Humberto García Larralde 14 de abril de 2024
CARTA
ABIERTA
Delcy
Rodríguez,
Vicepresidente.
Me
complace saber que Ud. introdujo un proyecto de ley contra el fascismo en la Asamblea Nacional. El
fascismo ha sido, sin duda, una calamidad terrible para los venezolanos en
estos últimos 25 años al negarles sus derechos y el ejercicio pleno de sus
libertades. Nunca creí que su gobierno tendría el valor de enfrentarlo. Pero,
como estudioso del tema, me permito hacerle las siguientes observaciones.
Toda
ley debe señalar de forma precisa lo que se propone para que su aplicación sea
provechosa. Al declarar en el artículo 2 (# 3), que busca «prevenir y
erradicar toda forma de odio y discriminación», se evidencia una
inexcusable omisión de los motivos políticos para tal
discriminación. Éstos, más que ningún otro, definen al fascismo. Al definir lo
que se considera fascismo (artículo 4), igualmente se incurre en un lamentable
yerro. El fascismo no es ni ha sido una ideología. Contrario al comunismo,
nunca se formuló como doctrina, como aclara el conocido escrito de Umberto
Eco, Ur Fascismo. La ausencia de una ideología fascista común llevó
a los movimientos caracterizados por tal denominación –Ustacha, Cruz de Hierro,
Falange—a erigir imaginarios inspirados en realidades propias de cada país
(constructos ideológicos a la medida) para atraer y galvanizar a sus
partidarios, como explican Payne[1],
Paxton[2] y
otros expertos.
Cada
uno invocaba épicas y mitos fundacionales que glorificaban las virtudes y
proezas del pueblo objeto de su particular retórica redentora, para
contraponerlas a las lacras de quienes eran señalados como opresores y
enemigos. Al hacer tal distinción, el «Pueblo» ya no era el conjunto de seres
que integran la población nacional, sino sólo aquellos identificados con la
gesta fascista. El discurso del Gran Líder es el que define, por tanto, que es
y que no es «Pueblo». Estos últimos, al no comulgar con la única verdad
aceptable son considerados enemigos, apátridas, a los que es menester
enfrentar.
Se
asienta con ello una visión maniquea, determinante de lo que es correcto e
incorrecto, plasmando una moralina que nutre los discursos de discriminación y
odio. Esto, Delcy, es clave en el fascismo. Desde el Estado se les niegan
derechos a los que no son «Pueblo» muchas veces con la aplicación de la
violencia, la criminalización de toda protesta justa y/o la maquinación
arbitraria de «conspiraciones» para inculpar a opositores incómodos, con la
complicidad de un poder judicial abyecto –los Juristas del Horror a
que se refiere Ingo Müller en su libro sobre la «justicia» nazi.
Porque
la política es, para el fascismo, una guerra en la que el opositor no es un
adversario con derechos, sino un enemigo a liquidar. No hay juego político
posible, solo sumisión y regimentación de lo social, bajo las directrices del
líder carismático. De ahí que su discurso ensalza lo militar, plagado de una
jerga sobre batallas y brigadas, como de muchos símbolos patrioteros, que
alimentan el culto a su persona (al héroe) y a la muerte.
Se
organizan bandas paramilitares –los movimientos de camisa: pardas, negras,
azules, rojas, según sea el país—para doblegar e intimidar violentamente al
«enemigo». La experiencia venezolana, con el abuso de la figura de Bolívar y de
la guerra de Independencia es muy ilustrativa. «¡Patria, socialismo o muerte!».
Lo
señalado permite identificar un aspecto central al fascismo, Delcy, de la que
su propuesta carece, lastimosamente. Y es que las prácticas fascistas
se asientan en y desde el Estado. «Todo dentro del Estado, nada fuera
del Estado, nada contra el Estado», sentenció Mussolini. Tiene
vocación totalitaria. El individuo se subsume en los dictámenes de un Estado
omnipresente, resumen de la «Patria». Desaparece la ciudadanía, diluida en una
dócil masa informe de seres. Por tanto, en su definición de fascismo (Art. 4)
es un contrasentido incluir al «neoliberalismo» y al «conservadurismo moral».
