Álvaro Vargas Llosa SÁBADO 15 DE FEBRERO DE 2014
Maduro necesita abortar
a la criatura que esta naciendo: la resistencia popular convocada ya no por la
aspiración de ser una democracia y tener un gobierno civilizado, sino por un
sentimiento de desesperación y un instinto de supervivencia que alcanza a
sectores que antes veían a la oposición con desdén y distancia.
Mientras la causa emblemática de la
oposición venezolana fue, en el imaginario colectivo, la democracia, las
posibilidades de erosionar al régimen chavista resultaron muy limitadas. Hay
que admitirlo: es una causa que enfrentó en todos estos años el desdén de
un amplio número de ciudadanos a quienes el estado de derecho no motiva mucho y
el dinero del populismo, que tenía cooptadas a millones de personas. Ahora
eso está cambiando, como lo muestran las manifestaciones de esta semana. A la
causa democrática se han sumado otras, agrupadas en dos asuntos, el descalabro
económico y la inseguridad, que permiten a la oposición agitar sentimientos más
extendidos que la adhesión a los principios democráticos.
Para los extranjeros, es una novedad
que la protesta haya vuelto a las calles, ampliada. Dentro de Venezuela, no lo
es. Desde hace mucho rato hay hechos espontáneos en todas partes que apuntan a
eso. Brotan como setas grupos que se organizan como mejor pueden para
expresar alguna forma de rechazo al drama cotidiano: la carestía, la violencia,
la inflación, la uniformidad informativa.Eso es lo que han entendido muy
bien quienes, en los últimos días, han pedido a la oposición de la que forman
parte complementar sus diversas actividades con una permanente convocatoria a
las calles. Los más visibles, pero no los únicos, son, por supuesto, Leopoldo
López (líder de Voluntad Popular), María Corina Machado (diputada) y Antonio
Ledezma (alcalde de Caracas).
El origen directo de lo ocurrido esta
semana, cuando las marchas por el Día de la Juventud acabaron con la vida de
tres personas y arrojaron un saldo de decenas de heridos, se remontan a inicios
de mes, cuando un grupo de manifestantes protestó frente a un hotel de Isla
Margarita contra la presencia del equipo cubano de béisbol y abucheó a Nicolás
Maduro en el estadio. Poco después, en Táchira, varias personas expresaron en
las calles su repudio al gobernador José Vielma Mora, uno de los “duros” del
régimen. Las autoridades acusaron a los manifestantes de irrumpir en la sede de
la gobernación, lo que sirvió de motivo para la detención de muchos estudiantes
cuyos compañeros aseguran que nunca ingresaron allí. Este hecho, junto a otros
ocurridos en lugares como Mérida, donde hubo detenidos con diversos pretextos,
detonó la protesta estudiantil que el miércoles pasado, respondiendo a la
convocatoria de líderes conocidos pero sobre todo de sentimientos que se van
extendiendo espontáneamente, llenó las calles de Venezuela de manifestantes.
Todo transcurrió pacíficamente por
varias horas, incluyendo la entrega de un documento en la Fiscalía General para
exigir la liberación de los estudiantes detenidos. Pero, cuando los jóvenes se
retiraban luego de una jornada multitudinaria y exitosa, fueron atacados por
distintos grupos. Unos pertenecían a las fuerzas de seguridad oficiales pero
otros formaban parte de eso que el eufemismo gubernamental llama “colectivos” y
que no son otra cosa que versiones tropicales de los Fasci Italiani di
Combattimento de Mussolini. Son muchos y tiene identidades cambiantes, pero el
último en cobrar notoriedad internacional es el de los “Tupamaros”. De forma
más genérica, se conoce en Venezuela como “motorizados” a los chavistas que
aterrorizan a la población desde sus motos. Los enfrentamientos causados por
estos grupos y por provocadores infiltrados entre los estudiantes -algo que
Maduro había tenido la cortesía de anunciar antes de las manifestaciones a modo
de amenaza- dejaron el saldo luctuoso.
Lo ocurrido es instructivo. Aunque ese
día tanto el gobierno como la oposición convocaron marchas, las oficiales
fueron pequeñas y estuvieron focalizadas en un par de ciudades, mientras que
las de la oposición extendieron sus alas a escala nacional. La propaganda
oficial, encabezada por Maduro y su rival, Diosdado Cabello, presidente de la
Asamblea Nacional, criminalizó la presencia callejera de la oposición y puso
sobre las figuras antes mencionadas -López, Machado y Ledezma- todo su acento.
Las llamó “terroristas”, “violentos”, “golpistas” y demás. El ministro del
Interior, Justicia y Paz (sic), que declaró a López “autor intelectual de las
muertes y de los heridos”, fue premonitorio: “Todo el que tenga que ir
preso, irá preso”. La orden de captura contra López se dictó 24 horas más
tarde. ¿Por qué? Porque el gobierno entiende bien que el escenario actual es
propicio para que el liderazgo de quienes piden acentuar la protesta callejera
adquiera dimensiones peligrosas para la supervivencia de Maduro.
El nerviosismo del régimen quedó en
evidencia también en lo ocurrido con los medios audiovisuales. La presión
política logró que ningún medio audiovisual venezolano diera cuenta de las
manifestaciones; las
compañías de televisión por cable o satélite (Movistar y DirectTV) sacaron del
aire la señal de NTN24, el canal colombiano que estaba transmitiendo lo que
ocurría en las calles. Nada de eso impidió que, usando todas las formas de
comunicación que la era digital permite, como ha sucedido en años recientes en
Irán, Egipto y otras partes, los ciudadanos dieran a conocer al mundo los
alcances de la represión y la forma en que los encapuchados del oficialismo
cometían desmanes que luego el gobierno atribuyó a la oposición, siguiendo el
clásico libreto autoritario.
