Miguel Bahachille M. 26 de abril de 2016
@MiguelBM29
Cuando
el gobierno descuida su deber cívico de procurar bienestar para la mayoría y,
en contrario, se esmera por proteger intereses particulares de “unos cuantos”,
es inevitable que el papel informativo estatal también se encause por la misma
senda; es decir, por la defensa de pequeños grupos. Esa manipulación, como
sustituta de la verdad, intenta reducir el juicio popular respecto de la actual
gestión administrativa. La argucia tendría los efectos buscados si el vecino no
fuere cautivo de colas forzosas y pudiere caminar libremente por cualquier
calle sin ser víctima de la delincuencia.
Los
oficialistas, inoculados por ideas vagas de una “izquierda añosa”, inmersos en
una vidriosa hegemonía burocrática, se satisfacen no con obras sino oyéndose
unos a otros con discursos flemáticos mientras el pueblo, principal víctima,
queda rezagado. No obstante el fracaso de la “receta socialista”, constatable
en cualquier calle, el régimen persiste en preservarla “al costo que sea”. Por
ejemplo parte de la burocracia díscola, como la encarnada en el TSJ, instituida
con un apoyo popular muy reducido, decide sobre ámbitos reservados a
instituciones elegidas por sufragio popular.
La
realidad sobre deuda pública, escasez, inflación, inseguridad, corrupción,
padecida por todos, es obsecuentemente negada por el gobierno. Toda información
queda supeditada a la conveniencia o no de la “reserva revolucionaria”. Los
administradores de la cosa pública no se dan cuenta que sobran demócratas en
los pasillos que pululan alrededor de la gerencia gubernativa denunciando la
verdad. ¿Puede ocultarse la crisis que afecta a todos por igual? El instrumento
de descontrol más formidable que existe en la jefatura estatal es su negativa
de proveer datos estadísticos. Los mensajes presidenciales se ciñen a un
recitado de eventos causales plenos de anécdotas mientras aumentan las colas.
El
gobierno considera que su tarea crucial, concretamente la que concierne al
ámbito de la economía, por ser “de carácter socialista”, está exenta del examen
ciudadano y legislativo. Así todos los actos burocráticos dejaron de ser de
dominio público para guarnecerse en enclaves inaccesibles terciados por el
Poder Ejecutivo. Ese “nuevo software revolucionario” intenta acabar con todo
gesto de democracia representativa. La tendencia se inició en 1999 con la
entrada en vigencia de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela
que “dulcemente” se iba ajustando a las jactancias de poder del presidente
Chávez.
Esa
anomalía de rezago histórico con caudillaje coercitivo, intenta derogar de
hecho décadas de esfuerzos implementados a partir de 1958 cuando se dotó al
ciudadano de avíos de control y democratización de las instituciones. Las
sentencias del TSJ que despoja a la Asamblea su facultad de vigilar actos del
BCV, la de declarar la inconstitucionalidad de La ley de Amnistía en tiempo
récord, y la de dejar en estado de suspensión a 3 diputados electos por el
pueblo, entre otras, corroboran el “exceso de potestad estatal” Así el derecho
del ciudadano para examinar los legajos de cualquier entidad gubernativa,
también queda derogado de hecho.
Mientras
el ciudadano padece carencias de los servicios de agua y electricidad; de
medicamentos y alimentos; además de sufrir por la inflación y carestía, el
gobierno lejos de dar soluciones tangibles y proveer de información útil al
pueblo irritado, se refugia en rezagos discursivos del “Comandante eterno”
quien justificaba “el altruismo patriótico del noble pueblo de Venezuela” en
pro de la revolución.
¿De
qué sirvió el sacrificio y cómo salimos de este agobiante trance? Sólo hay un
camino: el de la activación de los sistemas productivos hoy asediados por una
fantasía comprobadamente destructiva y fracasada. El desarrollo no es una
entelequia que se decide desde un suntuoso escritorio rodeado por lisonjeros de
oficio. Los países se construyen con la fuerza del trabajo, no desde el pódium
frío.
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