Francisco Fernández-Carvajal 13 de junio de 2024
@hablarcondios
— El
Noveno Mandamiento y la pureza del alma.
— La
guarda del corazón y la fidelidad según la propia vocación y estado.
— La
guarda de la vista, de la afectividad y de los sentidos internos.
I. El Señor señala en diversas ocasiones cómo la fuente de los actos humanos está en el corazón, en el interior del hombre, en el fondo de su espíritu; y esta interioridad ha de mantenerse pura y limpia de afectos desordenados, de rencores, de envidias... En el corazón se origina todo lo bueno que luego se hace realidad en la conducta externa de la persona. En él se consolidan, con la gracia, una piedad sincera para tratar a Dios, y el amor limpio, la comprensión y la cordialidad en las relaciones con el prójimo. La pureza del corazón agranda su capacidad de amar, mientras el aburguesamiento, el egoísmo, la ceguera espiritual son consecuencia de una interioridad manchada. Porque del corazón provienen también los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias...1. Por eso advierte el Libro de los Proverbios: Guarda tu corazón más que toda otra cosa, porque de él brotan los manantiales de la vida2. El corazón es el símbolo de lo más íntimo del hombre.
El
Señor nos señala hoy en el Evangelio de la Misa3: Habéis
oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira
a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón. Jesucristo
declara en su sentido más auténtico la esencia del Noveno Mandamiento,
que prohíbe los actos internos (pensamientos, deseos, imaginaciones) contra la
virtud de la castidad; también supone una transgresión de este precepto todo
afecto desordenado, aunque aparentemente parezca limpio y desinteresado, si no
está de acuerdo con la voluntad de Dios en las circunstancias de cada uno.
Para
vivir con delicadeza este Mandamiento –condición de todo amor verdadero– es
necesario, en primer lugar, tratar a Dios, para que su amor acabe por llenar
nuestro corazón. Además, es necesario evitar los motivos de tentaciones
internas contra la castidad. Éstas pueden tener lugar cuando falta la prudencia
para guardar los sentidos, cuando no se mortifica la imaginación y se la deja
vagar en fantasías que alejan de la realidad y del cumplimiento del deber, o en
busca de compensaciones afectivas, de vanidad..., o revolviendo recuerdos. Si,
una vez advertidas esas tentaciones internas, no se rechazan con prontitud y no
se ponen los medios para alejarlas netamente, entre los que está en primer
lugar la oración humilde y confiada, se mantiene un clima interior confuso, con
falta de correspondencia a la gracia, y el alma se acostumbra a no ser generosa
con el Señor; y, si se empeña en estar en ese límite dudoso del consentimiento,
es fácil que la falta de mortificación interior llegue a constituir verdaderos
pecados internos contra la santa pureza. Con esa actitud se hace difícil, quizá
imposible, avanzar en el camino del verdadero progreso espiritual. Por el
contrario, cuando el alma está decidida a mantenerse limpia, con la ayuda de la
gracia, o rectifica con prontitud si ha tenido un descuido, aunque sea pequeño,
entonces el Espíritu Santo, dulce Huésped del alma, da más y más
gracias. Y de ese modo se va afianzando en ella la alegría, que es uno de los
frutos del Paráclito en quienes le prefieren a Él y renuncian a ridículas
compensaciones que suelen dejar en el alma un poso de tristeza y de soledad.
II. No
solo pide el Señor en este Mandamiento que evitemos lo que claramente es impuro
en pensamientos y deseos contra la castidad, sino también que guardemos el
corazón, defendiéndolo de aquello que puede incapacitarlo para amar. Conservar
el alma limpia significa cuidar la intimidad, los afectos, ser prudentes para
que la ternura no se desborde donde y cuando no debe, ser consecuentes en todo
momento con la propia vocación y estado4.
Quienes han sido llamados por el camino del matrimonio deben guardar su corazón
para conservarlo siempre entregado a la persona con quien se casaron; y esto en
los comienzos y cuando pasen los años. Y para ello es necesario encauzar el
corazón con perseverancia, vigilarlo para no dejar que se enrede en
compensaciones reales o imaginarias. Los esposos no deben olvidar «que el
secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños (...).
Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar,
que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron
cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio –que es un sacramento,
un ideal y una vocación–, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan
las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo»5.
Aquellos
a quienes el Señor pidió un día su corazón por entero, sin compartirlo con otra
criatura, tienen además motivos más altos para conservar su alma limpia y libre
de ataduras. Sería un lamentable engaño dejar el corazón enredado en unas
pequeñeces que ahogarían –como el tallo frágil entre espinas– el amor infinito
de Dios, al cual fue llamado desde la eternidad. «¿Tú crees –pregunta San
Jerónimo– que has llegado a la cumbre de las virtudes, porque has ofrecido una
parte del todo? A ti mismo te quiere el Señor como hostia viva y grata a Dios»6.
