MIGUEL ÁNGEL MARTÍNEZ MEUCCI 14 de abril de 2024
«De
los mismos autores de la ruta de la empanada, los gallineros verticales y las
zonas de paz, ahora nos llega la Ley “Anti” Fascista»
Después
de lo visto durante estas últimas tres décadas en Venezuela, uno debería haber
perdido ya la capacidad de asombro. Pero ningún horror deja de asombrar cuando
se despliega en el plano de lo real.
No se
trata de un relato lejano, ni de una ficción sin más, sino de una tragedia
verídica que se despliega ante nuestros ojos sin parar, sin que cerrar el libro
o apagar la pantalla sean opciones factibles para abandonar una historia que se
nos ha hecho imposible de aceptar.
En la
cruel trama que nos agobia, lo terrible, lo absurdo y lo ridículo se
entremezclan sin cesar. Por eso, en un nuevo episodio de nuestra ya larga
tragicomedia nacional, de los mismos autores de la ruta de la empanada, los
gallineros verticales y las zonas de paz, ahora nos llega la Ley “Anti”
Fascista.
La proyección es cada vez más ofensiva. En su título resuenan los grandilocuentes ecos de un pasado ajeno, por el que casi podemos imaginar a los soldados del Ejército Rojo avanzando valerosamente hacia Berlín, so pena de morir fusilados por sus propios camaradas.
La
guerra contra el fascismo fue una gesta colosal que le permitió a Stalin aplastar
a Hitler y a toda la oposición que enfrentaba dentro de la Unión
Soviética, un resultado contundente que hasta el día de hoy le granjea infinita
admiración por parte de Putin y otros como él. Aun así, y sin el más
mínimo ánimo de menoscabar sus infinitos crímenes, cabría señalar que el
dictador georgiano al menos tuvo la excusa de enfrentar una brutal invasión por
parte del Tercer Reich.
La
Venezuela de hoy, por el contrario, se muere de mengua por razones puramente
endógenas. No abundan los invasores nazis, sino las penurias económicas, las
familias separadas y el anhelo legítimo de convertir en elecciones limpias los
simulacros que se vienen realizando desde hace años. Si alguien ha
invadido el suelo venezolano, serán en todo caso los amigos de la revolución. Entre
los venezolanos, en cambio, lo que priva es un deseo profundo de normalidad
democrática.
No ha
sido ésta una tierra fértil para el fascismo, exceptuando en todo caso aquellos
momentos puntuales en los que el culto a Bolívar ha servido para justificar
algunas insólitas barbaridades. Para no referirnos a las más recientes, nos
limitaremos a recordar la admiración que Mussolini le profesaba al
Libertador cuando el régimen militar venezolano de aquel entonces se la
profesaba también al Duce, allá por los años 30 del siglo pasado.
Ahora
bien, el reciente anuncio de esta Ley “Anti” Fascista estimula la curiosidad
que para todo teórico político reviste un texto como ese. Aparece allí una
peculiar definición del “fascismo” por la cual se lo identifica, entre otras
cosas, con el “neoliberalismo” y el “conservadurismo moral”, lo cual, más allá
de constituir una deformación total de los términos, implica además la
criminalización de posiciones sociales y políticas absolutamente legítimas en
todo país democrático.
