Mibelis Acevedo Donís 30 de mayo de 2016
@Mibelis
El
“pueblo” del populista es su fetiche. Su agua de bautismo. Un sello húmedo e
indeleble en su partida de nacimiento. Esa suerte de sujeto político colectivo
que es más que la suma de los individuos que lo forman y cuya definición no
esta exenta de ambigüedades (tantas como las del propio término “populismo”)
tiene sin embargo raíces tan antiguas como las del “populus” que en la Lex
Regia emergía como entidad básica de la República romana; o el “demos” de la
Antigua Grecia, sujeto de la soberanía cuando la polis era democrática. La
categoría de “pueblo”, aplicada usualmente a “todo grupo de personas que
constituyen una comunidad u otro grupo en virtud de una cultura, religión o
elemento similar comunes“, evolucionó desde entonces, ajustada a las demandas
de cada proceso histórico: pero en términos generales podría considerarse que
en consonancia con lo que plantea Rosseau, pueblo es el sujeto de la soberanía
nacional entendida como soberanía popular.
El
“pueblo” del populista pareciera invocar esa misma idea. Pero en este tipo de
discurso político que también apela al protagonismo del pueblo como depositario
de la soberanía (eso que inspiró las grandes revoluciones modernas o que
sostiene las más sólidas democracias) respiraría la promesa de dar un nuevo
significado al poder de las masas cuando es administrado por un caudillo capaz
de interpretar como nadie esas demandas. A merced de la ilusión del
empoderamiento y la dicotomización de la sociedad entre un “nosotros” y un
“ellos”, ese líder sostenido por el “pueblo puro” (al cual él mismo encarna y
representa) preservaría la voluntad colectiva frente a su natural antagonista,
la “élite corrupta”.
El
“pueblo” del populista supone así una perversa condición: sus motivaciones son
únicas y superiores, y atienden a un antagonismo que execra lo plural, lo
heterogéneo. Una visión idealizada de los valores de lo popular (en teoría más
genuinos y menos viciados que los de la élite) se cuelga indistintamente a toda
la sociedad, y su expresión sólo puede ser traducida por el líder populista. En
unión casi mística, la voz del pueblo es la voz de aquel, y viceversa. Y
mientras ocupe el propicio sitial que lo hace uno con las aspiraciones de
la mayoría que moviliza, no habrá muro
de contención, ni reparo formal, ni norma, ni institución o arreglo de la polis
que se interponga con el objetivo de defender los deseos y urgencias de “su”
pueblo.
El
“pueblo” del populista -multitudinario, inflamado, convencido- es pieza
fundamental para la supervivencia del relato del populismo, de su ineludible
utopía. Avalado por las prácticas formales de la democracia, además, en mitad
de esa “zona gris” que habilita la tortuosa cohabitación entre las maneras
democráticas y las del autoritarismo, el populista cuenta con un
atornillamiento infalible mientras el respaldo en las urnas le otorgue licencia
para perpetuarse. De allí que, a contrapelo de la obvia restricción de
libertades, la deriva personalista o la imposición de la voluntad de la mayoría
sobre las minorías, persista la retórica de la defensa del voto, la expansión
de beneficios sociales, la sobreventa de un modelo cuyos hinchados apellidos
(“democracia participativa y protagónica”) contribuyen a consolidar el mito de
que, en efecto, el pueblo manda. Como proclamaba Chávez en 2012: “La esencia
democrática es el poder en manos de su dueño, el pueblo. El que quiera ver democracia, venga a
Venezuela”. Y pocos dudaban entonces que así fuese.
El
“pueblo” del populista, un niño que ora se abraza, ora se maltrata y se somete,
lo es todo para el populista. Mientras tenga pueblo, este liderazgo tiene su
vianda garantizada. Ergo, un populismo sin pueblo (y sin líder carismático) es
poco menos que una extravagancia, un inoperante artilugio; un águila incapaz de
volar, un león trasquilado. Lo hemos vivido: no hacen falta más señas para
entender que la otrora avasallante identidad de ese fenómeno que vio luz en la
Venezuela del siglo XXI, terminó metida en los arreos del monstruo que
adversaba: la “élite corrupta”.
El
“pueblo” del populista hoy no existe. Tampoco puede existir, por tanto, el
populista, aunque los chambones ecos de otra época procuren ser mantenidos a
toda costa. La fachada democrática que prestaba excusas para tanto desmán, ya
no juega a favor del régimen: uno que a espaldas de la crisis más dantesca, de
la mengua, el hambre, la incomprensible muerte de inocentes, la rotura o la
pérdida, parece ceder a la tentación de salir de la “zona gris” y asumir un
autoritarismo sin matices… ¿se atreverá a desdecir así su propio relato?
Porque
ese que fue el “pueblo” del populista, sí aprendió algo: que aún en medio de la
trapacera melange, el voto le confería poder. Ese giro insospechado, tan
contrario a las previsiones de un régimen que agoniza sin apoyos, podría
terminar dándole una reprimenda ejemplar. Simple justicia poética: con suerte y
con dolores, los pueblos evolucionan y aspiran a convertirse en ciudadanos.
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