Una
primera síntesis señalaría al fascismo como un movimiento populista que, al
apoderarse del Estado, instala una dictadura militarizada que discrimina a
quienes señala como enemigos y apela a la violencia para someterlos, motivada
por un lenguaje de odios, en nombre de la justicia y la defensa de la patria.
Soslayar
tan central aspecto, Delcy, deja fuera al principal horror del fascismo. No son
sus mensajes de odio, sino la violación extensiva, desde el Estado, de los
derechos humanos. Ya existe una «ley contra el odio» que, de paso, se viene
usando más bien para perseguir voces críticas contra el gobierno, es decir,
como instrumento fascista. Recordemos, además, que el fascismo
venezolano expulsó hace poco al personal del Alto Comisionado de Derechos
Humanos de la ONU. Se había retirado, en 2013, de la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH). Se contraviene, así, lo señalado en el
artículo 8 de su proyecto, acerca de la promoción de una red internacional «comprometida
con la lucha contra el fascismo…». Ese artículo, reformulado, tendría
sentido si desenmascara a partidos políticos de una izquierda primitiva que se
solidarizan automáticamente con regímenes fascistoides, a cuenta de que se
autodenominan «de izquierda». Investigaciones serias apuntan, hoy, a la
responsabilidad del Estado venezolano en la violación de derechos humanos y en
crímenes de lesa humanidad contra la población.
Luego
está el espinoso asunto de las sanciones. A sabiendas de que el fascismo se
agencia desde el Estado, tiene poco sentido imponerle multas a sus financistas
particulares, como establece el artículo 27. El fascismo venezolano se financia
expoliando al Estado. En vez de multas, hay que penalizar tales prácticas,
conforme a un Estado de derecho comprometido con la separación de poderes, la
rendición de cuentas, la transparencia y la libertad de medios, como establece
el ordenamiento constitucional.
Finalmente,
en cuanto a sanciones penales (artículos 22-24), ¿Qué van a hacer con Diosdado
Cabello? Muy bien que cierren su repulsivo programa, «con el mazo dando», su
tribuna para insultar, descalificar y acusar a venezolanos valiosos. ¡Lenguaje
de odio como ese, difícil! Pero es un hombre perverso y peligroso, sin
escrúpulos, de cuidar, ¡capaz de hacerse nombrar presidente de la Alta
Comisión Contra el Fascismo a que se refiere el artículo 18, para
desviar acciones en su contra! ¿Y cómo proceder con Padrino López, Hernández
Dala, González López y demás esbirros militares, torturadores y represores? ¿Se
imagina, Delcy, metiéndolos presos, igual que a tu hermano Jorge? Y, para ser
sinceros, usted tampoco quedaría por fuera. Para colmo, el artículo 25 pone al
fiscal general a dirigir las investigaciones contra el fascismo, cuando él
–Tarek William Saab– es agente central de sus prácticas, inventando, cual
Torquemada, conspiraciones y atentados terroristas para deshacerse de
venezolanos críticos. Y no podía faltar, desde luego, quien, supuestamente, da
las órdenes al respecto, Nicolás Maduro Moros.
En
conclusión, para combatir de verdad al fascismo, Delcy, es menester restablecer
el Estado de derecho consagrado en nuestra constitución, de manera de impedir
el uso abusivo del poder, someter a los militares al poder civil, asegurar la
independencia e idoneidad de los poderes legislativo, judicial y electoral, y
velar por los derechos de los venezolanos consagrados en sus capítulos III a
IX.
Y,
como este gobierno ha dado pruebas fehacientes de que restituir y proteger
tales derechos le resbala, es imprescindible cumplir con lo dispuesto en los
artículos 5 y 6, para que el pueblo soberano decida, democráticamente, su
gobierno. Éste deberá promover organizaciones defensoras de DD.HH., proteger la
libertad de los medios, liberar a los presos políticos y castigar los
atropellos desde el poder.
En
fin, las pocas luces –¿mala intención?— de quienes redactaron su proyecto de
ley, Delcy, lleva a sugerir que le cambie el título por el de, Ley a
favor del fascismo, neofascismo y expresiones similares.
Cordialmente,
Humberto
García Larralde
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