En alguna oportunidad escuché a Felipe González decir que la transición a la democracia en España había sido posible porque tanto la derecha como la izquierda habían aprendido a ser demócratas. Fue un aprendizaje largo y duro que ahora pareciera haberse olvidado o, tal vez más peligroso; los aprendices del presente no hacen la tarea o tienen otros planes. Son conclusiones lógicas que emanan sin artificios de la simple observación de la cotidianidad política española, conflictiva y tirante. La radicalización y la intolerancia de las élites acaban con los grandes partidos y de esa manera se abre la puerta a la inestabilidad y la aventura. Fue lo que ocurrió en Venezuela.
Aquí el chavismo destruyó lo que de aprendizaje democrático se había alcanzado entre 1958 y 1998, que no era poca cosa. Eso no hubiese sido posible sin el radicalismo de la contención política entre AD y Copei (y dentro de los propios partidos: Caldera vs. Fernández/Álvarez, y Lusinchi vs. Pérez), en particular después del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (CAP), ayudados en esa labor de zapa por el anti adequismo visceral de la izquierda borbónica. En este largo vagar por el desierto, un cuarto de siglo, mucho de lo que había sobrevivido de aquellos aprendizajes se ha olvidado y en su lugar campean las nuevas conductas instauradas por el chavismo, negadoras devalores democráticos. Los chavistas no quieren derrotar a un adversario en elecciones libres, quieren volver polvo cósmico, como bramaba su “eterno”, a quien se cruce en su camino. La alternabilidad en el poder no es una aspiración.
No obstante, la dureza y contundencia con la que el régimen ha pretendido imponerse, tan pronto el pueblo venezolano entendió que Chávez era un fiasco, lo ha enfrentado y derrotado en varias oportunidades. Lo que no ha logrado es echarlo del poder, que es lo que necesita. Dicho en criollo, se ha podido matar el tigre, con lo que no ha podido lidiar es con el cuero. En 2015, la última vez en el plano nacional, el tigre estaba para ser embalsamado y el cuero se encargó de resucitarlo. Han sido ocho años más de Maduro, ocho años letales para el país. No es que el cuero tenga poderes mágicos, como el vellocino de Jasón, se trata más bien de las malas decisiones que ha tomado parte de la dirigencia opositora (tirios y troyanos), al momento de administrar las victorias, literalmente, arrancadas al chavismo.
En esta oportunidad, 2024, temo que pueda suceder lo mismo. Por aquello que dicen los argentinos: Siempre que pasó igual, ocurrió lo mismo. Lo peor es que quizás nunca la tarea vuelva a ser tan fácil, esta es una oportunidad de oro. La razón es sencilla, al tigre ahora ni siquiera hay que cazarlo. Tras los diez peores años de gobierno de la historia venezolana, éste presidido por Nicolás Maduro y su nomenklatura, el régimen chavista ha muerto. Comenzó por quedarse sin principios ideológicos que lo sustentaran. Eso, la verdad sea dicha, no fue culpa de Maduro, Chávez mismo nunca lo tuvo claro. En sus comienzos decía que era bolivariano, por supuesto. Nada novedoso. Guzmán, Gómez y otros dictadores también se arroparon con el manto sagrado del Padre de la Patria. En ese arranque citaba a menudo un panfleto chileno, El oráculo del guerrero, creo recordar que se titulaba. Militarista siempre, Chávez inventó aquello de: “Yo no soy Presidente, yo estoy de Presidente, yo lo que soy es soldado”. De vez en cuando decía que era humanista y luego de una primera gira por Europa se confesó partidario de la Tercera Vía de Anthony Giddens. Fidelista hasta el tuétano, también. Hasta aquella ocasión en la Asamblea Nacional cuando declaró ser socialista, comunista, marxista. Eso y muchas cosas más, hasta agotar el inventario de la famosa “quincalla ideológica” (Henry Ramos, buen bailador de cumbias -según se vio en su último video clip- y mejor ponedor de apodos, dixit).
Maduro es responsable de no haber siquiera intentado marear a la gente con una diversidad ideológica que la izquierda universal acepta de buena gana. Se lanzó con lo de “Presidente Obrero” y no pegó. A ratos, pareciera inclinado más por Kim Il-sung y su ideología “Juche”, lo suficientemente amplia como para que todo sea posible y todo le esté permitido. También como el Gran Líder parece acariciar la idea de que lo suceda su Querido Dirigente. Aunque quizás fue Miguel Díaz-Canel quien lo convenció de que una revolución puede avanzar sin contenido y con una pesisíma gestión pública: “Asere, basta un buen aparato represor”.
Cierto, pero es que además al chavismo, y eso sí es catastrófico para Maduro, le falta gente. Lo dicen las encuestas y las giras de sus dirigentes por el país. Los venezolanos ya no los quieren más, eso está claro. Todo lo que pueda pasarles de ahora en adelante será para peor, porque sin gente, las elecciones se convierten en un problema serio. Solo una cosa puede salvarlos: que de nuevo el liderazgo de la oposición se equivoque en sus decisiones. Desde la óptica de quienes no forman parte de ella, la carambola es sencilla. Elegir un candidato (ojalá que sea en primarias), convenir un programa político y presentárselo a un país que está cada vez más convencido del poder del sufragio. Si no son capaces de hacer eso, menos lo serán para gobernar.
https://lagranaldea.com/2023/08/30/el-tigre-esta-muerto-el-problema-es-el-cuero/
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