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jueves, 20 de abril de 2023

Insecticidio, el apocalipsis invertebrado, por @Gatopardocom



La ecología entera, al menos como la conocemos, está en juego. Los insectos, esos pequeños animales invertebrados, integran la base del sistema. Son el bloque sobre el que se sostienen todos los demás. Sin ir más lejos, son los polinizadores de ocho de cada diez plantas con flor que existen en el mundo y de tres cuartas partes de nuestros propios cultivos. Nos encontramos en los albores de una extinción masiva.

No importa en qué sitio estés ahora leyendo estas líneas. Lo más probable es que a cien kilómetros de donde te encuentras, incluso bastante menos, haya una especie en extinción —si no es que varias— y que su tamaño no supere los cinco centímetros. Quizás no suelas reparar demasiado en los representantes más pequeños de la zoología, pero todo parece indicar que es justo sobre ellos donde está registrándose el impacto más severo de ese asteroide en el que se ha convertido la humanidad y cuya fuerza de choque se llevará a todos.

“Si las abejas desaparecieran de la superficie del globo, al humano solo le quedarían cuatro años de vida: sin abejas no hay polinización, ni hierba, ni animales, ni hombres”, declaró Albert Einstein. Palabras más, palabras menos, es en todo caso una frase convertida ya en un estandarte ambientalista que el genio de la física posiblemente nunca pronunció. Pero más allá de si la cita es fidedigna o de si se le atribuye al gran científico solo para captar la atención —y ganar así el peso que el asunto merece—, lo cierto es que el argumento planteado y sus posibles implicaciones son cada día más vigentes. En especial cuando no son solo las abejas, sino una fracción angustiosa del grueso de los insectos, los arácnidos, las lombrices, los caracoles terrestres, los milpiés y ciempiés —los bichos, vaya— la que está desapareciendo de manera acelerada. Sin duda nos encontramos en los albores de una extinción masiva, la sexta de tales proporciones en la historia de este planeta, y que, en esta ocasión, es de carácter antropogénico. Un declive generalizado de la vida que ya está sucediendo, y hacia los cuatro puntos cardinales a la vez.

De acuerdo con lo anotado por Elizabeth Kolbert en La sexta extinción. Una historia nada natural (Crítica, 2015), “se ha estimado que una tercera parte de los corales que constituyen arrecifes, una tercera parte de los moluscos de agua dulce, una tercera parte de los tiburones y las rayas, una cuarta parte de los mamíferos, una quinta parte de los reptiles y una sexta parte de las aves se dirigen a la desaparición”.

A su vez, los mexicanos Rodolfo Dirzo y Gerardo Ceballos en “Defaunation in the Anthropocene”, artículo publicado por la revista Science en 2014: “Entre los vertebrados terrestres, 322 especies se han extinguido desde [el año] 1500, y las poblaciones de las especies restantes muestran una disminución media de 25% en abundancia. Los patrones de invertebrados son igualmente graves: 67% de las poblaciones monitorizadas muestran una disminución media de la abundancia de 45%. Tales descensos de animales caerán en cascada sobre el funcionamiento de los ecosistemas y el bienestar humano”.


Ese último dato, el referente a los invertebrados, es el que debería resultar más preocupante: la mitad de las filas de más de la mitad de todos los bichos estudiados ya se esfumaron, y las evidencias sugieren que están desvaneciéndose con una tasa de extinción ocho veces más alta que la de los mamíferos, aves y reptiles. Estamos hablando de decenas de miles de especies, trillones de individuos invertebrados de los que dependemos. Digamos que la ecología entera, al menos como la conocemos, está en juego. A fin de cuentas, esos pequeños animales integran la base del sistema. El bloque sobre el que se sostienen todos los demás. Sin ir más lejos, son los polinizadores de ocho de cada diez plantas con flor que existen en el mundo y de tres cuartas partes de nuestros propios cultivos —por si hiciese falta subrayar las tremendas afectaciones sobre la vida cotidiana de todos esos ciudadanos que únicamente valoran la vida de sus redes sociales—; indispensables para la descomposición de excrementos y cadáveres (80% de los despojos y restos mortales son desmenuzados por insectos y gusanos), así como para la fertilización de los suelos forestales, a lo que habría que agregar el factor nada menor de que los bichos integran el primer eslabón de la cadena alimenticia terrestre (literalmente miles de especies de aves, reptiles, anfibios y mamíferos, incluso algunos peces, son exclusivamente insectívoros), y piénsese por un segundo: ¿qué sucede si a una cadena que pende de nuestros dedos le quitamos el primer eslabón?

