Por Alvaro vargas Llosa SÁBADO 22 DE FEBRERO DE 2014
Si bien la respuesta de
los vecindarios respectivos ha diferido mucho de un caso al otro, hay una
condición que Kiev y Caracas comparten: la subordinación a un polo de
referencia extranjero. En el caso de Ucrania, se trata de Rusia; en lo que
atañe a Venezuela, la influencia viene de La Habana. Pero nótese la diferencia:
Ucrania se subordina políticamente a un país más poderoso, mientras que
Venezuela lo hace ante uno mucho más débil.
LA PANTALLA está dividida: una mitad
la ocupa Ucrania y la otra, Venezuela. Separan a ambos países unos 9.900
kilómetros de distancia. Pero el espacio que aleja sus puntos geodésicos acerca
sus ”casos” o momentos históricos.
Empiezo por el final: la respuesta del
entorno geográfico y cultural a lo que está pasando en ambos países, donde una
oposición envalentonada pero en desventaja frente a un poder con vocación de
perpetuidad, sostenes extranjeros y un alma envenenada propugna valores
civilizados. ¿Cómo ha respondido Europa a lo que sucede en Ucrania y cómo ha reaccionado
el hemisferio occidental, América Latina en particular, ante la crisis
venezolana?
Desde Estados Unidos, como lo
comprueba la conversación filtrada a la prensa entre la Secretaria de Estado
Adjunta para Asuntos Europeos y el embajador de su país en Kiev, consideran que
los europeos han arrastrado los pies. Sin embargo, hay que recordar algunas
cosas.
Cuando la Unión Europea ofreció a
Ucrania una asociación económica como parte de su estrategia para acercarse a
las ex repúblicas soviéticas, puso algunas condiciones. La más llamativa fue la
liberación de Yulia Timoshenko, ícono de la Revolución Naranja de 2004, a quien
el Presidente Yanukovich encarceló en 2011, poco después de llegar al poder.
Cuando los ucranianos, indignados por la decisión de Yanukovich de dar la
espalda a Europa y echarse en brazos de Rusia, se lanzaron a las calles, Europa
criticó la política de Kiev. Muchos líderes europeos condenaron los métodos
espeluznantes del gobierno contra los manifestantes.
A medida que arreció la represión,
varios gobiernos europeos propusieron sanciones. Entre ellos, Francia, Polonia,
Suecia y, un poco más tarde, la propia Alemania. Europa se dividió entre
quienes criticaban a Yanukovich pero pedían evitar la adopción de represalias
-por ejemplo, España y Holanda- y quienes abogaban por congelar los activos de
los líderes ucranianos, cancelarles sus visas y extender la presión a los
llamados oligarcas, como Rinat Ajmetov, cuya influencia en el Partido de las
Regiones, el bastión oficialista en el Parlamento, es contante y sonante. Con
el correr de los días, las posiciones de Bruselas, por boca de Catherine
Ashton, la jefa de la diplomacia comunitaria, y de Washington se fueron
concatenando. Las matanzas de los últimos días presentan a una Europa altamente
“intervencionista”, que ha despachado a tres cancilleres a Kiev y discute, al
momento de escribirse estas líneas, las primeras sanciones que se aplicarán al
régimen de Yanukovich.
Nada semejante ha sucedido en el caso
venezolano.
Al igual que lo ha hecho con Ucrania,
aunque con menos acústica para no herir susceptibilidades en la región, Estados
Unidos ha pedido la liberación de los presos, el cese de los métodos violentos
del gobierno y el respeto a los principios del derecho y el pluralismo democrático.
Canadá ha secundado a Washington, como lo demuestra la intervención de su
representante en el Consejo Permanente de la OEA esta semana. Los
latinoamericanos, en cambio, optaron por mantener un clamoroso silencio durante
varios días (salvo el coro de amigos de Caracas, claro).
