Alonso Moleiro 23 de agosto de 2015
Dejé
atrás la adolescencia, me puse a jugar con cierta literatura inconveniente, y,
sin nada más interesante que hacer, arribé a una flamante conclusión: que, al
no tener, hasta entonces, garantizada por nadie la inmortalidad, en una de esas
yo me podía morir.
Descubrir
la muerte me produjo, como es natural, un estado supremo de turbación. “De todo
esto yo soy el único que parte”, había dicho Vallejo. La finitud de mi
existencia me lucía entonces, y todavía hoy, no sólo un escenario apocalíptico,
sino absolutamente inconcebible, completamente inútil e injusto, desde todo
punto de vista contraproducente y espantosamente ausente de contenido. Una
contrariedad inaceptable y un desperdicio absoluto de recursos y posibilidades.
Implicaba la más afrentosa y desagradable, pero al mismo tiempo la más
inexorable de todas las eventualidades: que el mundo seguirá su curso, que cada
ser humano seguirá honrando el pacto cotidiano de sus rutinas y que nadie se
tomará mayores molestias en torno a mi memoria una vez que yo me evapore de la
faz de la tierra.
La
diferencia estribaba en que, a diferencia de lo que sucedía antes, protegido
como me sentía por el salvoconducto emocional de la niñez, la muerte entonces
comenzaba a lucirme mucho más factible de concretarse. Se trataba de que el sol
despuntara y se pusiera; que las personas cruzaran el rayado de las calles; los
autobuses recogieran y soltaran pasajeros; los presidentes tomaran decisiones y
dictaran decretos; los sindicatos levantaran y desmontaran huelgas; los
mundiales de futbol comenzaran y concluyeran; los noticieros ofrecieran sus
novedades; que nuevas las telenovelas llegaras a sus capítulos finales, y que
mis amigos, cada sábado, se reunieran a beber cerveza. El mundo continuara su
marcha y yo ya no lo pudiera vivir.
Negado
a buscar muletas o palancas de autoayuda, cometí el peor de todos los errores
posibles: concurrí a consumir exponentes de la literatura que hayan cruzado
trances similares respecto a la eventualidad de morir. Se suponía que con ello
intentaba buscar inspiración, recrear mi tristeza y paliar la sensación de
orfandad que entonces se apoderaba de mí. Lo único que les debo a todos es
terminar metido en fosas de tormentos relativamente similares a la que alguna
vez ellos cursaron, pero sin sus obras y su celebridad. Preguntas sin respuesta
sobre el sentido de la vida, navegación voluntaria en relatos opacos y
pesimistas, poesía para sujetos en trance de morir, visitas compulsivas al
espejo, pellizcos autoinflingidos; revisión obsesiva de lunares, búsquedas, sin
norte ni objetivos específicos, de morados y hematomas; comezones y ruidos a
medianoche. Preguntas a mis amigos, y a algunos doctores, que quisieron hacerse
pasar por casuales, en torno a mis niveles de flacura o de palidez.
Conjuguemos
el mantra de la paz. Los umbrales de la vida suelen traer consigo noticias. A
los quince años las muchachas entran a la edad de merecer. A los treinta,
muchos hombres y mujeres comprenden que la infidelidad forma parte de la vida y
ejercen el sexo sin culpas. A los cuarenta, algunas parejas de divorcian. A los
sesenta, ciertos adultos prolongados se ponen a perseguir, a veces con éxito,
todo tipo de muchachitas. A los veinte, en mi caso, sin anuncios formales, sin
tenerlo previsto, sin saber qué tan honda iba a ser la magnitud del vocablo,
sin tener a la mano un protocolo de procedimientos para afrontar la crisis, la
providencia escogió cual sería su fórmula para atormentarme de manera selectiva
y oportuna: me volví hipocondríaco.
Quiere
decir esto que, sin habérmelo propuesto, contraté una especie de dispositivo
digital de falsas alarmas; un tinglado de mariachis para arruinar mis momentos
felices; una suerte de escuadrón terrorista de carácter interno que decidió
declararme la guerra.
Veinte
años ininterrumpidos caminando en el laberinto de espejismos de enfermedades en
calidad de proposición. Veinte años sintiendo malestares, imaginando
desenlaces, interpretando prescripciones y conviviendo con sospechas. Veinte
años evadiendo mareos, pulsaciones y espasmos. Veinte años pidiéndole a los
demás silencio para ver si escuchan los mismos ruidos que escucho yo. Veinte años fabricando malestares estomacales
y dolores de cabeza. Veinte años
conversando con médicos, desactivando complots, aprendiendo términos
nuevos. Veinte años leyendo remedios,
visitando farmacias, soñando disparates y viendo radiografías. 20 años leyendo
revistas, escuchando historias ajenas, buscando el significado de la palabra
“Hematocrito”. No cometeré la pedantería
de postular, con tono de poeta en trance lírico, que han sido Veinte años de
dolor. El asunto es menos encumbrado: quizás se trate de veinte años de
dolores. Peor: veinte años de dolorcitos.