El Señor da siempre su gracia para conservar el corazón intacto para Él y para
las almas todas por Él: sin compensaciones, sin hilillos o cadenas que le
impidan alcanzar las alturas a las que fue llamado, con generosidad, con
fortaleza para cortar una atadura o rectificar un afecto.
Para
la guarda del corazón es preciso primero cuidar el amor, pues
una persona desamorada en lo humano, tibia en el trato con Dios, difícilmente
podrá impedir que penetren en su alma deseos y afán de compensaciones, pues el
corazón fue hecho para amar y no se resigna a la sequedad y al hastío.
Examinemos
en nuestra oración cómo cuidamos esos momentos de nuestro plan de vida más
particularmente dedicados al Señor: la Comunión, la Visita al Santísimo, el
rato de oración, el recogimiento en las horas de la noche... Miremos hoy si
nuestro trato con Jesús es un trato personal, como el de un Amigo, si huimos de
la rutina y de la mediocridad. Veamos si los afectos de nuestro corazón están
ordenados según el querer de Dios, si rechazamos con prontitud cualquier
pensamiento que los enturbien o distorsionen.
III. La
guarda del corazón comenzará en muchas ocasiones por la guarda de la vista.
Entonces, el sentido común y el sentido sobrenatural ponen como un filtro
delante de los ojos, para no fijarse en lo que no se debe mirar. Y esto con
naturalidad y sencillez, sin hacer cosas raras, pero con reciedumbre, sabiendo
bien lo que se guarda; por la calle, en el trabajo, en las relaciones sociales.
Para
conocer y querer es necesario el trato. Y para evitar que el corazón se quede
apegado a lo que no deba será necesario mantener una prudente distancia con
aquellas personas «con las que es más fácil que esto suceda» y «Dios no quiere
que suceda». Se trata de esa distancia moral, espiritual, afectiva, que se
manifiesta en evitar confidencias indebidas, manifestaciones y desahogos de
penas o disgustos... Suele haber circunstancias en las que la prudencia
aconseje incluso poner por medio una distancia física... Si hay rectitud en la
conciencia, el examen atento y sincero descubrirá una intención menos recta en
esa compañía o en esos desahogos: lo que parece quererse y lo que en realidad
se busca.
Para
evitar que se desborde la afectividad no es necesario suprimirla (no sería
posible, ni quizá humano), sino ordenarla y encauzarla según el querer de Dios:
llenar el corazón de un amor fuerte y limpio que lo defienda de afectos no
gratos a Dios.
Con la
guarda del corazón está relacionado el control de la memoria, para rechazar
escenas, diálogos, imágenes que pueden encender los rescoldos de una
afectividad que impide tener el corazón donde se debe. De modo parecido, el
refugio en una imaginación desbordada, en unos sueños fantásticos, impide estar
abiertos a la realidad cotidiana. Cuando se cede con alguna frecuencia a esta
tentación –que quizá se agudiza en momentos de cansancio, de aridez interior, o
como compensación a los pequeños fracasos de la vida normal–, se va produciendo
una falta de unidad de vida entre ese mundo interior en el que la vanidad sale
siempre triunfante, y la vida real, austera, que es la única válida para llevar
a cabo la santificación personal, para hacer el bien que Dios espera de cada
hombre, de cada mujer. Un alma descontenta de su situación y dada a evadirse en
esa interioridad irreal y fantástica difícilmente afrontará con generosidad y
realismo lo que le corresponde hacer en cada momento para crecer en las
virtudes. ¿Cómo es posible vivir de fantasías sin descuidar los propios
deberes? ¿Cómo luchará contra sus defectos quien, en vez de afrontarlos con
humildad y esperanza, los rehúye y los vence solo en su imaginación? ¿Qué
alegría se puede poner en aquello que exige sacrificio cuando existe el hábito
de refugiarse en el reducto de la fantasía llena de sueños y de irrealidad?
También es posible tener el corazón apegado –atado– a personajes sacados de una
película, de una novela o de la vida real, pero con los que no se tiene trato
alguno. Y el corazón así atado, y quizá manchado, no puede subir hasta el
Señor.
Examinemos
hoy dónde tenemos puesto el corazón a lo largo del día, en quién pensamos,
quién es el personaje central de nuestro mundo interior. Pidámosle a Nuestra
Señora que Jesús sea el centro real de nuestro vivir y, junto a Él, el querer
noble y limpio real, sacrificado, que Él también desea para cada hombre y para
cada mujer, según la propia vocación.
«Permíteme
un consejo, para que lo pongas en práctica a diario. Cuando el corazón te haga
notar sus bajas tendencias, reza despacio a la Virgen Inmaculada: ¡mírame con
compasión, no me dejes, Madre mía! —Y aconséjalo a otros»7.
¡No me dejes... no les dejes, no le dejes, Madre mía!
1 Mt 15,
19. —
2 Prov 4,
23. —
3 Mt 5,
27-32. —
4 Cfr. J.
L. Soria, Amar y vivir la castidad, p. 116. —
5 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 91. —
6 San
Jerónimo, Epístola 118, 5. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 849.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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