Busto de Francisco Fajardo, quien en Margarita en 1524 |
Por Francisco Suniaga, 03/05/2015
Una de las víctimas favoritas de los gobernantes socialistas
bolivarianos ha sido la historia de Venezuela. Así como desconocen la
existencia de la ciencia económica, se han empeñado a lo largo de sus tres
lustros en desconocer o distorsionar la narración del acontecer nacional, que
los historiadores han ordenado según patrones técnicos universalmente
aceptados. Tarea de larga data hecha con la idea de que el cuento de quiénes
somos y qué hemos hecho sobre esta tierra quede registrado, y pueda contarse con
algo de certidumbre a las generaciones futuras.
Los compatriotas que han tenido a su cargo la conducción del Estado
desde hace más de quince años, sustituyen la historia de Venezuela por una
mitología de su propia inspiración, negadora de hechos suficientemente
documentados y analizados científicamente en distintos tiempos y en todo el
continente. Han creado así un entuerto que podríamos llamar “mitohistoria”; una
narración muy plana y elemental, donde los actores no son hombres (y “hombras”)
que vivieron una época y se comportaron según los patrones de conducta
imperantes en ella, sino unos dioses míticos que eran buenos o malos, en el
sentido más primario o infantil del término.
Para los narradores de la mitohistoria bolivariana, los españoles nunca
llegaron a las costas de este país ni fueron, junto con indígenas y africanos,
uno de los tres ingredientes principales de la masa que nos conforma. El propio
Chávez, el gran gurú de la feligresía socialista, hablaba de “nosotros los
descendientes de indios y negros”. Todo lo bueno, regular o malo que los
españoles hicieron sobre esta tierra (y en el resto de América), lo reducen a
una sola palabra: genocidio. Calificativo que le endilgan incluso a Cristobal
Colón, quien no pasó de ser un italiano aventurero, en el peor de los casos.
Ese es el pensamiento detrás de la decisión de designar el 12 de Octubre “Día
de la Resistencia Indígena” y de promover que unos orates derribaran la estatua
de Colón en Caracas y la arrastraran por la avenida que aún lleva su nombre.
En la narración nacional mitohistoria, Simón Bolívar no murió de
tuberculosis como dijo su médico Manuel Próspero Reverend, sino que fue
envenenado por Santander en una conspiración como las de Game of Thrones.
Su rostro no era como el que retrataron sus coetáneos, quienes lo vieron en
innumerables ocasiones en distintas edades, sino como se le ocurrió a unos
rusos formados en investigación criminal, que con su sola osamenta (exhumada a
tal fin) fueron incluso capaces de determinar que tenía el cabello chicharrón.
Paéz no fue un personaje imprescindible en nuestra independencia y formación
como nación sino un traidor a Bolívar. De la misma manera, a Caracas la
fundaron cuando Juan Barreto dijo (ya se me olvidó cuál fue esa fecha y sigo
creyendo que ocurrió el 25 de julio de 1567).
Gracias a la mitohistoria, el dictador corrupto Cipriano Castro devino
en héroe de la patria y Betancourt, en cambio, fue un violador de los derechos
humanos, que nada tuvo que ver con la gestación y establecimiento de la
democracia. Asimismo, los guerrilleros comunistas apoyados por Fidel Castro –a
quienes Betancourt combatió para salvar la institucionalidad que nos había
tomado ciento cincuenta años construir– eran unos ángeles libertarios. El
cuento también sustenta la tesis, no podía ser de otra manera, de que Chávez no
dio un golpe militar el 4 de febrero de 1992, sino que encabezó una rebelión
por la dignidad nacional. Capítulo que en estos últimos días continúa con la
propuesta de que por aquella gesta, y por toda la grandiosa herencia que nos
legó (incluyendo la presidencia de Nicolás Maduro y la deuda externa
astronómica), “el Comandante Eterno” sea declarado el Libertador del Siglo XXI.