El
hipocondríaco es un sujeto que no conoce la paz. Su existencia está cruzada de
hipótesis. Pero, a diferencia de otras dolencias de la psique, habitualmente de
carácter resignado y autodestructivo, la paz es en todo momento un horizonte a
remontar: trabaja activamente para poder conquistarla. Perseguir la paz, como
el chivo que va tras el señuelo de la zanahoria, se convierte en un modus
operandi. Cuando ya el médico le explicó la causa de su perturbación, y le
parece que la tiene en sus manos, la paz, ese bien inestimable de tres letras,
tan esquivo y mezquino, toma oxígeno para alejarse de nuevo. Sus átomos se
desintegran y se materializan de nuevo como promesa veinte palmos más adelante
en calidad de espejismo. Su vida se vuelve un loop: no tiene paz, pero quiere
la paz y persigue la paz ya que no lo deja vivir en paz.
Los
hipocondríacos necesitan que todas las variables de su existencia estén
cubiertas bajo el manto de un orden militar para poder desarrollar a cabalidad,
sin temor a ser traicionado por los hados, su derecho a ser feliz.
Su
perturbación existencial se expresa en dolencias de carácter figurado. Está
condenado, en consecuencia, a coexistir con una secuencia de síntomas que siempre
serán suficientemente elocuentes como para ser obviados, pero que, al mismo
tiempo, rara vez serán del todo concluyentes como explicárselos de forma
coherente a los demás.
La
responsabilidad social del hipocondríaco. La variable de hipocondríacos de la
cual formo parte está representada por sujetos en apariencia bastante
coherentes. Personas incapaces de automedicarse, conocedoras, en el trazo
grueso, de términos médicos elementales, disciplinadas con los imperativos de
salud. Pacientes concienzudos, que tienen muy presente la importancia de no
molestar; escrupulosos seguidores de las recomendaciones clínicas. Tipos que se
pueden apropiarse de vocablos prestados, como “hemodinamia” o “síntomas
indeterminados”, y que, además, resultan ser bastante perspicaces para darse
cuenta de la ausencia de foco en terceros cuando éstos evidencian alguna
inquietud. No rehúyen el tema: muy por el contrario, escuchan y orientan a los
demás con serenidad y dominio.
Mi
debut en estas lides constituyó toda una entrada por la puerta grande en la
recreación del disparate: a principios de los años 90 reparé en que jamás en mi
vida había usado condones. A falta de mejores opciones, los demonios de mi
inconsciente se conjuraron para presentarme la hipótesis de tener sida, la
única enfermedad realmente incurable de aquellos años, el rey de todos los
reyes en materia de sufrimiento, la más temida de todas las eventualidades: el
pasaporte para transitar un camino abreviado a una muerte humillante y segura.
Si la
enfermedad era contagiosa, y, de acuerdo a lo que decían en todos lados, se
estaba expandiendo; si quedaba claro, desde hacía rato, que no era éste un mal
exclusivo de homosexuales o drogadictos; si hasta con un beso, decían, el
bacilo podía incubarse, ¿Cómo era que yo no podía tener Sida? De poder, por
supuesto que podía. ¿Quién me había dicho a mí que tenía comprado el
salvoconducto de la impunidad? ¿Cómo
podía ser posible que hasta entonces no me hubiera planteado ni remotamente las
implicaciones de su riesgo? ¿Cómo podía obrar de forma tan desprevenida e
irresponsable?
No
existía internet; no había “preguntas a mi médico”; no estaban disponibles los
mensajes de texto para importunar galenos ocupados. Mis padres no tenían tiempo
para discutir eventualidades remotas. Mis amigos y mi hermano se reían. Tocaba
informarse por ahí, como quien no quiere
la cosa, intentando construir con torpeza conversaciones informales para arañar
información; fabricando argumentos para leer afiches del servicio social y guías de orientación médica en las farmacias
para drenar la ansiedad. Sintonizar los pocos canales de televisión entonces
disponibles para saber cuales eran los síntomas del Sida.