Con respecto a esto también había
habido noticia anticipatoria. A inicios de semana, el Directorio de
Responsabilidad Social de Radio y Televisión había advertido que sancionaría a
los medios que dieran cobertura a las protestas. Invocó para ello el artículo
27 de la Ley de Responsabilidad Social en Radio, Televisión y Medios
Electrónicos que permite acusar a los periodistas de hacer apología de la
violencia.
Está muy claro lo que se viene ahora.
Hay unos 60 detenidos en Caracas, más de un centenar en Barquisimeto, y así
sucesivamente. Maduro necesita abortar la criatura que está naciendo: la
resistencia popular convocada ya no por la aspiración de ser una democracia y
de tener un gobierno civilizado, sino por un sentimiento de desesperación y un
instinto de supervivencia que alcanza a sectores que antes veían a la oposición
con desdén y distancia.
Un papel central en todo esto lo
juegan la violencia y la economía. De lo primero se habla desde hace mucho
tiempo. Las estadísticas que hacen de Caracas una ciudad con cifras de
homicidios propias de una guerra civil son conocidas. El Observatorio
Venezolano de Violencia afirma que hay 79 muertos por cada 100 mil habitantes,
cuatro veces más que cuando Hugo Chávez asumió el poder en 1999. El
propio Maduro tuvo hace pocas semanas que reconocer “la deuda con el pueblo
venezolano en crear un esquema de seguridad pública”. Pero lo otro, la
economía, es un asunto que sólo en tiempos recientes ha empezado a llamar la
atención fuera de Venezuela, gracias a esas noticias que parecen salidas de una
novela real-maravillosa y no de un país con las mayores reservas de petróleo
del mundo, como la ausencia de papel higiénico. Es un factor que, en aleación
con el de la inseguridad, encierra un potencial desestabilizador de gran magnitud
para el régimen.
La economía lleva buen tiempo en
graves problemas, pero las cosas dieron un salto cualitativo para peor en 2012,
cuando la pérdida de reservas llevó al Banco Central a una escasez aguda de
dólares: sólo
quedaban divisas para cubrir tres semanas de importaciones. Se produjo entonces
una devaluación y el gobierno restringió la entrega de divisas a los
importadores privados. El dólar del mercado negro se disparó; la escasez de las
cosas más básicas se volvió noticia -y, hay que decirlo con pena, hazmerreír-
mundial. Las cosas siguieron color de hormiga desde entonces, al punto que la
Cámara de la Industria de Alimentos denunció hace poco que por culpa del
gobierno, que no le suelta 2.400 millones de dólares para importar, está en
peligro la producción de comida. El caso de Polar, principal grupo empresarial
del rubro de la alimentación, al que el organismo que asigna las divisas debe
casi 500 millones, es el más conocido pero no el único. A los alimentos se
suma, como explicaba hace unos días en un detallado análisis el economista
Leonardo Vera, el de los equipos médicos y los medicamentos más básicos,
también escasos por la falta de dólares oficiales para pagar a los proveedores.
No hay industria que no esté afectada. Algunas, como la de la aviación, ya
colapsaron del todo. Otras, como la automotriz, han tenido una caída a niveles
cuartomundistas.
No hace falta ninguna imaginación o
malicia para entender por qué todo esto está traduciéndose en un descontento
popular bullente. Sólo en un año el gobierno ha tenido que hacer -medio a
escondidas- cuatro devaluaciones.
Las perspectivas económicas para
Venezuela a mediano plazo son, para colmo, muy negras por la situación del
petróleo. Como
se ha explicado en esta columna antes, el aumento de la producción de crudo por
parte de Estados Unidos -ha subido un tercio desde 2010 aproximadamente- ha
reducido las necesidades de importación de ese país, incluyendo la originada en
Venezuela. La producción va a seguir aumentando, a lo que hay que añadir que si
la extensión del famoso oldeoducto Keystone XL se termina aprobando y
ejecutando, algo que es muy probable, las refinerías estadounidenses verán sus
necesidades de crudo venezolano reducidos a una expresión mínima en comparación
con la que llegaron a tener en otro momento.
Una economía que depende por completo
de un petróleo cuyo mercado está encogiéndose augura graves problemas. Esto,
Maduro y compañía lo saben bien. Su instinto de poder le dice que el
empeoramiento inevitable de la situación económica abonará en favor de quienes,
en la oposición venezolana, le ponen hoy a Henrique Capriles, el líder que la
representó en los comicios presidenciales de octubre de 2012 y abril de 2013,
una presión creciente para adoptar la táctica de la protesta callejera como
parte de la estrategia democrática.
Esto mismo ha abierto, por cierto, un
importante debate al interior de la oposición, parecido al que se ha dado bajo
otros regímenes de fuerza. Capriles se resiste a salir a las calles,
argumentando que ello conduce a la violencia y que ya el golpe fallido de 2002
demostró lo inútil de la táctica agresiva. Los críticos le responden que
ninguna dictadura se cayó sin presión popular y que la violencia se origina en
el gobierno, como parte de un chantaje que busca paralizar a quienes pretenden
hacer uso del derecho a manifestarse.
No está claro cómo acabará ese debate
ni es difícil prever que el gobierno de Maduro intentará sembrar toda la cizaña
posible al interior de la Mesa de la Unidad Democrática. Pero con un
calendario electoral que no prevé comicios legislativos hasta finales de 2015 y
presidenciales hasta 2019, no sería de extrañar que sean las circunstancias las
que decidan y no los líderes. Otra cosa es que, forzados por ellas, se
afiancen los liderazgos existentes o sean reemplazados por otros más adecuados
al escenario apocalíptico de la realidad.
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