Opus Dei 02 de septiembre de 2023
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Comentario del Domingo 22.º del Tiempo
Ordinario (Ciclo A). “¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?”. Para
alcanzar cada día una auténtica vida -plena, feliz, con sentido- el Señor nos
pide cargar amorosamente con su cruz.
Evangelio
(Mt 16,21-27)
Desde
entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a
Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los
sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer
día.
Pedro,
tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo:
—
¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso.
Pero
él se volvió hacia Pedro y le dijo:
—
¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas
de Dios sino las de los hombres.
Entonces
les dijo Jesús a sus discípulos:
— Si
alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y
que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda
su vida por mí, la encontrará.
Porque,
¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?, o ¿qué
podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del Hombre va a venir
en la gloria de su Padre acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a
cada uno según su conducta.
Comentario
Este
pasaje del Evangelio sigue inmediatamente después de aquel diálogo de Jesús con
sus discípulos, cuando a su pregunta “Quién dicen los hombres que es el Hijo
del hombre” (Mt 16,13), tras unos momentos de silencio por parte de todos,
Pedro responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).
Afirmación que fue solemnemente confirmada por el Maestro que, a la vez, les
ordenó que no dijeran a nadie que Él es el Cristo (cf. Mt 16,20).
Los
apóstoles estarían impresionados por la claridad con la que Jesús les había
confirmado lo que intuían, que su Maestro era el Mesías largamente esperado,
aquel descendiente de David que vendría a reinar para siempre liberando a su
pueblo de toda opresión. Tal vez pensaban, como era lo habitual entre sus
contemporáneos, que el reinado del Mesías sería una gloriosa sucesión de
triunfos. Por eso, Jesús les pone inmediatamente en la realidad hablándoles de
sus planes de futuro, que iban por unos derroteros muy distintos a los que se
imaginaban. Les advierte de que “él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por
causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y
ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día” (v. 21).
También
en esta ocasión, es Pedro quien toma la palabra para expresar lo que otros no
se atreven a decir, y se atreve a reprender al Maestro: “¡Dios te libre, Señor!
De ningún modo te ocurrirá eso” (v. 22). A lo que Jesús le responde con
palabras muy fuertes: “¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque
no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres” (v. 23).
Jesús
se dirige hacia la Cruz e invita a sus discípulos a seguirlo: “Si alguno quiere
venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga”
(v. 24). Contra toda lógica humana, la cruz no implica desventura, desgracia
que hay que evitar a toda costa, sino oportunidad de acompañar a Jesús en su
victoria. En la lógica de Dios el camino que conduce al triunfo glorioso sobre
el pecado y la muerte pasa por la pasión y la cruz.
Recordaba
san Josemaría en su predicación un sueño de un clásico castellano en el que se
mencionaban dos caminos. Uno es ancho y regalado, pero termina en un precipicio
sin fondo. Es el que siguen atolondradamente los mundanos. “Por dirección
distinta, discurre en ese sueño otro sendero: tan estrecho y empinado, que no
es posible recorrerlo a lomo de caballería. Todos los que lo emprenden,
adelantan por su propio pie, quizá en zigzag, con rostro sereno, pisando
abrojos y sorteando peñascos. En determinados puntos, dejan a jirones sus
vestidos, y aun su carne. Pero al final, les espera un vergel, la felicidad
para siempre, el cielo. Es el camino de las almas santas que se humillan, que
por amor a Jesucristo se sacrifican gustosamente por los demás; la ruta de los
que no temen ir cuesta arriba, cargando amorosamente con su cruz, por mucho que
pese, porque conocen que, si el peso les hunde, podrán alzarse y continuar la
ascensión: Cristo es la fuerza de estos caminantes”[1].
El fin
de todo ser humano es alcanzar la felicidad. Pero no se consigue la felicidad
cuando se busca siempre lo más cómodo y apetecible, sino cuando se ama
decididamente, aunque el amor comporte sacrificio. “Lo que se necesita para
conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado”[2], decía san
Josemaría. “Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin
cruz! Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de
apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales”[3].
[1] San
Josemaría, Amigos de Dios, n. 130.
[2] San
Josemaría, Surco, n. 795.
[3] San
Josemaría, Amigos de Dios, n. 216.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/
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