El
tablero de alarma de los síntomas. Los temores sobre la posibilidad de tener
Sida en un año como 1991, como cabe suponer, se diluyeron de forma
relativamente breve. Lo que sí llegó para quedarse a partir de entonces, en
cambio, fue el eje, la baza, el punto de condensación que hizo posible la navegación
de todos los martirios posteriores: la exploración, hasta sus últimas
consecuencias, de las implicaciones del vocablo “síntomas”.
No se
me había ocurrido hasta entonces la más elemental de todas las evidencias: que
las enfermedades humanas tienen expresiones específicas, que la ciencia ha ido
clasificando en función de su gravedad y frecuencia a partir de ensayos y
errores. Variables que se superponen, se retroalimentan, se agazapan y a veces
se mimetizan. Que se manifiestan con total brusquedad o florentina sutileza.
Más me valía aprenderme los fundamentales para que no me fuera a tomar alguno
desprevenido.
Era
obvio: cada enfermedad, curable o incurable, traía consigo un portafolio de
evidencias. Algunos de ellos ya los había sentido en ocasiones anteriores:
fiebres, disneas, somnolencias o toses. Podían ser la expresión de
indisposiciones sin importancia, que era como casi siempre las había tomado en
el pasado, o el resultado directo de una terrible dolencia de intrincado
pronóstico que acechaba agazapada.
Fue
como si todas las luces de un tablero se prendieran al mismo tiempo. Se
desplegaba ante mí aquella consola de eventualidades de letalidad
variable. No podía explicarme cómo era
posible no haber pensado en eso antes.
La complejísima maqueta de enfermedades del hombre, envueltas bajo el
perverso sortilegio de las probabilidades estadísticas, enzarzadas en un
laberinto a veces incomprensible, tenía un hilo conductor: los síntomas. Un
nuevo universo, señuelo de carácter variable, aproximadamente metafísico, en
ocasiones diáfano e inequívoco, a veces coincidente, se apoderó entonces de mi
vida: el laberinto de los síntomas y sus charadas existenciales. El estudio, la
proyección, la interpretación de los síntomas.
Halé una cabuya y descubrí otra dimensión. La vida es bella. Somos
humanos. Nos vamos a morir. Y tenemos síntomas.
Pero
no fui yo el que fue por los síntomas: los síntomas vinieron por mí. A partir
de entonces han ido desfilando de forma secuencial en mi vida. Mientras un
nuevo cuadro ansioso de carácter conspirativo quedaba conjurado, inmediatamente
hacía su aparición el siguiente.
La
segunda crisis tuvo lugar por aquel entonces, poco después de conjurada la
hipótesis del sida: un terrible dolor de cabeza, completamente inédito hasta
entonces en toda mi vida. Una cefálea ubicada en la parte posterior izquierda,
que se extendía hasta la frente y halaba de forma insólita mi cuero cabelludo.
Síntomas parecidos a lo que entonces pensé era un tumor cerebral. Un tumor a
los 22 años, como el que atacó en 1962 a Stuart Sutcliffe, el primer bajista de
Los Beatles. Moriré, pensaba entonces, joven, calvo y delgado, aturdido por
dolores de cabeza, escuchando sonidos y viendo doble.
Dolores.
No tenía un tumor: tenía un dolor muscular en la prolongación que tiene el
esternocleidomastoideo en la cabeza. Aquello era producto de la tensión.
Voltaren y a descansar. El próximo.
Hace
rato que era tarde. No había por entonces sistema de miembros motores y
nerviosos al cual, ya de forma involuntaria, no le estuviera haciendo un
barrido mental para enviarle señales e identificarle síntomas.
Sospechas
que se expresaban en mareos, pulsaciones o ruidos, en lipomas sebáceos o
irritaciones, pero sobre todo, como ha quedado dicho, en dolores. Dolores de
ganglios, dolores axilares, dolores de costillas. De clavículas, de hombros y
espalda. Dolores articulares, dolores de cuello, dolores de orejas, dolores de
entrepierna. Dolores detrás de las orejas, dolores de dedos, en manos y pies,
dolores de tobillos. Dolores en la lengua y de encías. Dolores al momento de
tragar. Dolor en la garganta. Dolores de rodillas, de la pelvis. Dolores de pecho. Dolores insinuados de
carácter conexo: en la espalda, en alegoría a los pulmones; en el coxis,
aludiendo a los riñones. Debajo de las costillas, presionando al colon. De
cuello, insinuando ganglios. Dolores
cardíacos: en el lado izquierdo, simulando un infarto verdadero, y en el lado
derecho, en acto fallido, proponiendo un infarto falso.