No se necesita tener una imaginación desaforada para intuir las tremendas repercusiones sobre el grueso del entorno que conllevaría eliminarlos de la ecuación biológica, el enorme efecto de avalancha o dominó que desataría. O, mejor dicho, que ya está desatando. Si nos concentramos solo en las mariposas —la inmensa mayoría de las cuales, habría que señalar, son nocturnas: 16 000 de las 17 800 especies descritas—, la cosa no pinta nada bien. En La desaparición de las mariposas y sus consecuencias para el mundo en que vivimos (Crítica, 2021), el biólogo alemán Josef H. Reichholf aborda las secuelas implícitas en la diminución en 80% de las poblaciones de mariposas nocturnas en los últimos cincuenta años. Es una reducción semejante a la observada en algunas especies diurnas icónicas, como la monarca, cuyos números han decrecido cuatro quintas partes en las dos décadas que lleva este siglo, por lo que se consideran ya como en peligro de extinción, y cuya emblemática migración a lo largo de los países que integran el TLCAN podría estar entrando en su ocaso.


Para ampliar un tanto el encuadre, múltiples estudios de largo aliento, como el que hace Daniel H. Janzen en Costa Rica desde hace más de treinta años o el que coordina, desde 1997, Anders Pape Møller en Dinamarca (quien se vale de la ciencia ciudadana para cuantificar la disminución de insectos que se estampan contra los parabrisas durante los viajes en carretera, fenómeno que probablemente le será familiar a cualquier lector que haya nacido antes del cambio de siglo), han corroborado un declive francamente alarmante de la biomasa total de invertebrados presentes en sus respectivas áreas de muestreo. Y de acuerdo con una revisión de 73 estudios internacionales, a cargo de Francisco Sánchez-Bayo y Kris A.G. Wyckhuys, 40% (es decir, prácticamente la mitad) de todas las especies de insectos que fueron evaluadas parecieran tender hacia la extinción durante las próximas décadas. De seguir por ese cauce, se cumplirán las funestas estimaciones de las Naciones Unidas: que aproximadamente medio millón de especies de insectos estarán extintas para 2050.

Queda cuestionarse por qué. Y la verdad es que hay varias respuestas: la siempre creciente industria agroganadera y sus pesticidas; la fragmentación y degradación progresiva del hábitat; la persistente deforestación de selvas y bosques; la polución de suelos, aire y agua; la desaforada expansión urbana; las especies introducidas, así como los parásitos y patógenos de las que fungen como vectores; la nitrificación de los suelos por fertilizantes y productos derivados de la combustión de materiales fósiles; la desecación de lagos, humedales y ríos. Los gajes de eso que llamamos vida moderna para una población de ocho mil millones de monos adoradores del plástico, y contando.

Es un entramado de factores que David L. Wagner y otros expertos han denominado “la muerte por mil estocadas”. Y eso que ni siquiera hemos comenzado con el calentamiento global y la disrupción consecuente de patrones climáticos. La impredecibilidad de la temporada de lluvias, por ejemplo, o de la floración, que altera la sincronización de eventos de los que dependen los insectos para reproducirse. Además de las sequías, las inundaciones y los incendios que año con año prueban ser más drásticos. Por si no fuera suficiente, en laboratorio se ha comprobado que los golpes de calor (de 5 a 7 °C por arriba de lo óptimo durante cinco días) esterilizan a los escarabajos, se pierde la viabilidad de sus espermatozoides. En suma, un crisol de variables agregadas que a todas luces no se reducirán en un futuro próximo. Al contrario.

El gran genetista y biólogo evolutivo John Burdon Sanderson Haldane aseguró: “Si Dios es el autor de todas las criaturas, hay que reconocer que siente un extraordinario cariño por los escarabajos”, haciendo alusión a que se conoce poco menos de un millón de especies (casi tantas como el resto de los insectos y vertebrados sumados entre sí). Parece que hoy en día han caído de su gracia.


Tomado de:

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