A medida que se agravaba la situación
y aumentaban las críticas contra ellos por silbar mirando al cielo, algunos
gobiernos se animaron a decir algo. Con excepción de Juan Manuel Santos y
Sebastián Piñera, que fueron más directos, predominó la ambigüedad gaseosa. Los
llamados al diálogo y los pedidos de no violencia eran como medias reversibles:
podían usarse de un lado y del otro. A nadie se le ocurrió invocar el Pacto de
San José, es decir, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, base del
“sistema interamericano” que tanto figura en los discursos oficiales y
concebida para proteger todas las libertades que el gobierno de Nicolás Maduro
agrede a diario. Ni qué decir de la propia Carta de la OEA o de la Carta
Democrática Interamericana, de la llamada “Declaración de Santiago” de la Celac
o de la cláusula democrática de Unasur, que los países amigos de Venezuela
interpretan al revés de lo que dice. El armazón jurídico sobre el que reposa la
América Latina democrática es, en lo que respecta a Venezuela, letra muerta.
Si bien la respuesta de los
vecindarios respectivos ha diferido mucho de un caso al otro, hay una condición
que Kiev y Caracas comparten: la subordinación a un polo de referencia
extranjero. En el caso de Ucrania, se trata de Rusia; en lo que atañe a
Venezuela, la influencia viene de La Habana. Pero nótese la diferencia: Ucrania
se subordina políticamente a un país más poderoso, mientras que Venezuela lo
hace ante uno mucho más débil.
Por razones históricas, Ucrania tiene
dos almas: una mira hacia el Este, la otra hacia el Oeste. Han sido sobre todo
los sectores occidentales del país los que se han levantado contra Yanukovich,
símbolo rusófilo desde inicios de la década de 2000 y especialmente en 2004,
cuando en su condición de primer ministro trató de convertirse en presidente en
unas elecciones amañadas que gatillaron la Revolución Naranja. Cuando
Yanukovich logró, finalmente, su cometido en los comicios de 2010, procedió a
desmantelar la democracia y restablecer lazos umbilicales con Rusia, aunque usó
la táctica del coqueteo esporádico con Europa para elevar el precio de su
subordinación a Moscú. La decisión, en noviembre pasado, de darle el portazo a
Europa y sellar la alianza con Vladimir Putin, que lleva años tramando una
“Unión Económica Euroasiática” con los antiguos satélites, causó el maremágnum
que dura hasta hoy.
Rusia compró la voluntad de Yanukovich
con 15 mil millones de dólares -se comprometió a comprar bonos soberanos
ucranianos por ese monto- y con un acuerdo para venderle gas natural a precio
de ganga (un 30 por ciento menos del que le cobraba antes). El soporte que
Putin le da ha venido acompañado de una asesoría permanente en lo que respecta
al ejercicio del poder. No hay que olvidar que varios jerarcas rusos fueron
hombres del KGB (Putin llegó hasta teniente coronel y sirvió en Alemania
Oriental, el más implacable sistema de espionaje político del bloque
soviético).
Para Putin, Ucrania es una presa
apetecible. Tratándose de la más poderosa de las ex repúblicas soviéticas,
resulta una pieza clave de su rompecabezas hegemónico. Pero también es
estratégicamente importante frente a lo que percibe como el injerencismo
occidental en su patio. Recordemos que invadió Georgia en 2008 en respuesta a
la invitación formal de la Otan a ese país y a Ucrania para que se incorporasen
a ella. Yanukovich no tiene una afinidad ideológica con Putin, entre otras
cosas, porque Putin carece de ideología. Es un autoritario que aprovecha bien
las ambiciones de su poderoso vecino para quedarse en el poder.
Venezuela -imperialismo al revés- se
subordinó a Cuba a cambio de subvencionar a la isla con aproximadamente unos
cien mil barriles diarios de petróleo. Desde luego, los Castro habrían ayudado
a Hugo Chávez gratis con tal de tener un aliado, pero en este caso quien impone
el diseño político no es el que pone la faltriquera: es Caracas quien paga para
subordinarse, síndrome de Estocolmo donde los haya. El aparato de control
político de las instituciones, empezando por las fuerzas armadas y los
servicios de inteligencia y contrainteligencia, ha sido diseñado por Cuba.