Los
desordenes emocionales entraban en vigor, anunciando casi siempre una temporada
indeterminada de estadía, de la misma manera: tendiendo una emboscada justo en
ese instante en el cual nada relevante está sucediendo. Los domingos, los días
de fiesta, las navidades, las vacaciones: esas son las fechas favoritas del
Dios de la alarma falsa. En algún momento desaparecían.
Existía
una fórmula tradicional para desencadenar una nueva crisis: escuchar en
diagonal, valga decir que de forma involuntaria, historias clínicas de otras
personas. La señora que se fue a hacer un chequeo de rutina y tenía minados los
pulmones; la regresaron para su casa. El tipo que se afeitaba y rompió un lunar
hasta hacerlo sangrar y le dio la bienvenida a su vía crucis. El tío de una
amiga del portugués, que se venía recuperando, se comió sus hallacas en
diciembre, y que cuando todos pensaban que saldría de esa, tuvo una violenta e
irreversible recaída. El loco aquel al cual lo traicionó la próstata por andar
negado a hacerse la prueba del tacto rectal. El primo de un amigo del vecino de
abajo, que le dijo a la esposa en una tienda que la esperara un momentico, que
ya venía, que se iba a sentar en el banco aquel porque estaba cansado, y que lo
encontraron tieso con un infarto en la silla.
Cada
uno de esos cuentos se las arregló para pasar dejando el aroma de un recado
macabro de inspiración germinal: mantente alerta, puedes ser el próximo. Cada
enfermedad imaginaria sugerida tenía un
episodio siguiente en calidad de continuación. Durante los primeros años,
transcurriendo los noventa, los episodios fueron interminables. Visitas a
psiquiatras, con el correspondiente uso de antidepresivos, y extensas
conversaciones sobre la duración y el sentido de la vida, las relaciones
familiares, la infancia, la aproximación a la muerte, el significado de las
probabilidades en la estadística, la salud, el disfrute y los placeres.
En los
tiempos más difíciles hubo que lidiar con el desarrollo de, incluso, tres
cuadros sintomáticos imaginarios de carácter simultáneo. Un dolor de colón
extendido e impertinente; una molestia en la parte baja de la cadera con
ramificaciones en la pierna y una tensión entre el pecho y la espalda de
carácter cíclico, acompañado de disneas. Cuando iba a hacer su aparición el
cuarto síntoma, terminaba concluyendo que era imposible estar enfermo de tantas
cosas a la vez mientras era capaz de caminar por la calle y trabajar todo el
día. La conjetura estalla en mil pedazos, en virtud de que no había cama para
tanta gente: un solo cuerpo no resiste tantos planteamientos. Por un tiempo
podía retornar a cierta apariencia de normalidad.
Con el
objeto de ayudarme a atenuar mi crispación, mi primer psiquiatra me propuso una
vez una fórmula que aún hoy no deja de parecerme curiosa: colocarme en la
muñeca un legajo de ligas y propinarme golpes con ellas cada vez que me viniera
a la cabeza algún pensamiento lúgubre, alguna escena de dolor de otras personas
en calidad presencial o alguna sospecha de enfermedad. Parece que era esta una
técnica del conductismo muy usada tiempo atrás
Las ligas se vencían con rapidez ante cada sesión de autoflagelamiento;
a poco andar aquellas pulseras de oficina perdían toda su fisonomía para
volverse flácidas y lastimosas. Para que la duración de ellas se extendiera,
procuraba entonces obtener algunos ejemplares de composición gruesa. El golpe
dolía el doble; los pensamientos quedaban ahuyentados. Regresaban por las
noches.
El
médico: mi otro yo. La del hipocondríaco es una dolencia crónica, que puede
crecer o atenuarse con el paso del tiempo. Como ha sido mi caso, puede
domeñarse parcialmente en la misma medida en que uno comprenda los alcances de
la somatización y termine por aceptar la partida de dominó que esta jugando el
subconsciente usando como mantel ese tejido de carne, hueso y nervios que es su
humanidad. Quien piense que la tiene dominada, sin embargo, debe saber que
cualquier brisita desprevenida e inocente de carácter casual puede activar de
forma súbita una nueva y severa combustión a lo ancho de su corteza cerebral.
Conviene
anotar algo: para poder ejercer un dominio relativo sobre el potro desbocado de
los síntomas, para aprender a saludarlos y dejarlos pasar, existía una
condición fundamental con carácter de requisito: no haberse muerto antes de
alguna de las enfermedades planteadas en calidad de supuesto.