En
busca de alguna mínima precisión, pero evitando también una enojosa enumeración
de autores, echemos tan solo un vistazo al famoso Diccionario de
Política coordinado por Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco
Pasquino. Más de un politólogo sonreirá ante la familiaridad que le despierta
este texto ya clásico, que para la voz “Fascismo” reserva la siguiente
descripción:
“En
general, por F. se entiende un sistema de dominación autoritaria caracterizado
por: el monopolio de la representación política de parte de un partido único de
masas organizado jerárquicamente; una ideología fundada en el culto al líder,
sobre la exaltación de la colectividad nacional y el desprecio a los valores
del individualismo liberal, sobre el ideal de la colaboración entre las clases sociales,
en contraposición frontal al socialismo y al comunismo, en el ámbito de un
ordenamiento de tipo corporativo; objetivos de expansión imperialista
perseguidos en nombre de la lucha de las naciones pobres contra las potencias
plutocráticas; de la movilización de masas y su encuadramiento en
organizaciones que procuran una socialización política planificada y funcional
para el régimen; la neutralización de las oposiciones mediante el uso
terrorista de la violencia; un aparato de propaganda fundado en el control de
las informaciones y los medios de comunicación de masas; un creciente dirigismo
estatal en el ámbito de una economía que continúa siendo fundamentalmente
privada; el intento de integrar en las estructuras de control del partido o del
Estado, de acuerdo con una lógica totalitaria, el conjunto de las relaciones
económicas, sociales, políticas y culturales” (1)
No se
requiere el don de la telepatía para imaginarse lo que el lector ha de estar
pensando tras leer el párrafo anterior. Pero más allá del evidente intento del
legislador por pintar el mundo al revés, y tal como bien ha apuntado Jesús
María Casal en un reciente artículo, lo más relevante en esta ley es el
tipo de persecución política que se pretende justificar con ella, de modo
totalmente arbitrario, bajo criterios en extremo ambiguos y con la finalidad de
aplastar toda oposición efectiva.
Una
ley de este tipo constituye un paso más, particularmente significativo, en la
deriva totalitaria que protagoniza un régimen que dejó de ser democrático hace
mucho tiempo, según lo muestran el más elemental sentido común y diversos
índices de medición de la democracia. Esa deriva se revela, además, en las
actitudes de personas que no están obligadas a apuntalar este sistema
autocrático, ni a pronunciarse en términos que justifiquen sus desmanes, y sin
embargo lo hacen. Porque una cosa es que alguien pretenda desatar una quema de
brujas, y otra que además vengan unos espontáneos, con la leña en los brazos, a
decir que las han visto por ahí volando en escoba.
Las
tragedias que ha vivido el país en las últimas décadas son tan inconmensurables
como gratuitas, dado que ningún hecho forzó indefectiblemente su consumación.
La historia habría podido ser otra, más sana. Aun así, todavía estamos a tiempo
de impedir males incluso mayores. La enorme mayoría del país clama por un
cambio de rumbo. Los errores del pasado no pueden deshacerse, pero pueden
evitarse los del futuro. Evitar nuevas tragedias es el primer paso hacia un
cambio constructivo.
- La traducción es del autor de este
artículo. Aquí la versión original: “In generale, per F. si
intende un sistema di dominazione autoritario caratterizzato: dal
monopolio della rappresentanza politica da parte di un partido unico di
massa gerarchicamente organizzato; da una ideologia fondata sul culto del
capo, sull’esaltazione della collettività nazionale e sul disprezzo dei
valori dell’individualismo liberale, sulll’ideale della collaborazzacione
tra le classi, in contrapposizione frontale al socialismo e al comunismo,
nell’ambito di un ordinamento di tipo corporativo; da obiettivi di
espansione imperialistica perseguiti in nome della lotta delle nazioni
povere contro le potenze plutocratiche; dalla mobilitazione delle masse e
dal loro inquadramento in organizzazioni miranti ad una socializzazione
politica pianificata funzionale al regime; dall’annientamento delle
opposizioni attraverso l’uso della violenza terroristica; da un apparato
di propaganda fondato sul controllo delle informazioni e dei mezzi di
comunicazione di massa; da un accresciuto dirigismo statale nell’ambito di
un’economia che rimane fondamentalmente privatistica; dal tentativo di
integrare nelle strutture di controllo del partito o dello Stato secondo
una logica totalitaria l’insieme de rapporti economici, sociali, politici
e culturali”; en Bobbio, Norberto; Matteucci, Nicola; y Pasquino,
Gianfranco (1990): Dizionario di politica, Milán: TEA (p.
366).
MIGUEL
ÁNGEL MARTÍNEZ MEUCCI
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