ARISTÓTELES
En
la democracia las revoluciones nacen principalmente del carácter turbulento de
los demagogos. Con relación a los particulares, los demagogos con sus perpetuas
denuncias obligan a los mismos ricos a reunirse para conspirar, porque el común
peligro aproxima a los que son más enemigos; y cuando se trata de asuntos
públicos, procuran arrastrar a la multitud a la sublevación. Fácil es
convencerse de que esto ha tenido lugar mil veces.
En
Cos, los excesos de los demagogos produjeron la caída de la democracia,
poniendo a los principales ciudadanos en la necesidad de coligarse contra ella.
En Rodas, los demagogos, que administraban los fondos destinados al pago de los
sueldos, impidieron satisfacer el préstamo que se debía a los comandantes de las
galeras, los cuales, para evitar las vejaciones de los tribunales, no tuvieron
otro recurso que conspirar y derrocar al gobierno popular. En Heraclea, poco
tiempo después de la colonización, los demagogos también ocasionaron la
destrucción de la democracia. Con sus injusticias precisaron a los ciudadanos
ricos a abandonar la ciudad; pero se reunieron todos los expatriados, volvieron
a la ciudad y arrancaron al pueblo todo su poder. En Megara desapareció poco
más o menos la democracia de la misma manera. Los demagogos, para multiplicar
las confiscaciones, condenaron a destierro a muchos de los principales
ciudadanos, con lo cual en poco tiempo llegó a ser crecido el número de los
desterrados; pero éstos volvieron de nuevo a la ciudad, y después de derrotar al
pueblo en batalla campal, establecieron un gobierno oligárquico. La misma fue
en Cuma la suerte de la democracia, que destruyó Trasímaco. Estos hechos y
otros muchos demuestran que el camino, que habitualmente siguen las
revoluciones en la democracia, es el siguiente: o los demagogos, queriendo
congraciarse con la multitud, llegan a irritar a las clases superiores del
Estado a causa de las injusticias que con ellas cometen, pidiendo el
repartimiento de tierras y haciéndoles que corran a su cargo todos los gastos
públicos; o se contentan con calumniarlos, para obtener la confiscación de las
grandes fortunas. Antiguamente, cuando un mismo personaje era demagogo y
general, el gobierno degeneraba fácilmente en tiranía, y casi todos los
antiguos tiranos comenzaron por ser demagogos. Estas usurpaciones eran en aquel
tiempo mucho más frecuentes que lo son hoy, por una razón muy sencilla: en
aquella época, para ser demagogo, era indispensable proceder de las filas del
ejército, porque entonces no se sabía todavía utilizar hábilmente la palabra.
En la actualidad, gracias a los progresos de la retórica, basta saber hablar
bien para llegar a ser jefe del pueblo; pero los oradores no se convierten
nunca o raras veces en usurpadores, a causa de su ignorancia militar.
Lo
que hacía también que fueran las tiranías en aquel tiempo más frecuentes que en
el nuestro, era que se concentraban poderes enormes en una sola magistratura,
como sucedía con el Pritaneo de Mileto, donde el magistrado que estaba
revestido de tal autoridad, reunía numerosas y poderosas atribuciones. También
debe añadirse, que en aquella época los Estados eran muy pequeños. Ocupado el
pueblo en las labores del campo, que le proporcionaban la subsistencia, dejaba
que los jefes nombrados por él alcanzaran la tiranía a poco que fueran hábiles
militares. Para realizar su propósito, les bastaba ganarse la confianza del
pueblo; y para ganarla, les bastaba declararse enemigos de los ricos. Véase lo
que hizo Pisístrato en Atenas cuando excitó a la rebelión contra los habitantes
de la llanura; véase lo que hizo Teágenes en Megara, después que hubo degollado
los rebaños de los ricos, que sorprendió a orillas del río. Acusando a Dafnoeo
y a los ricos, Dionisio consiguió que se decretara a su favor la tiranía. El
odio que profesó a los ciudadanos opulentos, le sirvió para ganar la confianza
del pueblo, que le consideraba como su amigo más sincero.
A
veces una forma más nueva de democracia se sustituye a la antigua. Cuando los
empleos son de elección popular y no es necesario para obtenerlos condición
alguna de riqueza, los que aspiran al poder se hacen demagogos, y todo su
empeño se cifra en hacer al pueblo soberano absoluto, hasta por cima de las
leyes.
Para
prevenir este mal, o por lo menos hacerle menos frecuente, deberá procurarse
que el nombramiento de los magistrados se haga separadamente por tribus, en vez
de reunir al pueblo en asamblea general.
Tales
son, sobre poco más o menos, las causas que producen las revoluciones en los
Estados democráticos.
Un
fragmento de - Aristóteles, "La Política"
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