ELÍAS PINO ITURRIETA 10 de mayo de 2023
@eliaspino
“Nadie quiere que le cambien la vida
porque sabe manejar la que tiene. Por más insatisfactorias o frustrantes que
sean las rutinas, son las únicas seguridades que tiene el hombre. Los cambios
históricos solo se producen a través de procesos de larga duración en el
tiempo, un trayecto secular la mayoría de las veces”.
La propaganda política y la publicidad comercial se han encargado con éxito de vender la idea de que los hombres se entusiasman por los cambios y que los buscan porque quieren ser distintos, o porque aceptan la invitación a dejar de ser lo que fueron. De allí la incitación a usar la ropa atrevida que antes no se usaba, que ofrecen los negociantes de la moda, por ejemplo. O el mensaje de los líderes de los partidos orientado a proponer mudanzas hacia una vida mejor que depende de salir de lo viejo, malo esencialmente, para inaugurar un paraíso caracterizado por las novedades. Como estamos ante mensajes exitosos, no en balde los destinatarios de las cuñas se entusiasman por una indumentaria que antes no se atrevían a usar y los clientes de los hombres púbicos votan por ellos para que los lleven a una sorprendente tierra prometida, debe parecer errónea la proposición anunciada en el título sobre el temor que producen los cambios en la generalidad de los seres humanos. Sin embargo, no caben dudas sobre los pavores que producen las variaciones de la rutina, la pérdida de control provocada por situaciones inéditas, el meterse en una vida distinta a la de los antepasados y a la de uno mismo.
La
Historia de las Mentalidades, una especialidad que insiste en la necesidad de
detenerse en la pesada carga de los sucesos anteriores para entender la
evolución de las sociedades, machaca la idea de que el pasado no pasa del todo
por la necesidad que tienen los hombres de aferrarse al mundo conocido que
heredaron de sus padres y legarán a sus descendientes. Si ese pasado se borra,
o si abjuramos de sus fundamentos, ocurrirá un desquiciamiento capaz de
producir la tragedia de la confusión generalizada, o el azar de una insania
colectiva que puede provocar rupturas de inimaginable pronóstico. Es una
propuesta problemática, seguramente inadmisible porque apuesta, en apariencia,
por una petrificación de la sociedad, pero en realidad lo que pretende es
evitar que nos entusiasmemos más de la cuenta con las clarinadas de mudanza que
oímos a cada rato y que no son sino una engañifa, o una ilusión.
“¿Todo
es nuevo a cada rato bajo el sol porque los hombres quieren que así lo sea
cuando les viene en gana, o cuando el entorno lo solicita?”
Nadie
quiere que le cambien la vida porque sabe manejar la que tiene. La innovación
conduce a la perplejidad, y la perplejidad puede desembocar en la
desesperación. Por más insatisfactorias o frustrantes que sean las rutinas, son
las únicas seguridades que tiene el hombre. Pueden ser trágicas, pero ofrecen
la posibilidad de la sobrevivencia, la ocasión de estirar la arruga. Pueden
provocar la búsqueda de situaciones mejores, más llevaderas o alentadoras, pero
sin hacer cabriolas peligrosas para implantarlas porque el hombre puede
extraviarse hacia lo indescifrable, o perder la razón y la vida ante la
posibilidad de encontrarlas. De allí que los historiadores, cuando intentan una
definición de las mentalidades, se refieran a “un mandato de los difuntos”, a unas
instrucciones que cada quien trae en la cabeza porque allí las metieron los
antecesores para que manejara con cierta propiedad su itinerario, y para que
después las trasmitiera a sus sucesores con el objeto de que evitaran la
aventura de la inseguridad de sus destinos y la calamidad de la confusión de la
sociedad.
Los
cambios históricos solo se producen a través de procesos de larga duración en
el tiempo, un trayecto secular la mayoría de las veces. La vida que ha de
cambiar camina poco a poco a su decrepitud. Debido a esa decrepitud, a un
menoscabo moroso y testarudo, esa vida en decadencia da cabida en su seno a los
elementos que la reemplazarán. La precariedad de la vida anterior permite que,
mediante procesos caracterizados por una pétrea lentitud, vayan creciendo en su
seno las raíces del futuro. Pero el hecho no significa el advenimiento de una
plenitud de novedades, o el predomino exclusivo de lo que antes no se había
experimentado. El pasado se las arregla para sobrevivir, no solo disfrazado de
presente sino también con suficiente maquillaje para anunciarse como parte de
lo que vendrá más tarde. El cambio químicamente puro no existe, porque los
hombres le tienen mucho miedo.
Es un
tema digno de reflexión debido a que nadie quiere que le vean como parte de un
museo de antigüedades, ni como actor pusilánime de la historia. O debido a que
generalmente se habla del dinamismo de los procesos sociales y de
cómo han conducido y conducen a metamorfosis trascendentales, a hechos
desconocidos por las generaciones anteriores. ¿Es así, sin discusión?, ¿todo es
nuevo a cada rato bajo el sol porque los hombres quieren que así lo sea cuando
les viene en gana, o cuando el entorno lo solicita? Las siguientes afirmaciones
del filósofo José Gaos, uno de los introductores de la Historia de las
Mentalidades en América Latina, ojalá puedan ofrecer claridad al asunto para
que cada quien fraternice con sus temores. Escribió el maestro: “Lo que sienten
y piensan los hombres sobre el mundo humano, sobre el mundo sobrenatural, sobre
el mundo histórico, sobre la vida pública y la vida privada no cambia con
facilidad. Las cosas humanas, cuanto más esenciales, menos mudables. Cambiar
tan fácilmente como, digamos, de ropas, de personalidad, sería literalmente de
locos, y en el caso habría un gran loco: la naturaleza, o su autor”.
Amigos
lectores, ¿no le tienen ustedes miedo a la locura?
ELÍAS
PINO ITURRIETA
@eliaspino
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