ALBERTO BARRERA TYSZKA 16 DE FEBRERO 2014
No solo la calle: también la verdad,
nuevamente, se ha llenado de humo, de disparos, de muerte. ¿Qué puede pensar
cualquier ciudadano ante lo ocurrido este miércoles? ¿Cómo puede leer la
realidad? ¿A quién le cree? La imagen de Maduro, vestido de gala, entre la
pompa militar y los acordes del binomio de oro de Abreu y Dudamel, mientras los
colectivos armados sembraban violencia en Chacao, parece sacada de una película
sobre la mafia. No necesitamos a Oliver Stone sino a Francis Ford Coppola. Los
gánsteres están en el poder.
Se puede compartir o no la estrategia
de Leopoldo López y María Corina Machado; se puede criticar esa invocación a
“la salida”, ese intento de relanzar el espejismo de una solución fácil y
rápida; se puede creer que es un enorme error darle al gobierno justo lo que el
gobierno necesita… Pero no por eso se les puede negar el derecho de pensar de
esa manera y de actuar en consecuencia. Ninguna protesta, amparada dentro del
marco de la Constitución, es un delito. Ni nosotros podemos renunciar a la
diversidad y a la indignación, ni el gobierno tiene que darnos permiso para ser
democráticos.
Desde hace años, desde el Estado y las
instituciones, y desde los medios controlados por el oficialismo, se viene
promoviendo y consolidando la idea de que cualquier protesta encubre la secreta
intención de tumbar al gobierno. No puede haber reclamo social sino terrorismo.
Eso, en un país con la inflación más alta del mundo y con 28% de
desabastecimiento, es una forma brutal de sometimiento. Pero en Venezuela la
rebeldía solo puede ser oficial.
Por eso marcharon los estudiantes este
12 de febrero: para decir que la rebeldía no es un cargo público. Para pedir la
liberación de unos compañeros que, de manera anticonstitucional, fueron
detenidos y juzgados, encarcelados en un lugar lejano. El discurso oficial los
acusa de desestabilizadores, de ser un grupúsculo fascistoide, de estar
manipulados por intereses extranjeros… Nada muy distinto de las justificaciones
que siempre ha usado la violencia institucional. Con esa misma lógica, por
cierto, detuvieron y asesinaron en 1976 a Jorge Antonio Rodríguez.
Lamentablemente para todos, al
finalizar la marcha, se produjo otra vez un conflicto armado. Irracional y
confuso. Con muertos, heridos, detenidos. Con disparos, videos y fotos de todo
tipo, testimonios de lado y lado. Muy rápido saltaron las voces oficiales con
condenas y amenazas. Comenzaron a hervir las miles de versiones, conjeturas,
especulaciones… el alimento para lo peor de la polarización.
Lo más sorprendente, sin embargo, es
la naturalidad con la que se ejerce ya la violencia oficial. Una crónica de AFP
narra cómo un colectivo armado golpea a estudiantes y luego roba la cámara del
corresponsal extranjero, bajo la presencia impasible de un coronel que solo le
dice al periodista: “Ustedes tenían que saber a qué se estaban exponiendo
cuando venían para acá”. Es natural que grupos paramilitares actúen con la
protección de los militares. Es natural que los canales públicos no transmitan
ni una sola imagen de la marcha y tergiversen todas las imágenes del conflicto.
Es natural que el gobierno imponga censura mediática. Es natural que haya
estudiantes golpeados, baleados, y encima detenidos con acusaciones exprés por
insurrección y sabotaje. “No vengan a declararse ahora perseguidos políticos
–dijo el adelantadísimo Maduro, cuando todavía no habían terminado los
sucesos–. Tengo las fotos, los videos y la investigación está muy avanzada”.
Así es. La oposición está condenada
aun antes de actuar. El oficialismo ha hecho de su propia subjetividad una ley.
Se niega a aceptar a la oposición. Rechaza su identidad y continuamente la
despoja de cualquier legitimidad.
Decreta que la oposición es enemiga, ya no del Estado, sino de la
nación. Y la combate como si estuviera en una guerra civil. Esa es la primera
violencia que hay que desactivar. Mientras el poder siga considerando que la
mitad del país es ilegal, jamás tendremos paz.
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