privilegios y
oportunidades económicas diversas y el prorrateo entre los mismos de los
puestos de la administración pública.
Y, «en
casos extremos, se instaura un sistema de corrupción generalizada». El
populismo, además, por su tendencia dirigista y de control estatal ha sido
siempre antiliberal. Los partidos populistas han estado directamente conectados
con la corrupción, cualesquiera que sean sus variantes en los países
latinoamericanos.
Con el
populismo, la aspiración al logro es sustituida por la aspiración al poder.
¿Habrá conciencia colectiva a favor del bien común y de la urgencia de
deslastrarse de este vicioso modo de practicar la política?
Marta
de la Vega
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