Casi en paralelo a esa moción, se ha añadido una nueva página a la
mitohistoria bolivariana. Ese nuevo registro comenzó a establecerse hace unos
años, en el Aló
Presidente Nº 167, el 12 de octubre de 2003. En ese programa “el Eterno”
afirmó que Francisco Fajardo, el mestizo guaiquerí margariteño no fue, como
enseñaban en la escuela burguesa, un héroe de nuestros primeros tiempos.
Nicolás Maduro, nuevo jefe académico de la mitohistoria, fue más allá. El pasado 02 de febrero de 2014 declaró: “Hay por ahí
quienes todavía rinden homenaje a los genocidas. Todavía hay autopistas
por ahí con nombre de genocidas. Francisco Fajardo. ¿Y quién fue Francisco
Fajardo? Un genocida.
No obstante que esa afirmación en boca de Maduro –como consta en su
currículo y prueba su desempeño– carece de auctoritas, de inmediato, como es
norma en esta reencarnación caribeña del socialismo real de Europa del Este,
comenzó a ser repetida por la nomenklatura gobernante (por cierto, para la
consolidación de la mitohistoria es fundamental repetir como loros goebbelianos
los asertos de los líderes). Hace unos días –la nota de Noticiero Digital es
del 27 de abril–, Jorge Rodríguez, el alcalde de Caracas (la ciudad de cuyos
cimientos Fajardo comenzó a construir), dijo esto otro: “… Francisco
Fajardo, autor de uno de los genocidios más espantosos que haya conocido la
historia de la humanidad”.
Esta afirmación equipara a un modesto mestizo margariteño del siglo XVI
con el camarada Mao Tse Dong (campeón mundial indiscutido de la disciplina), el
camarada Josef Stalin (subcampeón) y los camaradas Kim Il Sun, sus herederos y
el camarada Pol Pot (quienes acumulan méritos suficientes para disputarle a
Hitler la medalla de bronce). Esa acusación de Francisco Fajardo, como es línea
partidista, resuena ya en todas las instancias del aparato bolivariano.
No por historiador, que no lo soy, sino por margariteño –gentilicio que
comparto con la honorable familia Fajardo, oriunda de El Poblado e integrantes
de la Comunidad Indígena Francisco Fajardo, que ocupa media Porlamar – me
siento obligado a salir en defensa de este paisano, a quien pretenden ahora,
casi cinco siglos después, encerrar en el Ramo Verde de la historia (con el
mismo tipo de pruebas con las que encierran a las víctimas del presente).
Francisco Fajardo –me enseñaron en mi escuela de La Asunción, que de
burguesa nada tenía– fue un mestizo, hijo de un español con una mujer indígena
llamada Isabel, miembro (o miembra) importante de la etnia guaiquerí que
poblaba Margarita y parte de la costa de lo que ahora es el Estado Sucre.
Fajardo era bilingüe y, habiendo sido Margarita la base desde donde partieron
tantas expediciones al continente, fue jefe de algunas de ellas. Siendo la más
importante aquella que concluyó con la fundación del Hato San Francisco, en el
Valle de Caracas.
Los guaiqueríes no hicieron resistencia a los conquistadores españoles
–las mujeres guaiqueríes menos– porque los margariteños, desde los tiempos en
que Margarita no se llamaba Margarita sino Paraguachoa, el pendejo lo han
tenido lejos. Desde el primer momento vieron a los conquistadores españoles
como los aliados necesarios para repeler a unos terribles enemigos que por
tiempos inmemoriales los habían asaltado, asesinado e, incluso, devorado: los
caribes. Sí, los invasores provenientes de lo que ahora es Brasil –fue aquella
y no la de los conquistadores españoles la primera “planta insolente”–, cuyo
grito de batalla no podía ser más revelador del espíritu que los animaba: ana
karina rote aunicon paparoto mantoro itoto manto. Que traducido a nuestro
idioma castellano (herencia por cierto de aquellos conquistadores genocidas)
significa: “Sólo nosotros somos gente, aquí no hay cobardes ni nadie se rinde y
esta tierra es nuestra”. Me atrevería a asegurar que fue precisamente esa
última frase la que menos les gustó a los margariteños, que, como es fama, por
un terreno son capaces de cualquier sacrificio (pregúntenle a Chanito Marín, si
no).