En la
puesta en escena de todo hipocondríaco con fundamentos hay otro actor, que a
veces hace de policía, a veces de juez, que le sirve de palanca, árbitro,
compañero de viaje, padre severo y alter ego: el médico. En la casa solemos
llamarlo “el doctor”. Casi siempre trabajará al lado suyo en calidad de aliado,
presto a deshacer el entuerto, como una especie de “second” que lo espera en la
esquina para indicarle qué hacer, no sin ir cultivando, con el paso del tiempo,
una relación personal trazada por paradojas.
Los
médicos. Estos inextrincables sujetos que escuchan imperturbables los relatos
más dantescos mientras terminan de completar un crucigrama; delicados con el
idioma, porque están de servicio – “¿está usted evacuando correctamente?”. Con un talento sobresaliente para proponerle
de forma casual una conversación sobre Nelson Merentes y la devaluación del
bolívar cuando la auscultación llega a al momento decisivo. Entran de lo más
simpáticos luego de las operaciones; saludan a su familia y lo miran a usted,
pobre recién operado: es necesario curucutearle otra vez el abdómen. Nunca le
dirá que fue lo que descubrió. Intercambiándose sofismas, usando acrónimos,
revisando fotos espantosas mientras meriendan gelatina, echando chistes y
hablando mal de la suegra mientra cosen de regreso a un recién operado,
desglosando radiografías que nadie entiende. Atendiendo cada tanto llamadas
desencaminadas que usted, y tipos como usted, tienen para él en calidad de
ofrenda con el objeto de adobarle la tarde cuando el volumen trabajo está
insoportable: Doctor, disculpe la cosa, no lo quiero molestar: tengo dos
semanas con un dolor debajo de la costilla ¿Dónde es que queda el páncreas?”
Los
médicos, que cuando eran estudiantes, dice la leyenda, fueron casi todos
hipocondríacos, caminan por la vida con esa particular característica: rodeados
de un enjambre de tipos como usted y como yo, que lo persiguen como moscas con
el zumbido de preguntas reiterativas de carácter fútil. Consultas que no
siempre podrán pagarse, dudas reiteradas que se empeñan en reaparecer a pesar
de que ya fueron explicadas una y otra vez. Si a algún sujeto histórico es el
responsable de que los médicos, a diferencia de los ingenieros y los abogados,
tengan que llevarse el trabajo para su casa, ese es el hipocondríaco.
El
hipocondríaco lo llama, el médico lo escucha, lo revisa y le dice. El doctor le
recuerda al paciente que ser hipocondríaco no constituye salvoconducto ante
eventualidad alguna.
Google,
mi otro médico. La globalización abrevió algunas diligencias y le puso al
hipocrondríaco su ración correspondiente de sobreinformación. Paradojas del
progreso: ahí tenía frente a sí a esa concreción terrenal de “El Aleph” llamada
Google. Desembarcaba en nuestras vidas un cargamento infinito de contenidos
para saciar la urgencia más apremiante.
Inmediatez e hiperrealidad. Fotos, reflexiones, experiencias
compartidas, textos, advertencias, foros. Aparentemente ya no sería necesario
interceptar a galenos ocupados en emergencias, ambulatorios o puestos de
socorro con un planteamiento repentino y desencaminado. No sería preciso
pellizcar atropelladamente conversaciones con el farmaceuta para ponerle
contexto a un conjunto de datos.
La
herramienta de Google, como todas las herramientas, trae la huella digital en
sus dientes. En lo tocante a estos dominios, es la expresión más acabada de lo
que entendemos por un arma de doble filo.
Google puede, cómo no, aclarar equívocos concretos y ponerle contexto a
informaciones de carácter superficial.
Quién
se anime, sin embargo, a caminar en los fangosos pantanos de las metáforas de
la medicina: “ganglio centinela”; “intercurrencias agudas”; “bordes
fastoneados” debe saber que se expone a quedar acorralado entre tres o cuatro
hipótesis siniestras, abriéndole a lo que de seguro será una tórrida recuentas
de mortificaciones de dimensiones variables.
Amigos,
esposa, padres y hermanos. Conocidos y desconocidos: todos se ríen de muy buena
gana cuando han tenido que escuchar alguna de estas historias. Se acercan, con
cierta condescendencia, con algo de dulzura, con un punto de hartazgo: hasta
cuando, vale, no tienes nada, todo está bien, déjanos en paz, no te sabotees la
felicidad, qué pasó con el psiquiatra. La vida es algo más que un puñado de
síntomas.
Lo
cierto es que alguno de ellos nos irá llevando a todos, uno a uno, a pasear a
un lugar que no podremos recordar jamás.
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