Por Luis Gerardo Galvis, 03/02/2015
Son las 7:45AM de un lunes. La mañana es fresca, algo gris. Las nubes
que vienen del pie de monte andino llenan de sombra la escuela e impiden que el
sol comience a calentar. En el salón central de la Unidad Educativa “Simón
Rodríguez” de Ciudad Sucre, Estado Apure, los niños y adolescentes van llegando
poco a poco a la formación. Vienen con su bolso en la espalda, camisa o chemise
bien planchada, por dentro del pantalón; la correa y los zapatos no son
uniformes, no son de un solo color; varían; así como la altura del pantalón.
La formación es la clásica de las escuelas venezolanas. Todos en fila,
por orden de tamaño, del más pequeño al más grande. Todos mirando a la bandera.
Sorprendidos, los niños y, alguno que otro adolescente, saluda con
cariño a los chamos de la Católica quienes, de pie y a un lado del
pasillo central, observan con afecto a sus niños de Ciudad Sucre.
Una profesora pide silencio e invita a comenzar el lunes como debe ser,
es decir, entonando el himno nacional. Y así, un poco más de 100 niños, desde
pre-escolar hasta 6º grado, desde 7º hasta 5º comienzan con fervor el Gloria al
bravo pueblo que, verso a verso, se va apagando hasta que algún profesor
apenado exige ¡fuerza! en la entonación. Cuando la fuerza se acaba, y el himno
también, se canta otro: El himno del Alto Apure. Soberano suelo alto apureño
tierra heroica de nuestra nación. Comienzan a entonar, enérgicos, con una
acentuación pronunciada, con más volumen y pasión que el himno nacional. Sí,
cantaron con mayor entono el himno de la tierra próxima que el de la nación.
¿Acaso la nación sabe dónde queda Ciudad Sucre? O, ¿el Alto Apure?.
Una semana que empieza así, promete. Los chamos de la Católica, todos
ellos pertenecientes al programa de Liderazgo Ignaciano AUSJAL de la UCAT, estudiantes de
Derecho, Contaduría, Administración, se dividen. Unos van a las aulas, otros a
colaborar en la decoración de la escuela, algunos se encuentran por vez primera
con los recursos que el gobierno central ha proporcionado a la red de
instituciones educativas públicas.
Los de las aulas comparten con los niños del salón, colaboran con el
profesor, participan de un día de educación formal. Descubren que no todos los
profesores tienen la mística debida, la paciencia necesaria o la dedicación
pertinente; se percatan que, en cambio, hay otros que provoca imitar, seguir,
reproducir en toda aula del país por su constancia y entrega, por su afán de
dedicarle tiempo a cada niño; también ven cómo en la frontera, al igual que en
otras partes del país, los docentes faltan, no llega el suplente y los que se
consiguen se niegan a ir por esa paga; Se dan cuenta que en grados
superiores hay déficit de atención, comprensión lectora y razonamiento
numérico, pero están ahí porque hay que pasarlos; Se asombran del modo en
que el reggaetón se ha apoderado de los audífonos y, siempre presente, invita aperrear en
el salón, en el patio, en los pasillos, en la plaza. Se alegran al observar los
que se niegan a participar del desorden y se mantienen incólumes, hacen sus
ejercicios, leen bien, también suman y restan, y hasta juegan ajedrez. Ellos, los
chamos de la Católica, en un aula de Fe y Alegría, se
encuentran con una cara de la educación en el país. Con el país.
Los que se fueron a decorar la escuela, a pintar las carteleras
alusivas al mes de febrero se fajan, siendo de carreras poco afines a la
creatividad, más bien conservadoras, ven en sí mismos la capacidad de pintar,
recortar, rasgar, colorear y delinear que creían perdida desde su época en el
pre-escolar. Así, se sorprendieron gratamente cuando los profes del Fe y
Alegría les dijeron – sinceramente – que eran tremendas carteleras. Para
hacerlas, reciclaron material, pintura, pinceles, papel de todo tipo pues no
hay material es una de las respuestas recurrentes ante la tarea pendiente.
Y si no hay, entonces, ¿de dónde sale? Lo dan profesores que pierden un poco de
su sueldo en ello, a fin de cuentas, prefieren perder un poco del sueldo y no
la escuela.
Un número importante no había visto jamás una Canaimita, tampoco la
edición ilustrada de la constitución nacional; esa, en la que un omnipresente
Hugo Chávez aparece junto a Bolívar en el mismo plano, o representando al
estado, o impartiendo clases al pie de un árbol o recibiendo la espada de
Bolívar o galopando a su lado hacia el horizonte. Con eso y más se encontraron
en una escuela de Fe y Alegría situada cerquita de la frontera con Colombia, en
el Alto Apure. Con un estado que usa todos los recursos en multiplicar su
presencia, más no su eficiencia.
La experiencia, situada en el marco del proceso de formación de los
chamos de la Católica, duró 3 días; era la segunda vez que iban a Ciudad Sucre
y no será la última, como ellos mismos dicen. En Semana Santa, algunos volverán
y seguirán trabajando con sus niños, con el padre Henry, con el profesor
Guillermo, visitando hogares… recibiendo, más que dando. Es ahí, fuera de la
burbuja donde se aprende que la vida se gana dándola, así sientan que no dan
nada. Es ahí, por los cauces del Sarare donde nos encontramos con otra
Venezuela, olvidada por la capital, pero querida por su gente, la propia y la
que ha venido de Colombia, la Venezuela que genera pequeños grandes héroes como
decidieron llamar los chamos de la Católica a sus anfitriones: los niños de
Ciudad Sucre.
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