Según lo resume el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación
Polar (de notas tomadas de historiadores como J. A. Cova, El capitán poblador
margariteño Francisco Fajardo; Juan Ernesto Montenegro, Origen y perfil del
primer fundador de Caracas; Manuel Pinto, Fajardo, “el precursor”; Graciela
Schael Martínez, Vida de Don Francisco Fajardo; y Gloria Stolk, Francisco
Fajardo, crisol de razas) en la vida de Francisco Fajardo no hubo nada parecido
siquiera a una masacre, mucho menos a un genocidio (los invito a buscar la
definición técnica de esa palabra en cualquiera de los instrumentos de la ONU).
Según la nota de esa importante y confiable obra, Fajardo se vio envuelto en
escaramuzas en las que dio muerte, por ahorcamiento, a un cacique del litoral
central que llevaba por nombre Paisana.
Pero aún en el caso de que hubiera ajusticiado cobardemente a muchos de
sus adversarios, hay que considerar que Francisco Fajardo fue un hombre de su
tiempo y su conducta es del siglo XVI y no de este, y por tanto no se le puede
juzgar con los parámetros del presente (Inés Quintero, que sí es historiadora,
me dijo que ese error se conoce técnicamente como anacronismo).
Las preguntas que toca hacerles a los mitohistoriadores bolivarianos
son obvias. Más allá de que Chávez negó su condición de héroe en uno de sus
cientos de Aló Presidente; de que Maduro lo llamó genocida en unas de sus miles
de declaraciones; y Jorge Rodríguez lo haya proclamado como tal criminal en un
acto donde se honraba la memoria de Eliézer Otaiza, ¿cuál es la fuente
histórica para sustentar tan gruesa acusación? ¿De qué obra, en que texto,
quién fue el historiador, dónde está el documento de donde emanó el
conocimiento que llevó a juzgar y condenar inaudita altera parte a Francisco
Fajardo, un capitán mestizo margariteño que vivió entre 1524 y 1564? ¿Cómo pudo
ser genocida un hombre que se hacía acompañar mayormente por sus paisanos
guaiqueríes (tribu reconocidamente pacífica), en una época en que en Venezuela
no había gente para cometer ese abominable crimen y faltaban todavía más de 400
años para que la palabra genocidio siquiera apareciera sobre la faz de la
tierra?
Finalmente, para los pocos que puedan ignorarlo, hay un hecho que
refleja quién pudo haber sido Francisco Fajardo para la gente de su tiempo. En
una de esas expediciones, al pasar por Cumaná, Fajardo fue apresado por el jefe
español de la ciudad, Alonso Cobos, quien lo juzgó sumariamente (como ahora) y
lo condenó a la horca (como pretenden hacer ahora) sin respetar sus derechos
más elementales. En razón de ello, los guaiqueríes de Margarita, quienes más lo
conocían, atravesaron el mar en sus canoas, tomaron Cumaná y apresaron a Cobos.
Lo llevaron a la isla y lo entregaron a las autoridades. Esa conducta no la
provoca un malvado. A diferencia de Fajardo, Cobos fue juzgado de acuerdo a
Derecho por la Real Audiencia de Santo Domingo y condenado a muerte por su
abuso. Esa es la historia que se conoce y registra sobre la vida de Fajardo. Si
sus detractores del presente actuaran con responsabilidad, por lo menos se
abstendrían de repetir la infamia hasta presentar las pruebas que la ética
pública obliga.
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