Las razones de esto apuntan a la
conveniencia, como sucede con Yanukovich y Rusia. Pero hay una diferencia: la
dimensión ideológica. Chávez no era comunista pero sí populista y militarista,
y entendió que el comunismo era una forma de hacer duradero e inasediable su
poder. Es posible que sentimientos de genuina admiración por Castro hayan
contribuido a eso. El comunismo portátil no es infrecuente en el trópico: Fidel
Castro no era el comunista de su familia, título que encajaba mejor con su
hermano Raúl, pero un día entendió la utilidad de subordinarse a una ideología
eficiente. Maduro sí tiene una afinidad ideológica genuina con La Habana: es un
cuadro formado en Cuba en la segunda mitad de los 80. La elección de Maduro
como sucesor de Chávez fue en realidad una elección de Cuba.
El papel del castrismo en Venezuela en
estos días turbulentos no puede ser más evidente: la propaganda que demoniza al
adversario, la dialéctica guerracivilista, la militarización del orden público,
las milicias armadas por el Estado, la intimidación a gobiernos potencialmente
críticos y la represión a cualquier precio.
Un último vaso comunicante invita a
comparar a Ucrania y Venezuela: la economía. En ambos casos, la economía está
desarreglando la correlación de fuerzas enfrentadas. En Ucrania, lo que era
hasta hace poco un choque entre rusófilos y eurófilos se va convirtiendo en
algo más matizado: la crisis económica empieza a difuminar la frontera y está
claro que los adversarios de Yanukovich tienen una motivación superior a la de
sus simpatizantes. La economía está debilitando el nexo entre Yanukovich y los
rusófilos, haciendo crecer gradualmente el rechazo popular al gobierno. Así,
los líderes opositores que antes convocaban a un sector culturalmente afín de
la población, como Vitali Klitschko (el ex campeón de boxeo) o Arseniy
Yatsenyuk, a quien el gobierno trató de cooptar, hoy gozan de un predicamento
un poco más pluricultural.
Como en Venezuela, en Ucrania hay una
crisis económica palpable aunque todavía no tan dramática. Hasta hace poco se
hablaba de un rescate del FMI porque había serias posibilidades de que no
pudiera pagar su deuda. La pérdida de reservas debida al déficit externo y la
fuga de divisas han provocado una estampida de inversores y un colapso de la
Bolsa, que ha cedido el 70% de su valor en tres años. En este ambiente, los
sectores rusófilos tienen mucho menos interés en jugarse por Yanukovich.
En Venezuela, la oposición, que está
derivando hacia la resistencia civil, también ha visto una modificación del
escenario por razones económicas. Allí esto es aun más determinante que en
Ucrania, dada la inflación galopante, la escasez generalizada y el desplome del
valor de la moneda. No hay industria que no esté acogotada, salvo la
corrupción. Por ejemplo, las aerolíneas han dejado de vender billetes de avión
porque temen que el gobierno, que les debe tres mil millones de dólares, no les
cambie los bolívares por divisas. Sólo el año pasado salieron del país unos 15
mil millones de dólares de capitales aterrorizados. Esto ha reducido la
disposición de las huestes otrora chavistas en sectores populares a movilizarse
en favor del gobierno cada vez que la oposición inunda los adoquines. Se ha
visto en estos días con claridad que el gobierno depende por completo de los
empleados públicos, léase los de PDVSA, para convocar gente. Lo que antes era
una protesta de clases medias va siendo una protesta policlasista -si se me
permite el retintín marxistoide- con perspectivas de crecer.
Ucrania, Venezuela: ¿cómo resumir en
una idea aquello que los emparenta? Quizá las palabras de Solón, el ateniense,
lo resumen todo. Le preguntaron en qué consistía el orden y respondió: “En el
hecho de que el pueblo obedezca a los gobernantes y los gobernantes obedezcan
las leyes”. Ambos pueblos redescubren esa idea extraviada.
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